La sombra alzó una garra, dispuesta a atacar a su dueño. Lazarus introdujo la mano en su chaqueta y extrajo un objeto brillante. Un revólver.
La risa de la sombra reverberó en la estancia como el aullido de una hiena.
Lazarus apretó el gatillo. Ismael lo miró, sin comprender. Entonces, el fabricante de juguetes le sonrió débilmente y el revólver cayó de sus manos. Una mancha oscura se esparcía sobre su pecho. Sangre.
La sombra dejó escapar un alarido que estremeció toda la mansión. Un alarido de terror.
– ¡Oh Dios… -gimió Irene.
Ismael corrió a socorrerlo, pero Lazarus alzó una mano para detenerlo.
– No. Dejadme con ella. Y marchaos de aquí… -murmuró, dejando escapar un hilo de sangre por la comisura de los labios.
Ismael lo sostuvo en sus brazos y lo acercó al lecho. Al hacerlo, la visión de un rostro pálido y triste le golpeó como una puñalada. Ismael contempló a Alma Maltisse cara a cara. Sus ojos llorosos lo miraron fijamente, perdidos en un sueño del que nunca podría despertar.
Una máquina.
Durante todos esos años, Lazarus había vivido con una máquina para mantener el recuerdo de su esposa, el recuerdo que la sombra le había arrebatado.
Ismael, paralizado, dio un paso atrás. Lazarus lo miró, suplicante.
– Déjame solo con ella, por favor.
– Pero… no es más que… -empezó Ismael.
– Ella es todo lo que tengo…
El chico comprendió entonces por qué nunca se encontró el cuerpo de aquella mujer ahogada en el islote del faro. Lazarus lo había rescatado de las aguas y le había devuelto la vida, una vida inexistente, mecánica. Incapaz de afrontar la soledad y la pérdida de su esposa, había creado un fantasma a partir de su cuerpo, un triste reflejo con el que había convivido durante veinte años. Y mirando sus ojos agonizantes, Ismael supo también que, en el fondo de su corazón, de algún modo que no acertaba a comprender, Alexandra Alma Maltisse seguía viva.
El fabricante de juguetes le dirigió una última mirada llena de dolor. El muchacho asintió lentamente y volvió junto a Irene. Ella advirtió su rostro blanco, como si hubiera visto a la propia muerte.
– ¿Que…?
– Salgamos de aquí. Pronto -apremió Ismael.
– Pero…
– ¡He dicho que salgamos de aquí!
Juntos arrastraron a Simone hasta el corredor. La puerta se cerró a sus espaldas con fuerza, sellando a Lazarus en la habitación. Irene e Ismael corrieron, como pudieron, a través del pasillo hacia la escalinata principal, tratando de ignorar los aullidos inhumanos que se oían al otro lado de aquella puerta. Era la voz de la sombra.
Lazarus Jann se incorporó del lecho y, tambaleándose, se enfrentó a la sombra. El espectro le dirigió una mirada desesperada. Aquel diminuto orificio que la bala había practicado estaba creciendo, y la devoraba también a ella a cada segundo. La sombra saltó de nuevo para refugiarse en el cuadro, pero esta vez Lazarus cogió un madero encendido y dejó que las llamas prendiesen el óleo.
El fuego se esparció sobre la pintura como las ondas en un estanque. La sombra aulló y, en las tinieblas de la biblioteca, las páginas de aquel libro negro empezaron a sangrar hasta prender en llamas.
Lazarus se arrastró de nuevo hasta el lecho, pero la sombra, henchida de ira y devorada por las llamas, se lanzó tras él, dejando un rastro de fuego a su paso. Las cortinas del palanquín prendieron y las lenguas ardientes se esparcieron por el techo y el suelo, devorando con rabia cuanto encontraban. En apenas unos segundos, un infierno asfixiante se extendió por la habitación.
Las llamas asomaron por una de las ventanas y el fuego hizo saltar por los aires los pocos cristales que quedaban intactos, succionando el aire nocturno con fuerza insaciable. La puerta de la cámara salió despedida en llamas hacia el corredor y, lenta pero inexorablemente, el fuego, como una plaga, fue apoderándose de toda la mansión.
Caminando entre las llamas, Lazarus extrajo el frasco de cristal que había albergado a la sombra durante años y lo alzó en sus manos. Con un alarido desesperado, la sombra penetró en él. Las paredes de cristal se astillaron en una telaraña de hielo. Lazarus tapó el frasco y, contemplándolo por última vez, lo arrojó al fuego. El frasco estalló en mil pedazos; como el aliento moribundo de una maldición, la sombra se extinguió para siempre. Y con ella, el fabricante de juguetes sintió cómo la vida se le escapaba lentamente por aquella herida fatal.
Cuando Irene e Ismael emergieron por la puerta principal llevando a Simone inconsciente en brazos, las llamas asomaban ya por los ventanales del tercer piso. En apenas unos segundos, las vidrieras fueron estallando una a una, despidiendo una tormenta de cristal ardiente sobre el jardín. Los muchachos corrieron hasta el umbral del bosque y sólo cuando estuvieron al amparo de los árboles se detuvieron a mirar atrás.
Cravenmoore ardía.
13. LAS LUCES DE SEPTIEMBRE
Una a una, las criaturas maravillosas que habían poblado el universo de Lazarus Jann fueron despedazadas por las llamas aquella noche de 1937. Relojes parlantes vieron sus agujas doblegarse en filamentos de plomo candente. Bailarinas y orquestas, magos, brujas y ajedrecistas, prodigios que nunca habrían de ver la luz de otro día…; no hubo piedad para ninguno de ellos. Planta a planta, habitación por habitación, el espíritu de la destrucción borró para siempre cuanto contenía aquel lugar mágico y terrible.
Décadas de fantasía se evaporaron, dejando apenas un rastro de cenizas tras de sí. En algún lugar de aquel infierno, sin más testigos que las llamas, se consumieron las fotografías y los recortes que atesoraba Lazarus Jann, y mientras los coches de la policía llegaban al pie de aquella pira fantasmagórica que encendió el alba a medianoche, los ojos de aquel niño atormentado se cerraron para siempre en una habitación en la que nunca hubo juguetes y nunca los habría.
Nunca en su vida Ismael podría olvidar aquellos últimos momentos de Lazarus y su compañera. Lo último que había podido ver había sido cómo Lazarus la besaba en la frente. Se juró entonces que guardaría su secreto hasta el fin de sus días.
Las primeras luces del día habrían de revelar una nube de cenizas que cabalgaba hacia el horizonte sobre la bahía púrpura. Lentamente, mientras el alba esparcía las brumas sobre la Playa del Inglés, las ruinas de Cravenmoore se dibujaron sobre las copas de los árboles, más allá del bosque. El rastro de espirales evanescentes de humo mortecino ascendía hacia el cielo, dibujando caminos de terciopelo negro sobre las nubes, caminos apenas quebrados por las bandadas de pájaros que volaban hacia el oeste.
El telón de la noche se resistía a retirarse, y la neblina cobriza que enmascaraba el islote del faro en la distancia se fue descomponiendo en un espejismo de alas blancas que alzaba el vuelo a la brisa del amanecer.
Sentados sobre el manto de arena blanca, a medio camino a ninguna parte, Irene e Ismael contemplaban los últimos minutos de aquella larga noche del verano de 1937. En silencio, unieron sus manos y dejaron que los primeros reflejos rosados del sol que rompían entre las nubes trazasen una senda de perlas encendidas mar adentro. La torre del faro se irguió entre la niebla, oscura y solitaria. Una débil sonrisa afloró a los labios de Irene al comprender que, de algún modo, aquellas luces que los lugareños habían contemplado brillando en la neblina se apagarían ahora para siempre. Las luces de septiembre se habían marchado con el alba.
Ya nada, ni siquiera el recuerdo de los sucesos de aquel verano, podría retener el alma perdida de Alma Maltisse suspendida en el tiempo. Mientras estos pensamientos se perdían en la marea, Irene miró a Ismael. El amago de una lágrima asomó a sus ojos, pero la chica supo que no la derramaría jamás.
– Volvamos a casa -dijo él.
Irene asintió y juntos rehicieron sus pasos por la orilla, hacia la Casa del Cabo. Mientras lo hacían, un solo pensamiento cruzó la mente de la muchacha. En un mundo de luces y sombras, todos, cada uno de nosotros, debía encontrar su propio camino.