Por ello, cada vez que Simone acudía al pueblo a recoger el correo y los envíos de Lazarus, se dejaba caer por la panadería y tomaba conocimiento del pasado, el presente y el futuro. Las damas de Bahía Azul la acogieron de buen grado, y no tardaron en bombardeada con preguntas acerca de su misterioso patrón. Lazarus llevaba una vida retirada y raramente se dejaba ver por Bahía Azul. Esto, junto con el torrente de libros que recibía todas las semanas, lo convertía en un foco de misterios sin fin.
– Imagínese usted, amiga Simone -le confió en una ocasión Pascale Lelouch, la esposa del boticario-, un hombre solo, bueno, prácticamente solo…, en esa casa, con todos esos libros…
Simone acostumbraba a asentir sonriendo ante semejantes despliegues de sagacidad, sin soltar prenda. Como su difunto marido había dicho en una ocasión, no valía la pena perder el tiempo en intentar cambiar el mundo; bastaba con evitar que el mundo lo cambiase a uno.
Estaba también aprendiendo a respetar las extravagantes demandas de Lazarus respecto a su correspondencia. El correo personal debía ser abierto al día siguiente de su recepción y contestado con prontitud. El correo comercial u oficial debía ser abierto en el mismo día en que era recibido, pero nunca debía dársele respuesta antes de una semana. Y, por encima de todo, cualquier envío procedente de Berlín bajo el nombre de un tal Daniel Hoffmann debía serle entregado en persona y jamás, bajo ningún concepto, abierto por ella. El porqué de todos estos detalles no era de su incumbencia, concluyó Simone. Había descubierto que le gustaba vivir en aquel lugar y que le parecía un ambiente razonablemente saludable para que sus hijos creciesen lejos de París. Qué día se abriesen las cartas le resultaba absoluta y gloriosamente indiferente.
Por su parte, Dorian averiguó que incluso su dedicación semiprofesional a la cartografía le dejaba tiempo para hacer algunos amigos entre los muchachos del pueblo. A nadie parecía importarle si su familia era nueva o no; o si era un buen nadador o no (no lo era, inicialmente, pero sus nuevos colegas se encargaron de enseñarle a mantenerse a flote). Aprendió que la petanca era una ocupación para ciudadanos rumbo a la jubilación y que el perseguir a las chicas era tarea de quinceañeros petulantes y devorados por fiebres hormonales que atacaban el cutis y el sentido común. A su edad, aparentemente, lo que uno hacía era corretear en bicicleta, fantasear y observar el mundo, a la espera de que el mundo empezase a observarlo a uno. Y los domingos por la tarde, cine. Fue así como Dorian descubrió un nuevo amor inconfesable a cuyo lado la cartografía palidecía como una ciencia de pergaminos apolillados: Greta Garbo. Una criatura divina, cuya mención en la mesa a la hora de comer bastaba para quitarle el apetito, pese a que en el fondo era una anciana de… treinta años.
Mientras Dorian se debatía en la duda de si su fascinación por una mujer al borde de la vejez podía presentar visos de perversidad, Irene era quien, más que ninguno de ellos, recibía el impacto frontal de Hannah en toda su envergadura. La lista de jóvenes sin compromiso y de compañía deseable estaba en el orden del día. La idea de Hannah era que, si pasados quince días en el pueblo Irene no empezaba a coquetear con alguno de ellos lánguidamente, los muchachos comenzarían a tomarla por un bicho raro. La propia Hannah era la primera en admitir que, aunque en el capítulo de bíceps el cartel de figuras cumplía un aprobado digno, en lo referente al cerebro el reparto divino había sido escaso y estrictamente funcional. Pretendientes y moscones, en cualquier caso, no le faltaban, lo cual provocaba la sana envidia de su amiga.
– Hija mía, si yo tuviera el mismo éxito que tú, a estas alturas ya sería Mata – Hari -solía decir Hannah.
Irene, dirigiendo una mirada a la jauría de encontradizos, sonreía tímidamente.
– No estoy segura de que me apetezca… Parecen un poco tontos…
– ¿Tontos? -estallaba Hannah ante aquel derroche de oportunidades-o ¡Si quieres oír algo interesante, vete al cine o coge un libro!
– Lo pensaré -reía Irene.
Hannah sacudía la cabeza.
– Acabarás como mi primo Ismael -sentenciaba entonces.
Ismael era su primo, tenía dieciséis años y, tal como había contado Hannah, se había criado con su familia a la muerte de sus padres. Trabajaba como marinero en el barco de su tío, pero sus verdaderas pasiones parecían ser la soledad y su velero, un esquife que había construido con sus propias manos y al que había bautizado con un nombre que Hannah jamás conseguía recordar.
– Algo griego, creo. ¡ Ufffl
– ¿ y dónde está ahora? -preguntó Irene.
– En el mar. Los meses de verano son buenos para los pescadores que se enrolan en expediciones en alta mar. Papá y él están en el Estelle. No vuelven hasta agosto -explicó Hannah.
– Debe de ser triste. Tener que pasar tanto tiempo en el mar, separados…
Hannah se encogió de hombros. -Hay que ganarse la vida…
– No te gusta mucho trabajar en Cravenmoore, ¿verdad? -insinuó Irene.
Su amiga la observó con cierta sorpresa.
– No es asunto mío…, claro -rectificó Irene.
– No me molesta la pregunta -dijo Hannah sonriendo. La verdad es que no me gusta demasiado, no.
– ¿Por Lazarus?
– No. Lazarus es amable y ha sido muy bueno con nosotros. Cuando papá tuvo el accidente de las hélices, hace años, fue él quien pagó toda la operación. Si no fuese por Lazarus…
– ¿Entonces?…
– No sé. Es ese lugar. Las máquinas… Está lleno de máquinas que te miran en todo momento. -Son sólo juguetes.
– Prueba a dormir una noche allí. A la que cierras los ojos, tic-tac, tic- tac…
Ambas se miraron.
– ¿Tic-tac, tic-tac…? -repitió Irene. Hannah le dedicó una sonrisa sarcástica.
– Yo seré una cobardica, pero tú vas camino de ser una solterona.
– Me encantan las solteronas -replicó Irene.
De este modo, casi sin advertido, un día tras otro desfiló por el calendario y, antes de que pudiesen darse cuenta, agosto entró por la puerta. Con él, llegaron también las primeras lluvias del verano, tormentas pasajeras que apenas duraban un par de horas. Simone, ocupada en sus nuevos quehaceres. Irene, acostumbrándose a la vida con Hannah. Y Dorian, para qué hablar, aprendiendo a bucear mientras trazaba mapas imaginarios de la geografía secreta de Greta Garbo.
Un día cualquiera, uno de esos días de agosto en que la lluvia de la noche anterior había esculpido en las nubes castillos de algodón sobre una lámina de azul resplandeciente, Hannah e Irene decidieron ir a dar un paseo por la Playa del Inglés. Se cumplía un mes y medio de la llegada de los Sauvelle a Bahía Azul. Y cuando parecía que ya no había lugar para las sorpresas, éstas estaban todavía por empezar.
La luz del mediodía desvelaba un rastro de pisadas a lo largo de la línea de la marea, muescas en una lámina blanca; sobre el mar, los mástiles lejanos del puerto parpadeaban como espejismos.
En medio de una blanca inmensidad de arena fina como el polvo, Irene y Hannah descansaban sobre los restos de un antiguo bote varado en la orilla, rodeadas por una bandada de pequeños pájaros azules que parecían anidar ente las dunas níveas de la playa.