Pero ni una sola vez había ocurrido que tales convocatorias de Washington vinieran en términos tan apremiantes. «Vital para la seguridad de la nación», había dicho Kralick. ¿De veras? ¿O se trataba de uno de aquellos washingtonianos para los cuales la hipérbole es la lengua nativa?
Mi curiosidad estaba excitada. Ahora mismo era hora de cenar en la capital. «Llame a cualquier hora», había dicho Kralick. Tenía la esperanza de que le interrumpiría justo cuando fuera a sentarse ante una suprema de ave, en algún absurdo restaurante dominando el Potomac. Tecleé apresuradamente el número de la Casa Blanca. El sello presidencial apareció en mi pantalla y una fantasmal voz creada por ordenador me preguntó la razón de mi llamada.
—Me gustaría hablar con Sanford Kralick —dije.
—Un momento, por favor.
Hizo falta más de un momento. Hicieron falta unos tres minutos, mientras que el ordenador buscaba un número donde pasarle la llamada a Kralick -el cual se hallaba fuera de su oficina-, lo llamaba y hacía que le trajeran un aparato. Pasado ese tiempo, mi pantalla me mostró a un hombre joven de aspecto sombrío, sorprendentemente feo, con un rostro en forma de cuña y unos protuberantes arcos supraorbitales que habrían sido el orgullo de cualquier neanderthal. Me sentí aliviado; había esperado uno de esos hombres de plástico hinchable, adiestrados para decir siempre que sí, tan numerosos en Washington. Fuera quien fuese, al menos Kralick no había sido estampado usando el molde común. Su fealdad hablaba en favor suyo.
—Doctor Garfield —dijo inmediatamente—, ¡tenía la esperanza de que llamara! ¿Ha pasado unas buenas vacaciones?
—Excelentes, gracias.
—Su secretaria merece una medalla a la lealtad, profesor. Casi la amenacé con llamar a la Guardia Nacional si no me ponía en contacto con usted, pero aun así se negó.
—Le he advertido a mi personal de que le haría la vivisección a quien permita intrusiones en mi intimidad, señor Kralick. ¿Qué puedo hacer por usted?
—¿Puede venir a Washington mañana? Todos los gastos pagados.
—¿De qué se trata esta vez? ¿Una conferencia sobre nuestras posibilidades de sobrevivir en el siglo veintiuno?
Kralick sonrió secamente.
—No es una conferencia, doctor Garfield. Necesitamos sus servicios de una forma muy especial. Nos gustaría utilizar unos cuantos meses de su tiempo y encargarle una misión que nadie más en el mundo puede llevar a cabo.
—¿Unos cuantos meses? No creo que pueda…
—Es algo esencial, señor. Ahora no estoy haciendo ruidos gubernamentales. Esto es muy grande.
—¿Puede darme algún detalle?
—Me temo que no por este aparato.
—¿Quiere que vuele a Washington nada más haberme llamado, para hablar de algo sobre lo cual no puede contarme nada?
—Sí. En caso de que lo prefiera, iré a California para hablar del asunto. Pero eso supondría aún más retraso, y ya hemos perdido tanto tiempo que…
Mi mano estaba suspendida sobre el interruptor de cierre y me aseguré de que Kralick se enterase de ello.
—A no ser que tenga por lo menos una pista, señor Kralick, me temo que deberé ponerle fin a esta conversación.
No pareció intimidado.
—Bien, una pista.
—¿Sí?
—¿Está enterado de que hace unas cuantas semanas llegó un hombre que dice proceder del futuro?
—Más o menos.
—Lo que tenemos en mente está relacionado con él. Le necesitamos para interrogarle sobre ciertos temas. Yo…
Por segunda vez en tres días tuve esa sensación de caer a través de una trampilla. Pensé en Jack suplicándome que hablara con Vornan-19; y ahora aquí estaba el gobierno ordenándome hacer lo mismo. El mundo se había vuelto loco.
Interrumpí a Kralick diciendo:
—De acuerdo. Iré a Washington mañana.
CINCO
La pantalla del teléfono engaña mucho. Kralick había parecido atractivamente delgado y ágil en la pantalla; en carne y hueso resultó medir más de metro noventa, y ese aire de intelectualidad que hacía interesante su feo rostro quedaba totalmente sumergido por la impresión de enormidad que proyectaba. Me recibió en el aeropuerto; cuando llegué, tras haber tomado un avión que salió del aeropuerto internacional de Los Angeles a las 10:10, eran las diez de la mañana, tiempo de Washington. ¿Quién dice que resulta difícil invertir el tiempo?
Mientras recorríamos velozmente la carretera automática hacia la Casa Blanca, subrayó con insistencia la importancia de mi misión y su gratitud por mi cooperación. No me ofreció detalles sobre lo que deseaba de mí. Tomamos por el desvío inferior y rodamos suavemente a través de la puerta privada de acceso a la Casa Blanca. En algún lugar en las entrañas de la tierra fui debidamente examinado y declarado aceptable, y ascendimos al venerable edificio. Me pregunté si sería el mismo Presidente quien se encargara de explicármelo todo. Tal y como acabó resultando, nunca llegué a verle. Se me llevó a la Sala de Emergencias, la cual estaba absurdamente repleta con toda clase de equipo de comunicaciones. En una cápsula de cristal situada sobre la mesa principal había un espécimen zoológico venusiano, un plasmoide púrpura que enviaba incansablemente hacia delante sus seudópodos -parecidos a los de una ameba- en una tolerable imitación de la vida. Una inscripción en la base de la cápsula decía que se le encontró en la segunda expedición. Me sorprendió: no se me había ocurrido pensar que hubiéramos descubierto un número tan elevado de ellos que nos permitiera dejarlos olvidados como pisapapeles en los reductos de la burocracia.
Un hombrecillo de aspecto nervioso, con el cabello gris muy corto y un traje de vivos colores, entró en la habitación casi al trote. Llevaba los hombros tan acolchados como los de un jugador de rugby y una hilera de relucientes pinchos cromados sobresalía de su chaqueta igual que vértebras enloquecidas. Obviamente, este hombre creía firmemente en la necesidad de ir a la moda.