El carácter es definido básicamente por los ojos y la boca. Ahí se centraba el poder de Vornan. Sus labios eran delgados, su boca resultaba un poco demasiado ancha, sus dientes eran impecables y su sonrisa deslumbrante. Usaba esa sonrisa en destellos parecidos a los de un faro, irradiando una inmensa calidez y preocupación, y la desconectaba con idéntica celeridad, de tal forma que la boca se convertía en una nulidad y el centro de atención se desplazaba a los ojos, gélidos y penetrantes. Ésos eran los dos aspectos más conspicuos de la personalidad de Vornan: la capacidad instantánea de pedir y conseguir amor, representada por el irresistible llamear de su sonrisa; y la veloz retirada a una altivez solitaria y calculadora, representada por el brillo de altanería que había en sus ojos. Charlatán o no, estaba claro que era un hombre extraordinario, y pese a mi desprecio por aquel tipo de charadas, me sentí impulsado a verle en acción. La versión simulada del visitante que se había mostrado antes bajo el interrogatorio de los burócratas había tenido los mismos rasgos, pero le faltaba el poder. El primer instante en que se veía al Vornan vivo transmitía un magnetismo inmediato, que estaba ausente en el zombie creado por ordenador.
La cámara se demoró en él durante quizá treinta segundos, lo suficiente como para registrar su curiosa habilidad para exigir la atención; después recorrió la habitación, mostrando a los periodistas. Por apartado que me halle de estos héroes de la pantalla, reconocí como mínimo a media docena de ellos; y el hecho de que Vornan hubiera sido considerado digno de merecer el tiempo de aquellos reporteros -que eran estrellas mundiales- resultaba importante en sí mismo, un testimonio del efecto que ya había tenido sobre el mundo mientras Jack, Shirley y yo ganduleábamos en el desierto. La cámara siguió su giro, revelando todos los trucos de nuestra era de artefactos: la fuente energética de los instrumentos de grabación, el hocico mate de la entrada de datos del ordenador, la grúa de la cual colgaba el equipo de sonido, la parrilla de sensores de profundidad que impedían que se perdieran las tres dimensiones de la retransmisión televisiva y el pequeño láser de cesio que servía como foco. Normalmente todos estos ingenios se mantienen cuidadosamente ocultos, aunque en este programa se los había hecho pasar a un aparatoso primer plano, como si fueran utensilios con los cuales demostrar que los hombres del medioevo también sabían una o dos cosas.
La conferencia de prensa empezó con una voz que hablaba en los tonos secos y precisos de Londres.
—Señor Vornan, ¿tendría la bondad de repetir lo que ha dicho respecto a su presencia aquí?
—Ciertamente. He venido a través del tiempo para comprender mejor los procesos vitales del primer hombre tecnológico. Mi punto de partida fue el año 2999, según sus sistemas de conteo. Me propongo visitar los centros de su civilización y llevarme de regreso toda una serie de datos con los que deleitar e instruir a mis contemporáneos.
Hablaba con fluidez y sin ninguna vacilación detectable. Su inglés carecía de todo acento; era el inglés que he oído hablar a los ordenadores, un lenguaje construido a partir de fonemas castos y aislados y al que, por ello, le falta toda coloración regional. La calidad robótica de su timbre y su vocalización transmitían claramente la idea de que este hombre hablaba un lenguaje que había aprendido in vacuo, de alguna especie de máquina instructora; pero, por supuesto, un finlandés, un vasco o un uzbeko del siglo veinte que hubieran aprendido inglés mediante cintas habrían sonado en forma muy parecida. En cuanto a la voz de Vornan propiamente dicha, era flexible y bien modulada, agradable al oído.
—¿Cómo es que habla usted inglés? —dijo uno de los periodistas.
—Parecía ser el lenguaje medieval que más útil me resultaría aprender.
—¿No se habla en su tiempo?
—Sólo en una forma muy alterada.
—Háblenos un poco del mundo del futuro.
Vornan sonrió —el encanto de nuevo—, y con voz llena de paciencia, dijo:
—¿Qué le gustaría saber?
—La población.
—No estoy seguro. Varios miles de millones, por lo menos.
—¿Todavía no han llegado a las estrellas?
—Oh, sí, por supuesto.
—¿Cuánto tiempo vive la gente en el año 2999?
—Hasta que se mueren —respondió Vornan con afabilidad—. Es decir, hasta que escogen morir.
—¿Y si no escogen morir?
—Supongo que entonces seguirán viviendo. Realmente, no estoy seguro.
—¿Cuáles son las naciones más poderosas del año 2999?
—No tenemos naciones. Tenemos la Centralidad, y después están las comunidades descentralizadas. Eso es todo.
—¿Qué es la Centralidad?
—Una asociación voluntaria de ciudadanos en un área determinada. Una ciudad, en cierto sentido, pero algo más que una ciudad.
—¿Dónde se encuentra?
Vornan-19 frunció delicadamente el ceño.
—En uno de los continentes principales. He olvidado sus nombres para los continentes.
Jack alzó los ojos hacia mí.
—¿La quito? Está claro que es un fraude. ¡Ni tan siquiera es capaz de resultar convincente en los detalles!
—No, déjala —dijo Shirley.
Parecía estar en trance. Jack volvió a tensarse y yo me apresuré a hablar:
—Sí, veamos un poco más. Es divertido.
—¿…sólo una ciudad, entonces?
—Sí —contestó Vornan—. Compuesta por aquellos que valoran la vida comunal. No existe ninguna necesidad económica para que nos agrupemos, compréndanlo. Cada uno es del todo autosuficiente. Lo que me fascina es la necesidad que tienen ustedes de andar tropezándose continuamente unos con otros. Este asunto del dinero, por ejemplo. Sin él un hombre se muere de hambre, o va desnudo. ¿Tengo razón? Les faltan medios independientes de producción. ¿Estoy en lo correcto al creer que la conversión de energía todavía no es un hecho?
—Depende de a qué se refiera usted al decir conversión de energía —dijo una áspera voz norteamericana—. La humanidad ha tenido medios de conseguir energía desde que se encendieron los primeros fuegos.
—Quiero decir, una conversión de energía eficiente —explicó Vornan, pareciendo algo turbado—. El pleno uso del poder almacenado dentro de un solo… eh, un solo átomo. ¿Les falta esto?
Miré de soslayo a Jack. Estaba agarrando su neumosillón presa de una angustia repentina, y sus rasgos se hallaban distorsionados por la tensión. Aparté nuevamente la mirada pensando que me había entrometido en algo terriblemente privado, y me di cuenta de que una pregunta que tenía una década de vejez acababa de ser respondida, al menos en parte.
Cuando fui capaz de concentrar nuevamente mi atención en la pantalla, Vornan ya no estaba hablando sobre la conversión energética.
—…una gira por el mundo. Deseo probar toda la gama de experiencias disponible en esta era. Y empezaré en los Estados Unidos de América.
—¿Porqué?
—Es mejor ver los procesos de la decadencia en movimiento. Cuando se visita una cultura que se derrumba, es mejor explorar primero a su componente más poderoso. Mi impresión es que el caos que caerá sobre ustedes irradiará hacia el exterior desde los Estados Unidos y, por lo tanto, deseo buscar allí los síntomas en primer lugar.