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—Creo que debería ir a mi hotel.

—De acuerdo.

Desenredó sus piernas de la mesa y salimos del bar. Mientras íbamos caminando junto al parque Lafayette, Kralick dijo:

— Creo que debería advertirle de que los medios de comunicación saben que está en la ciudad, y empezarán a bombardearle con peticiones de entrevistas y todas esas cosas. Le protegeremos tan bien como podamos, pero probablemente lograrán llegar hasta usted. La respuesta a todas las preguntas es…

—Sin comentarios.

—Exactamente. Es usted una maravilla, Leo.

Estaba nevando otra vez, un poco más activamente de lo que estaban programados para manejar los anillos derretidores. Delgadas cortezas blancas se formaban aquí y allá sobre el pavimento, y en la vegetación eran más gruesas. Charcos de agua recién fundida brillaban suavemente. La nieve centelleaba igual que la luz de las estrellas mientras iba cayendo. Las estrellas estaban ocultas; podríamos haber estado solos en el universo. Sentí una gran soledad. Ahora el sol estaría brillando en Arizona.

Cuando entramos en el enorme y viejo hotel donde me alojaba, me volví hacia Kralick y dije:

—Creo que acabaré aceptando esa oferta de compañía para la cena.

SEIS

Sentí por primera vez el auténtico poder del Gobierno de los Estados Unidos cuando la chica entró en mis habitaciones sobre las siete de esa tarde. Era una rubia alta, con el cabello como oro hilado. Sus ojos eran castaños, no azules; sus labios sensuales y su porte soberbio. Para decirlo brevemente, se parecía de forma asombrosa a Shirley Bryant.

Lo cual significaba que llevaban largo tiempo teniéndome controlado, observándome y anotando el tipo de mujer que yo escogía normalmente, y que habían sido capaces de encontrar una con las calificaciones exactamente adecuadas con muy poco tiempo de aviso. ¿Significaba eso que también creían que Shirley era mi amante? ¿O que habían trazado un perfil abstracto de todas mis mujeres y habían acabado ofreciendo a una chica tipo Shirley porque yo -inconscientemente- había estado escogiendo sustitutos de Shirley durante todo el tiempo?

El nombre de la chica era Martha.

—No tienes el más mínimo aspecto de Martha. Las Marthas son bajitas, morenas y terriblemente obcecadas, con mentones puntiagudos. Siempre huelen a cigarrillos.

—La verdad es que soy una Sidney —dijo Martha—. Pero el gobierno pensó que no aceptarías a una chica llamada Sidney.

Sidney, o Martha, era una estrella, una auténtica campeona. Era demasiado buena para ser real y sospeché que había sido creada igual que un golem en un laboratorio del gobierno para servir a mis necesidades. Le pregunté si era así y ella dijo que sí.

—Después te enseñaré dónde tengo el enchufe —me dijo.

—¿Con qué frecuencia necesitas recargarte?

—En algunas ocasiones dos o tres veces cada noche. Depende.

Tenía poco más de veinte años y no podía por menos que recordarme a las estudiantes del campus. Quizá era un robot, quizá una acompañante para hombres de negocios; pero no actuaba como si fuera ninguna de las dos cosas, sino más bien como un ser humano maduro, inteligente y alegre que, por casualidad, se ofrecía para cumplir con ese tipo de trabajos. No me atreví a preguntarle si se pasaba todo el tiempo haciendo aquella clase de cosas.

Debido a la nieve cenamos en el comedor del hotel. Era un lugar algo anticuado, con candelabros y gruesos cortinajes, con camareros de frac y una larga carta con el menú escrito en relieve. Me alegró verlo; la novedad de usar los cubos de menú ya se había desgastado a esas alturas y resultaba encantador ir leyendo lo que podíamos escoger de un menú impreso, mientras que un ser humano dotado de vida anotaba nuestros deseos en un cuadernito y con un lápiz, exactamente igual que en el pasado.

Pagaba el gobierno. Comimos bien. Caviar fresco, cócteles de ostras, sopa de tortuga y Chateaubriand para dos, muy poco hecho. Las ostras eran de la pequeña y delicada variedad Olimpia, que viene de Puget. Son de una calidad excelente, pero echo de menos las ostras auténticas de mi juventud. Las comí por última vez en 1976, en la Feria del Bicentenario, cuando valían cinco dólares la docena a causa de la contaminación. Puedo perdonarle a la humanidad la destrucción del dodo, pero no el haber acabado con las ostras punto azul.

Volvimos arriba totalmente saciados. La perfección de la noche sólo se vio estropeada por una desagradable escena en el vestíbulo, cuando me vi acosado por unos cuantos chicos de la prensa que buscaban una historia.

—Profesor Garfield…

—…es cierto que…

—…palabras sobre su teoría de…

—…Vornan-19…

«Sin comentarios». «Sin comentarios». «Sin comentarios». «Sin comentarios».

Martha y yo salimos huyendo hacia el ascensor. Para proteger la intimidad coloqué un sello en mi puerta —por anticuado que sea este hotel, tiene todas las comodidades modernas—, y estuvimos a salvo. Martha me miró con expresión coqueta, pero su timidez no duró demasiado. Tenía un cuerpo de miembros largos y suaves, una sinfonía en rosa y oro, y no era ningún robot, aunque descubrí dónde tenía el enchufe. En sus brazos pude olvidar a los hombres del año 2999, a los Apocaliptistas que se ahogaron y al polvo que se acumulaba sobre mi mesa del laboratorio. Si hay un cielo para los ayudantes de la Presidencia, ruego que Sandy Kralick ascienda a él cuando llegue su momento.

Por la mañana desayunamos en la habitación, nos dimos una ducha juntos igual que si fuéramos recién casados, y nos pasamos un rato ante la ventana contemplando las últimas huellas de la nevada nocturna. Martha se vistió; su ceñido traje de plástico negro parecía fuera de lugar bajo la pálida luz de la mañana, pero seguía estando preciosa. Sabía que no volvería a verla nunca más.

—Algún día tienes que hablarme de la inversión temporal, Leo —me dijo al marcharse.

—No sé absolutamente nada de eso. Hasta la vista, Sidney.

—Martha.

—Para mí siempre serás Sidney.

Volví a poner el sello de protección en la puerta y cuando se hubo marchado llamé a la centralita del hotel. Como esperaba, se habían producido docenas de llamadas y todas habían sido rechazadas. La centralita quería saber si aceptaría una llamada del señor Kralick. Dije que lo haría.

Le di las gracias por Sidney. Mostró muy poca sorpresa.

—¿Puede venir a la primera reunión del comité, a las dos, en la Casa Blanca? —dijo después—. Una sesión para que se conozcan.

—Por supuesto. ¿Cuáles son las noticias de Hamburgo?

—Malas. Vornan causó un disturbio. Entró en uno de los bares de mala nota y pronunció un discurso. Su esencia era que el logro histórico más perdurable del pueblo alemán fue el Tercer Reich. Parece que eso es cuanto sabe de Alemania, y empezó alabando a Hitler y luego se hizo un lío con Carlomagno, y las autoridades lograron sacarle de allí justo a tiempo. Media manzana de clubes nocturnos ardió antes de que llegaran los tanques de espuma. —Kralick esbozó una sonrisa ingenua—. Quizá no debería estarle contando esto. Todavía no es demasiado tarde para que se retire del asunto.

Lancé un suspiro y dije:

—Oh, no se preocupe, Sandy. Ahora estoy en el equipo, para bien o para mal. Es lo menos que puedo hacer por usted… después de Sidney.

—Le veré a las dos. Le recogeremos y le llevaremos por un túnel, porque no quiero que le devoren los locos de la prensa. No se mueva de ahí hasta que yo aparezca a su puerta.