—Hemos hecho arreglos para su alojamiento —me dijo Kralick—. Está en una suite al otro lado del parque.
—Pensé que podría volver a California esta noche, para recoger mis cosas.
—No sería conveniente. Ya sabe que sólo tenemos setenta y dos horas antes de que Vornan-19 llegue a Nueva York. Necesitamos utilizar ese tiempo con tanta eficiencia como sea posible.
—Pero… ¡si acabo de regresar de mis vacaciones! —protesté—. Apenas entré en mi casa, volví a salir de ella. Necesito dejarle instrucciones a mi personal, hacer arreglos para el laboratorio…
—Todo eso puede hacerse por teléfono, ¿verdad, doctor Garfield? No se preocupe por el gasto en llamadas. Preferimos tenerle dos o tres horas hablando con California que perder todo el tiempo necesario para que usted hiciera otros dos viajes en el breve lapso que nos queda.
Sonrió. Yo también sonreí.
—¿De acuerdo? —preguntó.
—De acuerdo —dije.
Todo estaba muy claro. Mis posibilidades de escoger habían expirado apenas di mi acuerdo a participar en el comité. Ahora formaba parte del Proyecto Vornan, sin ninguna capacidad de acción independiente. Hasta que todo esto hubiera terminado, sólo tendría la libertad de que el Gobierno pudiera prescindir. Lo extraño es que eso no me irritase a mí, que siempre había sido el primero en firmar cualquier petición atacando una violación de las libertades, que nunca me había considerado como hombre adecuado para trabajar en una organización, sino más bien como un erudito libre que tenía una muy tenue relación con la Universidad. Supongo que todo era una forma subliminal de esquivar la desagradable sensación que me esperaba cuando finalmente lograse volver a mi laboratorio para luchar con mis preguntas sin respuesta.
La oficina que me habían dado era cómoda. El suelo era de mullido cristal esponja, las paredes plateadas y reflectantes, y el techo estaba lleno de colores. Seguía siendo lo bastante temprano para llamar a California y encontrar a alguien en el laboratorio. Primero le notifiqué al procurador de la Universidad que había sido llamado para servir al Gobierno. No le importó. Después hablé con mi secretaria y le dije que debía prolongar mi ausencia indefinidamente. Hice los arreglos precisos para el trabajo de mi personal y para controlar los proyectos de investigación de mis pupilos. Discutí el problema de la entrega del correo y el cuidado de mi casa con la instalación de datos local, y en la pantalla apareció un detallado impreso de autorización. Se suponía que yo debía indicar las cosas que deseaba se encargara de hacer y las que no. La lista era larga:
Cortar el césped.
Ocuparse de que la casa estuviera cerrada y protegida contra el clima.
Entregar correo y mensajes.
Cuidado del jardín.
Controlar posibles daños de tormentas.
Avisar a organizaciones de venta.
Pagar facturas.
Y etcétera. Acabé poniéndole una señal a casi todo y le cargué la factura del servicio al Gobierno de los Estados Unidos. Ya había aprendido algo de Vornan-19: no tenía intención de pagar ninguna factura con mi dinero hasta no haber sido liberado de este trabajo.
Cuando hube puesto en orden mis asuntos personales, llamé a Arizona. Me respondió Shirley. Parecía tensa y algo nerviosa, pero dio la impresión de relajarse un poco cuando vio mi cara en la pantalla.
—Estoy en Washington —dije.
—¿Para qué, Leo?
Se lo expliqué. Al principio pensó que estaba bromeando, pero yo le aseguré que estaba diciéndole la verdad.
—Espera —dijo—. Iré a buscar a Jack.
Se apartó del aparato. La perspectiva cambió al marcharse ella y en lugar de la habitual imagen de cabeza y hombros la pantalla me mostró la minúscula imagen de Shirley entera, en un plano de tres cuartos. Estaba en el umbral, de espaldas a la cámara, apoyándose en la jamba de tal forma que la opulenta esfera de uno de sus pechos aparecía bajo su brazo. Yo sabía que los empleados del gobierno estaban controlando mi llamada, y me enfureció que tuvieran esta visión gratuita de la hermosura de Shirley. Hice el gesto de cortar la imagen, pero ya era demasiado tarde; ella había desaparecido y Jack estaba en la pantalla.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Shirley me ha dicho…
—Dentro de unos cuantos días hablaré con Vornan-19.
—Leo, no tendrías que haberte molestado. He estado pensando en esa conversación que tuvimos. Me siento como un maldito estúpido. Dije un montón de… bueno, cosas propias de una persona inestable, y nunca soñé que lo dejarías todo para salir corriendo hacia Washington…
—No fue exactamente así como sucedieron las cosas, Jack. He venido aquí porque me han reclutado. Vital para la seguridad de la Nación, ese tipo de cosas. Pero sólo deseaba decirte que mientras esté aquí intentaré ayudarte en aquello de lo que hablamos.
—Te estoy agradecido, Leo.
—Eso es todo. Intenta relajarte. Puede que tú y Shirley necesitéis alejaros del desierto durante un tiempo.
—Puede que más tarde —dijo él—. Ya veremos cómo van las cosas.
Le guiñé el ojo y corté la conexión. No me engañaba con toda esa animación fingida. Lo que hubiese estado hirviendo y agitándose dentro de él hacía unos días seguía ahí, aunque ahora estuviera intentando disculparse y diciendo que no eran más que tonterías. Necesitaba ayuda.
Ahora, un trabajo más. Conecté la entrada de datos y empecé a dictar mi documento sobre la inversión temporal. No sabía cuántas copias querrían, pero imaginé que eso realmente no importaba. Empecé a hablar. Un brillante punto de luz verdosa bailaba por la pantalla de cristal de la salida del ordenador, escribiendo mis palabras a medida que las pronunciaba. Trabajando totalmente de memoria y sin molestarme en pedirle a los bancos de datos los textos de mis propias publicaciones, fui soltando un rápido y nada técnico resumen de mis ideas sobre la inversión temporal. Su esencia era que, mientras que ya se había conseguido la inversión en el nivel subatómico, no había ninguna teoría física comprendida por mí dentro de cuyos términos pareciese posible que un ser humano viajara hacia atrás en el tiempo y llegara vivo a su destino, sin importar la fuente de energía utilizada para transportarle. Reforcé eso con unas cuantas ideas sobre la inercia temporal acumulativa, la extensión de la masa en un continuo invertido y la aniquilación de la antimateria.
Después me pasé unos momentos contemplando mis palabras que brillaban en el vibrante pero pasajero resplandor verde de la pantalla. Pensé en el hecho de que el Presidente de los Estados Unidos hubiera elegido mediante una decisión del Ejecutivo considerar las afirmaciones de Vornan-19 como convincentes. Le estuve dando vueltas a si sería eficaz decirle al Presidente en su misma cara que estaba siendo cómplice de un fraude. Discutí conmigo mismo si debía comprometer mi integridad personal para no turbar la conciencia del gran hombre, y luego me dije «al infierno con todo», y le indiqué al ordenador que imprimiera lo que había dictado y lo transfiriera a los archivos de datos presidenciales.
Un minuto después mi copia personal salió despedida de la rendija, escrita, con los márgenes bien alineados y pulcramente grapada. La doblé, me la puse en el bolsillo y llamé a Kralick.