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Lazarus permaneció observando aquella grieta por espacio de varios segundos y, finalmente, dirigió su penetrante mirada hacia ellos.

– ¿Qué creéis que estáis haciendo aquí? -preguntó sin ocultar su ira.

– He venido a buscar a mi madre y no me iré sin ella -declaró Irene, sosteniendo aquella mirada intensa y escrutadora sin parpadear.

– No sabes a lo que te estás enfrentando… -dijo Lazarus-. Rápido, por aquí. No tardará en volver.

Lazarus los guió al otro lado de la puerta. -¿Qué es eso? ¿Qué es lo que hemos visto?

– preguntó Ismael.

Lazarus lo observó detenidamente. -Soy yo. Eso que has visto soy yo…

Lazarus los condujo a través de un intrincado laberinto de túneles que parecía recorrer las entrañas de Cravenmoore, a modo de estrechos conductos paralelos a galerías y corredores. El camino estaba flanqueado por numerosas puertas cerradas a ambos lados, dobles entradas a las decenas de habitaciones y salas de la mansión. El eco de sus pasos quedaba confinado a aquel angosto pasaje, y daba la sensación de que un ejército invisible los estuviese siguiendo.

El farol de Lazarus esparcía un anillo de luz ámbar sobre los muros. Ismael observó su propia sombra y la de Irene caminar junto a ellos en la pared. Lazarus no proyectaba sombra alguna. El fabricante de juguetes se detuvo frente a una puerta alta y estrecha, y extrajo una llave con la que abrió el cerrojo. Oteó el extremo del corredor por el que habían llegado hasta allí y les indicó que entrasen.

– Por aquí -dijo nerviosamente-. No volverá aquí, al menos durante unos minutos…

Ismael e Irene intercambiaron una mirada de sospecha.

– No tenéis más alternativa que confiar en mí -añadió Lazarus, advirtiéndolos.

El muchacho suspiró y se adelantó hacia el interior de la cámara. Irene y Lazarus lo siguieron y él cerró de nuevo la puerta. La luz del farol desveló un muro cubierto por multitud de fotografías y recortes. En un extremo se apreciaba una pequeña cama y un escritorio desnudo. Lazarus dejó reposar el farol sobre el suelo y observó cómo los dos muchachos examinaban todos aquellos pedazos de papel adheridos a la pared.

– Debéis abandonar Cravenmoore mientras todavía estéis a tiempo.

Irene se volvió hacia él.

– No es a vosotros a quienes quiere -añadió el fabricante de juguetes-. Es a Simone.

– ¿Por qué? ¿Qué pretende hacer con ella? Lazarus bajó la mirada.

– Quiere destruida. Para castigarme. Y hará lo mismo con vosotros si os interponéis en su camino. -¿Qué significa todo eso? ¿Qué pretende decirnos? -preguntó Ismael.

– Cuanto tenía que deciros os lo he dicho ya. Debéis salir de aquí. Tarde o temprano volverá, y esta vez yo no podré hacer nada por protegeros.

– Pero ¿quién volverá?

– Lo has visto con tus propios ojos.

En ese momento, un estruendo lejano se oyó en algún lugar de la casa. Aproximándose. Irene tragó saliva y miró a Ismael. Pisadas. Una tras otra, estallando como disparos, cada vez más cerca. Lazarus sonrió débilmente.

– Ahí viene -anunció-. No os queda mucho tiempo.

– ¿Dónde está mi madre? ¿Adónde la ha llevado? -exigió la muchacha.

– No lo sé, pero aunque lo supiera, de nada serviría.

– Usted construyó esa máquina con su rostro… -acusó Ismael.

– Creí que le bastaría con eso, pero quería más.

La quería a ella.

Las pisadas infernales se oyeron entonces detrás de la puerta, enfilando el corredor.

– Al otro lado de esa puerta -explicó Lazarus- hay una galería que conduce a la escalera principal. Si os queda una gota de sentido común, corred hasta allí y alejaos de esta casa para siempre.

– No iremos a ninguna parte -dijo Ismael-. No sin Simone.

La puerta por la que habían entrado sufrió una fuerte sacudida. Un instante después, una lámina negra se esparció bajo el umbral de la entrada. -Salgamos -urgió Ismael.

La sombra rodeó el farol y resquebrajó el cristal.

Con una bocanada de aire helado, la llama se extinguió. Desde la oscuridad, Lazarus contempló cómo los muchachos escapaban por la otra salida. Junto a él, se alzaba una silueta negra e insondable.

– Déjalos en paz -murmuró-o Son sólo dos chicos. Déjalos marchar. Tómame a mí de una vez. ¿No es eso lo que buscas?

La sombra sonrió.

La galería en la que se encontraban cruzaba el eje central de Cravenmoore. Irene reconoció aquel enclave de corredores y guió a Ismael hasta la base de la cúpula. Las nubes en tránsito podían verse a través de las vidrieras, grandes gigantes de algodón negro que surcaban el cielo. La linterna, una suerte de émbolo que coronaba la cúspide de la cúpula, desprendía un hipnótico halo de reflejos caleidoscópicos.

– Por aquí -indicó la chica.

– Por aquí, ¿adónde? -preguntó Ismael nerviosamente.

– Creo que sé dónde la tiene.

Él echó un vistazo a su espalda. El corredor permanecía a oscuras, sin señal aparente de movimiento, aunque el muchacho comprendió que la sombra podía estar avanzando en aquella dirección sin que pudieran advertido.

– Espero que sepas lo que estás haciendo -dijo, ansioso por alejarse de allí cuanto antes.

– Sígueme.

Irene enfiló una de las alas que se extendía en la penumbra e Ismael la siguió. Lentamente, la claridad de la linterna se fue adormeciendo y las siluetas de las criaturas mecánicas que poblaban ambos flancos se convirtieron apenas en perfiles oscilantes. Las voces, las risas y el martilleo de los cientos de mecanismos ahogaban el sonido de sus pasos. El chico volvió la vista atrás de nuevo, escrutando la boca de aquel túnel en el que se estaban aventurando. Una bocanada de aire frío penetró en la galería. Mirando a su alrededor, Ismael reconoció las cortinas de gasa ondeando al frente, grabadas con aquella inicial que se mecía lentamente.

A

– Estoy segura de que la tiene ahí -dijo Irene. Más allá de los cortinajes, la puerta de madera labrada se alzaba cerrada en el extremo del corredor.

Una nueva bocanada de aire frío los envolvió, agitando los visillos.

Ismael se detuvo y clavó la mirada en la negrura. El muchacho, tenso como un cable de acero, trataba de dilucidar entre la penumbra.

– ¿Qué pasa? -preguntó Irene, advirtiendo el desconcierto que se había apoderado de él.

El chico despegó los labios para responder, pero se detuvo. Ella observó el corredor tras ellos. Un simple punto de luz en el extremo del túnel. El resto, tinieblas.

– Está ahí -dijo el muchacho-. observándonos.

Irene se aferró a él. -¿No lo sientes?

– No nos detengamos aquí, Ismael.

Él asintió, pero su pensamiento estaba en otro lugar. Irene tomó su mano y lo condujo hasta la puerta de la habitación. El chico no apartó los ojos del corredor a su espalda en todo el trayecto. Finalmente, cuando ella se detuvo frente a la entrada, ambos intercambiaron una mirada. Sin mediar palabra, Ismael posó la mano sobre el pomo y lo hizo girar lentamente. La cerradura cedió con un débil chasquido metálico y el propio peso de la gruesa lámina de madera hizo que la puerta se desplazase hacia adentro, girando sobre los goznes.

Una bruma teñida de azul evanescente velaba la habitación, apenas interrumpida por los destellos escarlatas que emanaban del fuego.

Irene avanzó unos pasos hacia el interior de la estancia. Todo estaba como lo recordaba. El gran retrato de Alma Maltisse brillaba sobre el hogar y sus reflejos se esparcían por la densa atmósfera de la cámara, insinuando los contornos de las cortinas de seda transparente que rodeaban el palanquín del lecho. Ismael cerró cuidadosamente la puerta tras ellos y siguió a Irene.

El brazo de la muchacha lo detuvo. Señaló una butaca orientada frente al fuego, de espaldas a ellos. De uno de los brazos pendía una mano pálida, caída sobre el suelo como una flor marchita.