—He terminado —dije—. Ahora me gustaría salir de aquí.
Vino a buscarme. La tarde ya estaba terminando, lo cual quiere decir que en el sistema temporal al que estaba acostumbrado mi metabolismo era poco más de mediodía, y tenía hambre. Le pregunté a Kralick si podía almorzar. Pareció un poco sorprendido hasta que comprendió el problema de las zonas temporales.
—Para mí ya casi es hora de cenar —dijo—. Mire, ¿por qué no cruzamos la calle, nos tomamos una copa juntos y luego le acompaño a sus habitaciones del hotel? Después me encargaré de que le den algo de cenar, si le parece bien: una cena temprana en lugar de un almuerzo tardío.
—Por mí está bien —le dije.
Como un Virgilio invertido, me guió hacia arriba saliendo del laberinto que había bajo la Casa Blanca y emergimos al aire libre bajo la luz del crepúsculo. Vi que la ciudad había sufrido una ligera nevada mientras estuve bajo tierra. Los anillos para fundir la nieve zumbaban en las aceras y robots barredores iban y venían soñolientamente por las calles, absorbiendo el agua sucia con sus largas y codiciosas mangueras. Aún caían unos cuantos copos. Las luces centelleaban en las brillantes torres de Washington igual que joyas contra el cielo negro azulado del anochecer. Kralick y yo abandonamos los terrenos de la Casa Blanca por una puerta lateral y cruzamos la avenida Pennsylvania en un salto de caballo ajedrecístico que nos llevó a un pequeño bar y a una salita sumida en la penumbra. Kralick dobló sus largas piernas bajo la mesa con cierta dificultad.
Era uno de esos sitios automáticos que habían sido tan populares hacía unos años: una consola de control en cada mesa, un mezclador guiado por ordenador en la trastienda del local y una complicada serie de grifos. Kralick me preguntó qué iba a tomar, y yo dije que ron destilado. Lo tecleó en la consola y pidió un escocés con soda para él. La placa del crédito se encendió y Kralick metió su tarjeta en la ranura. Un instante después las bebidas brotaron con un gorgoteo de los grifos.
—De un trago —dijo.
—Lo mismo digo.
Dejé que el ron resbalara por mi gaznate. Bajó fácilmente, aterrizando sin encontrarse con ningún alimento sólido digno de tal nombre, y empezó a infiltrarse en mi sistema nervioso. Sin avergonzarme, pedí otra ración mientras que Kralick seguía gozando de su primera copa. Me lanzó una mirada algo pensativa, como diciéndose que en mi historial no había nada indicativo de que fuera alcohólico. Pero pagó mi bebida.
—Vornan ha ido a Hamburgo —dijo Kralick de repente—. Anda estudiando la vida nocturna en el Reepersbahn.
—Pensé que eso había sido cerrado hacía años.
—Lo dirigen como una atracción para turistas, con marineros de imitación incluidos que desembarcan y se meten en peleas. Sólo Dios sabe dónde habrá oído hablar de ese sitio, pero puede apostar a que esta noche tendrán una pelea excelente. —Miró su reloj—. Probablemente ahora estará desarrollándose. Nos llevan seis horas de adelanto. Mañana estará en Bruselas. Luego Barcelona, para una corrida de toros. Y después Nueva York.
—Que Dios nos ayude.
—Dios hará que el mundo acabe dentro de once meses y… ¿cuánto es? ¿Dieciséis días? —dijo Kralick. Lanzó una carcajada algo pastosa—. No es lo bastante pronto. No es lo bastante pronto. Si hiciera el trabajo mañana no tendríamos que vérnoslas con Vornan-19.
—¡No me diga que es usted un cripto-Apocaliptista!
—Soy un criptobebedor —dijo—. Empecé con esto a la hora del almuerzo y la cabeza me da vueltas, Garfield. ¿Sabe que en tiempos fui abogado? Joven, brillante, ambicioso, tenía una buena clientela… ¿Por qué desearía entrar en el Gobierno?
—Tendría que pedir usted un antiestimulante en la consola —dije, algo receloso.
—¿Sabe una cosa? Tiene razón.
Pidió una pildora para él y después, como si se le hubiera ocurrido en ese mismo instante, un tercer ron para mí. Notaba un poco entumecidos los lóbulos de las orejas. ¿Tres copas en diez minutos? Bien, siempre tenía el recurso de tomarme también un antistim. La pildora llegó por fin y Kralick la engulló; torció el gesto mientras que su metabolismo pasaba por el proceso de aceleración que consumiría la sobrecarga de alcohol introducida en él. Durante un largo instante estuvo callado, temblando. Después recobró el control de sí mismo.
—Lo siento. Me hizo efecto de golpe.
—¿Se encuentra mejor?
—Mucho mejor —replicó—. ¿He dicho algo clasificado como secreto?
—Lo dudo. Salvo que estaba deseando que el mundo terminara mañana.
—Oh, sólo un capricho pasajero. No hay nada religioso en ello. ¿Le importa si le llamo Leo?
—Lo preferiría.
—Bien. Mire, Leo, ahora estoy sobrio y lo que estoy diciendo es la verdad sin adornos. Le he dado un trabajo asqueroso y lo siento. Si puedo hacer algo para que su vida sea más cómoda mientras juega a ser el criado de ese embustero del futuro, no tiene más que pedírmelo. No es mi dinero el que estaré gastando. Sé que le gusta la comodidad y la tendrá.
—Me gustaría… ah, Sanford.
—Sandy.
—Sandy.
—Esta noche, por ejemplo. Ha venido sin mucho tiempo de aviso y supongo que no ha tenido ocasión de ponerse en contacto con ninguna de sus amistades. ¿Le gustaría tener compañía para la cena… y para después?
Muy considerado por su parte. Satisfaciendo las necesidades del científico solterón que se está haciendo viejo…
—Gracias —dije—, pero creo que esta noche me las arreglaré yo solo. Tengo las ideas un poco enredadas, tengo que ajustarme a su zona temporal…
—No será ningún problema.
Me encogí de hombros, olvidando el tema. Mordisqueamos unas cuantas galletitas de algas y escuchamos el lejano siseo de los altavoces en el sistema de sonido del bar. Kralick se encargó de hablar casi todo el rato. Mencionó los nombres de algunos de mis compañeros en el comité Vornan, entre ellos el de F. Richard Heyman, el historiador, y el de Helen McIlwain, la antropóloga, y el de Morton Fields, de Chicago, el psicólogo. Yo moví la cabeza con benevolencia. Aprobaba la elección.
—Lo comprobamos todo cuidadosamente —dijo Kralick—. Me refiero a que no deseábamos meter en el comité a dos personas que hubieran tenido una discusión o algo de ese tipo, por lo que buscamos en todos los archivos de datos para ir siguiendo sus relaciones. Créame, fue todo un trabajo. Tuvimos que rechazar a dos buenos candidatos porque habían estado involucrados en… bueno, incidentes más bien irregulares con uno de los otros miembros del comité, y eso fue una gran decepción.
—¿Tienen archivos sobre la fornicación entre eruditos?
—Leo, intentamos tener archivos sobre todo. Se quedaría sorprendido. Pero, sea como sea, hemos acabado creando un comité, encontrando sustitutos para los que no servían y sustitutos para los que resultaron ser incompatibles con los demás en la comprobación de datos, y haciendo arreglos y más arreglos…
—¿No habría sido más sencillo considerar que Vornan es un fraude y olvidarse de él?
—La noche pasada hubo una reunión Apocaliptista en Santa Bárbara —dijo Kralick—. ¿Ha oído hablar de ella?
—No.
—Cien mil personas se congregaron en la playa. Mientras llegaban allí dañaron propiedades por una suma aproximada de dos millones de dólares. Después de las orgías habituales empezaron a meterse en el mar igual que lémures.
—Lemmings.
—Lemmings, sí —los gruesos dedos de Kralick flotaron durante un segundo sobre la consola del bar y luego se apartaron de ella—. Imagínese a cien mil Apocaliptistas de toda California, cantando y metiéndose totalmente desnudos en el Pacífico un día de enero. Todavía estamos intentando averiguar las cifras de ahogados. Como mínimo hay más de cien, y sólo Dios sabe cuántos casos de neumonía, y diez chicas fueron pisoteadas hasta morir. Leo, ese tipo de cosas las hacen en Asia. Aquí no. ¿Ve a qué nos enfrentamos? Vornan aplastará este movimiento. Nos dirá cómo son las cosas en el año 2999 y la gente dejará de creer que «el fin está cerca». Los Apocaliptistas se derrumbarán. ¿Otro ron?