Dijo esto con una especie de apagada impersonalidad, como si el que nuestra sociedad se estuviera derrumbando resultara algo evidente por sí mismo y no fuera posible ofender a nadie hablando de algo tan obvio. Después conectó su sonrisa el tiempo suficiente para dejar aturdido a su público y lograr que ignorase el presagio tenebroso que había escondido en sus palabras.
La conferencia de prensa siguió desarrollándose hasta llegar a un final nada espectacular. Las preguntas sobre el mundo de Vornan y el método por el cual había llegado a nuestro tiempo fueron contestadas con generalidades tan vagas, que daba la clara impresión de estar burlando a sus interrogadores. De vez en cuando dejaba suponer que quizá diera más detalles sobre algún punto en otro momento; en la mayoría de sus respuestas afirmaba, sencillamente, no saber nada al respecto. Se mostró particularmente evasivo con todos los esfuerzos que se hicieron por sacarle una descripción precisa de los acontecimientos mundiales en nuestro futuro inmediato. Saqué la impresión de que nuestros logros no le merecían un gran respeto, y que estaba un poco sorprendido al descubrir que teníamos electricidad, energía atómica y viajes espaciales en tan temprana etapa del flujo histórico. No hizo intento alguno de ocultar su desdén, pero lo raro es que su altivez no llegaba a resultar irritante. Y cuando el editor de un facboletín canadiense dijo: «¿Qué parte de todo esto espera usted que nos creamos?», él le respondió muy amablemente, «Oh, es usted libre de no creer nada. A mí tanto me da».
Cuando el programa hubo terminado, Shirley se volvió hacia mí y dijo:
—Ahora ya has visto al fabuloso hombre del mañana, Leo. ¿Qué piensas de él?
—Me divierte.
—¿Convencido?
—No seas ridícula. Todo esto es sólo un truco publicitario muy inteligente, que le está funcionando magníficamente a quien sea. Pero hay que concederle algo a ese diablo: tiene encanto.
—Desde luego que lo tiene —dijo Shirley. Miró a su esposo—. Jack, querido, ¿te importaría mucho que me las arreglara para acostarme con él cuando venga a los Estados Unidos? Estoy segura de que en los próximos mil años habrán inventado unas cuantas cosillas en el campo del sexo, y quizá pueda enseñarme algo.
—Muy graciosa —dijo Jack.
Su rostro estaba oscurecido por la rabia. Al darse cuenta de ello, Shirley retrocedió. Me sorprendió que reaccionara de aquella forma tan excesiva ante la inocente sugerencia lujuriosa hecha por ella. Tenía la seguridad de que su matrimonio era lo bastante firme como para que Shirley pudiera jugar a la infidelidad sin irritarle. Y entonces se me ocurrió pensar que no estaba reaccionando a lo dicho por ella sobre acostarse con Vornan, sino que seguía preso de su angustia anterior. Aquellas palabras sobre la conversión total de la energía… un mundo descentralizado en el que cada hombre era autosufíciente como unidad económica…
—¿Os importa? —dijo, y salió de la habitación.
Shirley y yo intercambiamos miradas de inquietud. Ella se mordió el labio, dio unos cuantos tirones de su cabello y, en voz baja y suave, dijo:
—Lo siento, Leo. Sé lo que le tortura, pero no puedo revelártelo.
—Creo que me lo imagino.
—Sí, probablemente tú eres la única persona capaz de imaginárselo.
Desconectó el circuito que opacaba la ventana. Vi a Jack en el solario, agarrado a la barandilla, el cuerpo echado hacia adelante, medio encogido, contemplando el desierto sumido en la oscuridad. Sobre las cimas de las montañas brilló el zigzag del rayo, al oeste, y después nos llegó la furia instantánea de un temporal de invierno. Cortinas de agua fluyeron como cascadas por el panel de vidrio. Jack siguió allí, más una estatua que un hombre, y dejó que la tormenta descargara su fuerza sobre él. Sentí bajo mis pies el ronroneo del sistema vital de la casa, a medida que las bombas de almacenamiento absorbían el agua en las cisternas para su uso posterior.
Shirley vino hacia mí y me puso la mano en el brazo.
—Tengo miedo —murmuró—. Leo, tengo miedo.
CUATRO
—Acompáñame al desierto —dijo Jack—. Me gustaría hablar contigo.
Habían pasado dos días desde que la televisión transmitió la conferencia de prensa de Vornan-19. No habíamos vuelto a conectar la pantalla mural, y la tensión había ido desapareciendo de la casa. Estaba planeando volver a Irvine al día siguiente; mi trabajo me llamaba y también tenía la sensación de que debía dejar a Shirley y Jack a solas, mientras trataban con los abismos que se estaban abriendo en sus vidas, fueran los que fuesen. Jack había hablado muy poco durante esos dos últimos días; daba la impresión de estar haciendo un esfuerzo consciente para ocultar el dolor que había sentido aquella noche. Su invitación me sorprendió y me hizo sentir complacido.
—¿Vendrá Shirley? —pregunté.
—No le hace falta. Sólo nosotros dos.
La dejamos tomando un baño de sol bajo la claridad del mediodía, los ojos cerrados, su flexible cuerpo tendido de espaldas, su belleza desnuda bajo la caricia del sol. Jack y yo caminamos más de dos kilómetros desde la casa, tomando un sendero que raramente utilizábamos. La arena seguía mostrando las huellas del fuerte temporal, y la achaparrada vegetación estaba brotando con un violento verdor.
Jack se detuvo en un sitio donde tres grandes monolitos incrustados de mica formaban una especie de Stonehenge natural, y se puso en cuclillas ante uno de los peñascos para tirar de un matorral de salvia que crecía junto a su base. Cuando hubo logrado arrancar la infortunada planta, la arrojó a un lado y dijo:
—Leo, ¿te has preguntado alguna vez por qué dejé la Universidad?
—Ya sabes que sí.
—¿Cuál fue la historia que te conté?
—Que te habías metido en un callejón sin salida con tu trabajo —dije—. Que estabas harto de él, que habías perdido la fe en ti mismo y en la física, que sólo querías retirarte a tu nido de amor con Shirley y quedarte ahí a escribir y meditar.
Asintió.
—Eso era mentira.
—Lo sospeché.
—Bueno, parcialmente mentira. Quería venir aquí y vivir separado del mundo, Leo. Pero lo de encontrarme en un callejón sin salida… eso no era cierto. Mi problema era todo lo contrario. No me encontraba en un callejón sin salida. Bien sabe Dios que lo deseaba. Pero veía con toda claridad el camino hacia la culminación de mi tesis. Las respuestas estaban ahí, Leo. Todas las respuestas.
Algo se agitó en mi mejilla izquierda.
—¿Y pudiste detenerte, sabiendo que todo estaba a tu alcance?
—Sí.
Hurgó con el pie en la base del peñasco, se arrodilló, cogió un puñado de arena y la dejó escurrirse entre sus dedos. Tenía el rostro ladeado, sin mirarme. Y, finalmente, dijo:
—Me pregunto si fue un acto de grandeza moral, o simplemente de cobardía… ¿Qué piensas de eso, Leo?
—Dímelo tú.
—¿Sabes hacia dónde estaba yendo mi trabajo?
—Creo que lo supe antes que tú —dije—. Pero no debía indicártelo. Debía permitir que fueras tú quien tomase todas las decisiones. No me indicaste ni una sola vez que fueras consciente de las consecuencias finales de tu trabajo, Jack. Por lo que yo podía ver, creías estar tratando con las fuerzas de conexión atómica en el vacío de una teoría.
—Bien, así era. Durante el primer año y medio.
—¿Y después?
—Conocí a Shirley, ¿recuerdas? Ella no sabía gran cosa de física. Historia y sociología, ésos eran sus campos. Le describí mi trabajo. No lo comprendió, así que lo puse en términos más sencillos y luego en términos todavía más sencillos. Para mí era una buena disciplina el verbalizar lo que en realidad no había sido más que un montón de ecuaciones. Y finalmente le dije que lo que estaba haciendo era descubrir lo que mantiene juntos interiormente a los átomos. Y ella me dijo: «¿Significa eso que seremos capaces de separarlos sin hacer explotar las cosas?». «Sí», dije yo. «Vaya, supongo que entonces podríamos tomar cualquier átomo y liberar la suficiente energía como para mantener una casa con él». Shirley me miró de forma extraña y dijo: «Eso sería el fin de toda nuestra estructura económica, ¿no?».