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—¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte? —dije en voz baja.

—Sí lo hay, Leo. Una cosa.

—Lo que sea.

—Encuentra alguna forma de conocer personalmente a Vornan-19. Eres una figura científica importante. Puedes tirar de los hilos adecuados. Habla con él. Descubre si es realmente un falsario.

—Por supuesto que lo es.

—Descúbrelo, Leo.

—¿Y si es realmente lo que dice ser?

Los ojos de Jack llamearon con una inquietante intensidad.

—Entonces, hazle preguntas sobre su época. Haz que te cuente más sobre todo eso de la energía atómica. Haz que te diga cuándo fue inventada… y por quién. Quizá no surgió hasta dentro de quinientos años… Un redescubrimiento independiente, algo sin ninguna relación con mi trabajo. Sácale la verdad, Leo. Tengo que saberlo.

¿Qué podía decir?

¿Podía decirle acaso: «Jack, estás chiflado»? ¿Podía suplicarle que se sometiera a una terapia mental? ¿Podía ofrecerle un rápido diagnóstico de paranoia, como sicólogo aficionado? Sí, y perder para siempre a mi amigo más querido. Pero convertirme en un compañero de psicosis interrogando solemnemente a Vornan-19 me resultaba muy desagradable. Dando por supuesto que pudiera conseguir acceso a él, suponiendo que hubiera algún modo de conseguir una audiencia individual, no sentía el menor deseo de mancharme tratando con ese embustero, aunque sólo fuera por un instante, como si sus pretensiones debieran ser tomadas seriamente.

Podía engañar a Jack. Podía inventarme una conversación tranquilizadora con aquel hombre. Pero eso era una traición. Los oscuros y atormentados ojos de Jack suplicaban una ayuda honesta y sincera. Le seguiré la corriente, pensé.

—Haré lo que pueda —prometí.

Su mano estrechó la mía. Volvimos en silencio a la casa.

A la mañana siguiente, mientras hacía el equipaje, Shirley vino a mi habitación. Llevaba un traje ceñido de color perla iridiscente que realzaba milagrosamente los contornos de su cuerpo. Yo me había acabado acostumbrando a su desnudez casi sin darme cuenta, y eso me recordó de nuevo que era hermosa, y que en mi amor de «tío» hacia ella iba incorporada una pepita de reprimida pero indestructible lujuria.

—¿Qué llegó a contarte ayer cuando os fuisteis? —dijo.

—Todo.

—¿Lo del manuscrito? ¿Aquello a lo cual teme?

—Sí.

—¿Puedes ayudarle, Leo?

—No lo sé. Quiere que consiga llegar hasta el hombre del año 2999 y que compruebe si cuanto dice es verdad. Puede que eso no resulte fácil. Y probablemente no servirá de mucho ni aunque pueda hacerlo.

—Está muy trastornado, Leo. Estoy preocupada por él. Parece tan saludable visto por fuera y, sin embargo, todo esto le ha estado consumiendo año tras año. Ha perdido todo sentido de la perspectiva.

—¿Has pensado en conseguir ayuda profesional para él?

—No me atrevo —murmuró—. Es lo único que no puedo ni tan siquiera sugerir. Ésta es la gran crisis moral de su vida, y tengo que encararla de esa forma. No puedo sugerir que es una enfermedad. Al menos, todavía no. Quizá si volvieras aquí siendo capaz de convencerle de que este hombre es un fraude, tal cosa podría ayudar a Jack para que empezara a liberarse de su obsesión. ¿Lo harás?

—Haré cuanto pueda, Shirley.

De repente estuvo en mis brazos. Su rostro se encontraba en el hueco que hay entre mi mejilla y mi hombro; las esferas de sus senos, perceptibles a través de la delgada tela, se aplastaron contra mi pecho y sus dedos se clavaron en mi espalda. Estaba temblando y sollozando. La abracé hasta que empecé a temblar, aunque por otra razón, y rompí suavemente el contacto entre nosotros.

Una hora después estaba dando saltos sobre el camino de tierra, dirigiéndome hacia Tucson y el módulo de transporte que estaba esperando para devolverme a California.

Llegué a Irvine al anochecer. Un pulgar sobre la placa, y mi casa se abrió ante mí. Sellada durante tres semanas, a prueba de toda intemperie, tenía un olor mohoso y parecido al de una tumba. El familiar desorden de papeles y bobinas repartido por todo el lugar resultaba tranquilizador. Entré justo cuando empezaba a caer una suave llovizna. Mientras vagaba de una habitación a otra, tuve la misma sensación -la de que algo había terminado- que solía conocer el día posterior al último día de verano: estaba solo de nuevo, las vacaciones habían acabado, la luminosidad de Arizona había cedido paso a la neblinosa oscuridad del invierno de California. No podía esperar encontrarme a Shirley dando vueltas por la casa igual que un hada, ni a Jack desenredando alguna de sus ideas característicamente retorcidas para que yo la tomara en consideración. La tristeza de volver a casa era todavía más aguda esta vez, pues había perdido al amigo fuerte y resistente del cual había dependido durante tantos años, y en su lugar había aparecido un extraño, turbado y lleno de irracionales dudas. Incluso la dorada Shirley quedaba revelada ahora no como una diosa, sino como una esposa preocupada. Había acudido a ellos llevando una enfermedad en mi alma y había vuelto a casa curado de eso, pero la visita había resultado onerosa.

Quité los opacadores y miré hacia el exterior, hacia la espuma del Pacífico, la tira rojiza de playa, los blancos remolinos de niebla invadiendo los pinos retorcidos que crecían allí donde la arena cedía su sitio a la tierra. La rancia atmósfera de la casa fue desapareciendo a medida que ese aire salado y con olor a pinos fue aspirado por los ventiladores. Deslicé un cubo de música en el lector y los miles de diminutos altavoces empotrados en las paredes tejieron para mí una madeja de Bach. Me permití unos cuantos decilitros de coñac. Durante un tiempo estuve sentado sorbiendo el licor en silencio, dejando que la música me envolviera en su capullo, y gradualmente sentí que me dominaba una especie de paz.

Por la mañana me aguardaba mi desesperante trabajo. Mis amigos sufrían, presas de la angustia. El mundo había sido convulsionado por un culto apocalíptico y ahora se veía acosado por alguien que decía ser un emisario de eras futuras. Con todo, siempre hubo falsos profetas sueltos por el mundo, los hombres habían luchado siempre con problemas tan duros que ponían a prueba sus espíritus, y los buenos siempre se habían visto perseguidos por dudas devastadoras y torbellinos interiores. Nada era nuevo. No necesitaba sentir piedad hacia mí mismo. Vive cada día por lo que vale, pensé; enfréntate a los desafíos a medida que surgen, no te dejes abatir, haz cuanto puedas y manten la esperanza de una gloriosa resurrección. Perfecto. Que venga el mañana.

Después de un rato me acordé de reactivar mi teléfono. Fue un error.

Mi personal sabe que cuando me encuentro en Arizona no se puede comunicar conmigo. Todas las llamadas que llegan son desviadas a la línea de mi secretaria y ella se encarga de atenderlas como le parece conveniente, sin consultarme nunca. Pero si surge algo de importancia, llama a la célula de almacenamiento de mi casa para que me lo encuentre nada más regresar. Apenas devolví mi teléfono a la vida, la célula de almacenamiento se desprendió de su carga; sonó el timbre y yo, automáticamente, le di al interruptor de salida. El rostro de mi secretaria, flaco y huesudo, apareció en la pantalla.

—Llamo el cinco de enero, doctor Garfield. Hoy ha tenido varias llamadas de un tal Sanford Kralick del personal de la Casa Blanca. El señor Kralick quiere hablar urgentemente con usted e insistió varias veces para que le pusiera en contacto con Arizona. Y me presionó bastante para que lo hiciera. Cuando finalmente logré hacerle comprender que usted no podía ser molestado, me pidió que le llamara a la Casa Blanca tan pronto como sea posible, a cualquier hora del día o de la noche. Dijo que era un asunto vital para la seguridad de la Nación. El número es…

Eso era todo. Jamás había oído hablar del señor Sanford Kralick, pero, por supuesto, los ayudantes del Presidente cambian sin cesar. Ésta era quizá la cuarta vez que la Casa Blanca me llamaba en los últimos ocho años desde que, sin darme cuenta, me había convertido en parte del suministro disponible de eruditos importantes. Un perfil mío aparecido en uno de los semanarios para retrasados mentales me había etiquetado como un hombre a vigilar, un aventurero situado en las fronteras del pensamiento, una fuerza dominante en la física norteamericana, y desde entonces había sido manipulado hasta llegar a la posición de estrella científica. De vez en cuando se me pedía que cediera mi nombre para esta o aquella declaración oficial sobre el Propósito de la Nación o la Estructura Ética de la Humanidad; se me llamaba a Washington para guiar a obesos congresistas por los intrincados caminos de la teoría de partículas cuando se discutían las concesiones presupuestarias para nuevos aceleradores, o se me incluía como parte del telón de fondo cuando algún osado explorador del espacio recibía el premio Goddard. Aquella estupidez se había extendido incluso a mi propia profesión, la cual habría debido estar mejor enterada al respecto; de vez en cuando le ponía el punto final a una reunión anual de la A.A.A.S. o intentaba explicarle a una delegación de oceanógrafos o arqueólogos lo que estaba teniendo lugar en mi frontera particular del pensamiento. Admito -con cierta vacilación- que había llegado a darle la bienvenida a tales tonterías, no por la notoriedad que proporcionaban, sino sencillamente porque me daban una excusa de apariencia virtuosa con la que escapar de mi propio trabajo, que me procuraba cada vez menos compensaciones. Recuerden la Ley de Garfield: los científicos estrella son, normalmente, personas que se encuentran en un atasco creativo privado. Habiendo dejado de producir resultados significativos, entran en el circuito de las apariciones públicas y disfrutan con la reverencia de los ignorantes.