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—Marcus Kettridge —dijo—. Ayudante especial del Presidente. Me alegra que esté con nosotros, doctor Garfield.

—¿Qué hay del visitante? —dijo Kralick.

—Ha estado en Copenhague. La transmisión llegó hace media hora. ¿Le gustaría verla antes de la reunión?

—Podría ser una buena idea.

Kettridge abrió la mano; en su palma yacía una cápsula de cinta y la insertó en el aparato. Una pantalla que no había visto antes cobró vida. Vi a Vornan-19 paseando por la barroca fantasía de los Jardines de Tivoli, cubiertos para protegerlos del clima y sin mostrar ni una sola huella del invierno danés. El cielo estaba manchado por dibujos de luces parpadeantes. Se movía igual que un bailarín, controlando cada músculo para obtener el máximo impulso. Junto a él caminaba una gigantesca rubia que tendría quizá unos diecinueve años, con una deslumbrante corona de cabellos y una expresión soñadora en el rostro. Llevaba unos pantalones que terminaban casi a la altura de su ingle y una breve banda de tela sobre sus inmensos pechos. Igual podría haber ido desnuda: había a la vista metros enteros de carne. Vornan la rodeó con su brazo y acarició distraídamente con la yema de un dedo cada uno de los profundos hoyuelos que había sobre sus monumentales nalgas.

—La chica es una danesa llamada Ulla algo, que recogió ayer en el zoo de Copenhague —dijo Kettridge—. Pasaron la noche juntos. Verá, ha estado haciendo eso en todas partes… igual que un emperador, haciendo acudir chicas a su cama mediante una orden real.

—No sólo chicas —gruñó Kralick.

—Cierto, cierto. En Londres fue ese joven peluquero…

Observé el avance de Vornan-19 a través del Tivoli. Una multitud curiosa le rodeaba, y a poca distancia de él había una docena de fornidos agentes de la policía danesa con látigos neurales, unas cuantas personas que parecían ser funcionarios gubernamentales y media docena de individuos que, obviamente, eran reporteros.

—¿Cómo mantienen a distancia a los periodistas? —dije.

—Se han unido entre ellos —dijo secamente Kettridge—. Seis reporteros que representan a todos los medios de comunicación, y que cambian cada día. Fue idea de Vornan; dijo que le gusta la publicidad, pero que odia tener a una turba alrededor suyo.

El visitante había llegado a un pabellón donde la juventud danesa estaba bailando. Los chirridos y bocinazos del grupo musical quedaban reproducidos con una perfecta claridad, desgraciadamente, y los chicos y chicas se movían de forma espasmódica, sin ninguna continuidad, agitando brazos y piernas. Era uno de esos sitios donde el suelo es una serie de calzadas que giran intersectándose, de tal forma que estando inmóvil y realizando los giros de la danza uno se ve llevado en órbita por todo el local, enfrentándose a un nuevo compañero tras otro. Vornan se quedó inmóvil durante un rato observando todo esto con lo que parecía asombro. Sonrió con su maravillosa sonrisa y le hizo una seña a su bovina consorte. Los dos avanzaron hacia la pista de baile. Vi cómo uno de los funcionarios colocaba monedas en la rendija; estaba claro que Vornan no se dignaba manejar dinero personalmente, y era necesario que alguien fuera detrás de él pagando las facturas.

Vornan y la joven danesa se colocaron de cara el uno a la otra y adoptaron el ritmo de la danza. No había ninguna dificultad en el baile: consistía en unos disimulados empujones de la pelvis combinados con una pauta de patear el suelo y abrazarse, igual que todas las demás danzas de los últimos cuarenta años. La chica tenía los pies bien plantados en el suelo, las rodillas flexionadas, las piernas muy separadas y la cabeza echada hacia atrás; los gigantescos conos de sus pechos se alzaban hacia los espejos facetados del techo. Vornan, quien estaba claro se lo pasaba muy bien, adoptó la postura de rodillas hacia dentro y codos fuera, usada por los chicos que le rodeaban, y empezó a moverse. Pilló fácilmente el truco del baile tras un breve instante preliminar de incertidumbre, y comenzó a ser desplazado a través del local por el mecanismo que había bajo el suelo, dándole la cara primero a una chica y luego a otra, ejecutando los explícitos movimientos eróticos que se esperaban de él.

Pronto quedó claro que casi todas las chicas sabían quién era. Sus respingos y expresiones impresionadas lo hicieron evidente. El hecho de que una celebridad mundial estuviera moviéndose por entre el gentío creó una cierta confusión, haciendo que las chicas perdieran el ritmo; una de ellas se limitó a quedarse quieta y contempló a Vornan como en éxtasis durante todos y cada uno de los aproximadamente noventa segundos en que lo tuvo como compañero de baile.

Pero durante las primeras siete u ocho vueltas no hubo ningún problema serio. Después de eso Vornan empezó a bailar con una chica de cabello oscuro, bonita y más bien regordeta, que tendría unos dieciséis años y a la que el terror dejó totalmente catatónica. Se quedó medio paralizada y luego empezó a moverse rígidamente, logrando retroceder más allá de la señal de vigilancia electrónica que había en la parte trasera de su franja móvil. Sonó un timbre para avisarle, pero se encontraba más allá de cualquier indicación de ese tipo y un instante después ya tenía un pie en cada una de las dos franjas, que iban en direcciones opuestas. Cayó al suelo, su corta falda levantada para revelar unos muslos rosados y carnosos y, presa del miedo, se cogió a las piernas del chico que tenía más cerca.

Él cayó también, y un instante después tuve una demostración gráfica del efecto dominó, pues los bailarines estaban perdiendo el equilibrio en todo el local. Casi todo el mundo se encontraba en más de una franja al mismo tiempo, y se agarraba a otra persona en busca de sostén. Una ola de cuerpos que caían recorrió el gran local. Y ahí estaba Vornan-19, aún en pie, observando la catástrofe y de un humor excelente. Su enamorada, semejante a la diosa Juno, estaba también de pie, a 180 grados de él; pero en ese instante una mano agarró su tobillo y se derrumbó igual que un roble talado, estrellándose contra dos o tres bailarines más al caer. La escena parecía algo directamente sacado del infierno: figuras que se retorcían por todas partes, brazos y piernas al aire, todos incapaces de levantarse. La maquinaria del pabellón de baile acabó deteniéndose con un crujido. Hicieron falta largos minutos para desenredar el embrollo de cuerpos. Muchas chicas estaban llorando. Algunas se habían despellejado la rodilla o el trasero; una había logrado perder su falda en la confusión, no se sabía cómo, y estaba agazapada en una postura fetal.

¿Dónde estaba Vornan? El visitante ya se encontraba en la entrada del local, abandonándolo sin ningún tipo de problemas apenas dejó de moverse el suelo. La diosa rubia iba detrás de él.

—Tiene un talento inmenso para crear perturbaciones —dijo Kettridge.

Kralick se rió y dijo:

—Esto no es tan malo como lo que sucedió ayer en ese sitio de Estocolmo, donde comían smorgasbörd, cuando apretó el botón equivocado e hizo que toda la mesa se pusiera a girar.

La pantalla se oscureció. Un Kettridge que no sonreía se volvió hacia mí.

—Este hombre será el invitado de los Estados Unidos dentro de tres días a partir de hoy, doctor Garfield. No sabemos cuánto tiempo va a quedarse. Tenemos intención de seguir muy de cerca sus movimientos, e intentaremos prevenir parte de la confusión que ya se sabe puede causar. Lo que hemos pensado, profesor, es nombrar un comité de cinco o seis eruditos de primera fila como… bien, como guías para el visitante. En realidad, también serán perros guardianes, cuidadores y… espías.

—¿Creen oficialmente los Estados Unidos que es un visitante del año 2999?

—Oficialmente, sí —dijo Kettridge—. O sea que vamos a tratarle igual que si fuera lo que pretende.

—Pero… —balbuceé yo.

—En privado, doctor Garfield, creemos que es un farsante —me interrumpió Kralick—. Al menos eso creo yo, y opino que también el señor Kettridge lo piensa. Es un estafador extremadamente ingenioso y osado. Sin embargo, y por propósitos de opinión pública, hemos decidido aceptar a Vornan-19 como lo que pretende ser hasta que exista alguna razón para pensar de otra forma.