Y aun así aterrizó erguido, sobre sus dos pies, sin ninguna señal aparente de incomodidad. Luego habló vagamente de un «neutralizador de gravedad» que había amortiguado su descenso, pero no dio ningún detalle, y ahora no es probable que vayamos a descubrirlo.
Iba desnudo. Tres testigos afirmaron que le rodeaba un aura o nimbo resplandeciente, dejando al descubierto los contornos de su cuerpo pero siendo lo bastante opaca en la región genital como para proteger su desnudez. Un halo-taparrabos, por así decirlo. Da la casualidad de que esos tres testigos eran monjas que se encontraban en los peldaños de la iglesia. Los noventa y seis testigos restantes insistieron en la total desnudez de Vornan-19. La mayor parte de ellos fueron capaces de describir la anatomía de su sistema reproductivo externo con detalles bastante explícitos. Vornan era un hombre de excepcional masculinidad, como todos acabamos sabiendo, pero esas revelaciones se hallaban todavía en el futuro cuando los testigos oculares describieron lo bien equipado que estaba.
Problema: ¿Tuvieron las monjas una alucinación colectiva, consistente en el nimbo que supuestamente protegía la modestia de Vornan? ¿Inventaron deliberadamente las monjas la existencia del nimbo para proteger su propia modestia? ¿O dispuso Vornan las cosas para que la mayoría de los testigos le vieran del todo, mientras que quienes podían sufrir molestias emocionales a causa del espectáculo tuvieran una imagen distinta de él?
No lo sé. El culto del Apocalipsis nos ha proporcionado una amplia evidencia de que las alucinaciones colectivas son posibles, así que no rechazo la primera sugerencia. Ni tampoco la segunda, pues la religión organizada nos ha proporcionado dos mil años de precedentes para poder afirmar fríamente que sus funcionarios no siempre dicen la verdad. En cuanto a la idea de que Vornan pudiera tomarse la molestia de ahorrarle a las monjas el espectáculo de su desnudez, soy más bien escéptico. Nunca fue su estilo el proteger a nadie contra ninguna clase de sacudida emocional, y tampoco parecía ser realmente consciente de que los seres humanos necesitaran ser protegidos de algo tan asombroso como el cuerpo de un congénere suyo. Además, si ni tan siquiera había oído hablar de Cristo, ¿cómo podía haber sabido nada sobre las monjas y sus votos? Pero me niego a subestimar la tortuosidad de su espíritu. Y tampoco pienso que a Vornan le hubiera sido técnicamente imposible aparecer de una forma ante noventa y seis espectadores, y de otra a los tres restantes.
Sabemos que las monjas huyeron hacia el interior de la iglesia unos instantes después de su llegada. Algunos de los demás dieron por sentado que Vornan era alguna clase de maníaco Apocaliptista y dejaron de prestarle atención. Pero una buena cantidad de ellos se quedaron observándole con fascinación, mientras que el desnudo desconocido daba vueltas por la Piazza di Spagna tras haber hecho su espectacular aparición, inspeccionando primero la fuente, luego los escaparates del otro lado y después la hilera de automóviles aparcados junto a la acera. El frío del invierno no parecía tener efecto alguno sobre él. Cuando hubo visto todo lo que deseaba ver a ese lado de la plaza, la cruzó y empezó a subir las escaleras. Se encontraba en el quinto peldaño y no había ninguna prisa en sus movimientos cuando un policía de aspecto muy nervioso fue corriendo hacia él y le gritó que bajara y se metiera en el furgón.
—No haré lo que me dices —replicó Vornan-19.
Ésas fueron las primeras palabras que nos dirigió, la primera línea de su Epístola a los Bárbaros. Habló en inglés. Muchos de los testigos oyeron y comprendieron lo que había dicho. El policía no le entendió y siguió arengándole en italiano.
—Soy un viajero de una era lejana —dijo Vornan-19—. Estoy aquí para inspeccionar vuestro mundo.
Seguía hablando en inglés. El policía casi balbuceaba. Creía que Vornan era un Apocaliptista y, además, un Apocaliptista norteamericano, la peor especie. El deber del policía era defender la decencia de Roma y la santidad del Día de Navidad contra las vulgaridades de este loco exhibicionista. Le gritó al visitante que bajara los escalones. Ignorándole, Vornan-19 se dio la vuelta y siguió subiendo serenamente. La visión de aquellas nalgas pálidas y esbeltas que se alejaban de él enloqueció al agente de la ley. Se quitó la capa y subió corriendo los escalones, decidido a envolver con ella al desconocido.
Los testigos declaran que Vornan-19 no miró al policía y que no le tocó para nada. El agente, sosteniendo su capa en la mano izquierda, alargó la derecha para coger a Vornan por el hombro. Hubo una descarga de una débil iridiscencia azul amarillenta y un ligero chasquido, y el policía retrocedió tambaleándose igual que si hubiera sufrido una sacudida eléctrica. Se dobló sobre sí mismo mientras caía, bajó rodando hasta el final de las escaleras y quedó tendido como un fardo, estremeciéndose débilmente. Los espectadores retrocedieron. Vornan-19 siguió subiendo por los escalones hasta llegar al final, y una vez allí se detuvo para contarle a uno de los testigos unas cuantas cosas sobre sí mismo.
El testigo era un Apocaliptista alemán llamado Horst Klein, de diecinueve años, que había tomado parte en las orgías del Foro entre la medianoche y el amanecer, y que ahora, demasiado excitado para irse a dormir, vagaba por la ciudad en un estado de ánimo parecido a la depresión post coitum. El joven Klein, que hablaba con fluidez el inglés, se convirtió en una personalidad televisiva familiar durante los días siguientes, repitiendo su historia en beneficio de las cadenas de noticias mundiales. Después cayó en el olvido, pero su sitio en la historia está asegurado. No dudo de que en algún lugar de Mecklenburg o Schleswig todavía sigue repitiendo la conversación en el día de hoy.
Cuando Vornan-19 se aproximó a él, Klein dijo:
—No deberías matar a los carabinieri. No te lo perdonarán.
—No está muerto. Un poco aturdido, eso es todo.
—No hablas como un norteamericano —dijo Klein.
—No lo soy. Vengo de la Centralidad. Eso se encuentra a mil años de distancia, ¿comprendes?
Klein se rió.
—El mundo terminará dentro de trescientos setenta y dos días.
—¿Eso crees? De todas formas, ¿en qué año estamos?
—1998. El veinticinco de diciembre.
—Al mundo le quedan por lo menos mil años. De eso estoy seguro. Soy Vornan-19 y estoy aquí como visitante. Necesito hospitalidad. Me gustaría probar vuestra comida y vuestro vino. Deseo llevar ropas del período. Estoy interesado en las antiguas prácticas sexuales. ¿Dónde puedo encontrar una casa de relación?
—Ese edificio gris de ahí —dijo Klein, señalando hacia la iglesia de Trinita dei Monti—. Dentro cuidarán de todas tus necesidades. Sólo debes decirles que vienes del futuro, mil años a partir de ahora. 2998, ¿no?
—2999 según vuestro sistema.
—Bien. Les encantarás. Lo único que debes hacer es demostrarles que el mundo no va a terminar dentro de un año a contar desde el día de Año Nuevo, y te darán cuanto quieras.
—El mundo no terminará tan pronto —dijo gravemente Vornan-19—. Te doy las gracias, amigo mío.
Y empezó a ir hacia la iglesia.
Unos carabinieri sin aliento se lanzaron sobre él desde varias direcciones a la vez. No se atrevieron a aproximarse a más de cuatro metros de su persona, pero formaron una falange que le impedía el acceso a la iglesia. Iban armados con látigos neurales. Uno de ellos arrojó su capa a los pies de Vornan.