—De acuerdo —dije.
Colgué el auricular, me di la vuelta y vi lo que parecía un charco de fango verde deslizándose por debajo de mi puerta y penetrando en la habitación.
No era fango. Era una conexión de fluido auditivo llena de oídos monomoleculares. Me estaban espiando desde el pasillo. Fui rápidamente hacia la puerta y aplasté el charco con mi tacón.
—No haga eso, doctor Garfield —dijo una voz muy débil—. Me gustaría hablar con usted. Soy de la Red Amalgamada de…
—Váyase.
Acabé de aplastar el charco. Limpié los restos de aquella porquería con una toalla. Después me puse un poco más cerca de la puerta y, dirigiéndome a cualquier oído que pudiera haber seguido pegado a la madera, dije:
—La respuesta sigue siendo: «sin comentarios». Váyase.
Finalmente me libré de él. Ajusté el sello de intimidad para que resultara imposible deslizar ni tan siquiera una molécula de grosor de lo que fuera bajo la puerta, y me pasé la mañana esperando. Poco antes de las dos vino a buscarme Sandy Kralick, y me introdujo casi a escondidas en el túnel que llevaba a la Casa Blanca. Washington es un laberinto de conexiones subterráneas. Me han contado que se puede ir de cualquier parte a cualquier parte, si conoces las rutas y tienes las palabras de acceso correctas bien preparadas cuando los sensores te interpelen. Los túneles se prolongan en una capa debajo de otra. He oído decir que hay un burdel automatizado a seis niveles por debajo del Capitolio, para uso exclusivo de los congresistas; y se supone que el Smithsoniano está llevando a cabo experimentos de mutagénesis en algún lugar situado debajo del Mall, engendrando monstruosidades biológicas que nunca ven la luz del día. Como todo el resto de las cosas que se oyen sobre la capital, supongo que estas historias son apócrifas; supongo que la verdad, si llegara a conocerse alguna vez, sería cincuenta veces más horrible que las fábulas. Ésta es una ciudad diabólica.
Kralick me llevó a una habitación con paredes de bronce anodizado situada en algún lugar bajo el ala oeste de la Casa Blanca. En ella había ya cuatro personas. Reconocí a tres de ellas. Los niveles superiores del mundillo científico están poblados por una minúscula camarilla que se autoperpetúa, reproduciéndose dentro de sí misma. Todos nos conocemos a través de las reuniones interdisciplinarias de uno u otro tipo. Reconocí a Lloyd Kolff, Morton Fields y Aster Mikkelsen. La cuarta persona se levantó envaradamente y dijo:
—Creo que no nos hemos encontrado antes, doctor Garfield. Soy F. Richard Heyman.
—Sí, por supuesto. Spengler, Freud y Marx, ¿verdad? Guardo un excelente recuerdo de esa obra.
Acepté su mano. Las yemas de sus dedos estaban húmedas y supongo que las palmas también, pero daba la mano de esa manera centroeuropea peculiarmente desconfiada mediante la cual las personas suspicaces cogen los dedos del otro con cierta lejanía, en vez de pegar una palma a la otra. Intercambiamos un poco de palabrería sobre lo encantados que estábamos de conocernos.
Denme un sobresaliente en hipocresía. No tenía una gran opinión del libro de F. Richard Heyman, el cual me pareció pesado y al mismo tiempo superficial, una hazaña difícil de conseguir; no me interesaban en lo más mínimo las críticas que escribía de vez en cuando para las revistas de temas generales, que inevitablemente acababan siendo pulcras evisceraciones de sus colegas; no me gustaba su forma de dar la mano; ni tan siquiera me gustaba su nombre. ¿Cómo se suponía que debía dirigirme a un «F. Richard» si teníamos que utilizar los nombres propios? ¿F? ¿Dick? ¿Qué tal “mi querido Heyman”? Era un hombre bajo y corpulento, con una cabeza en forma de bala de cañón, una franja de áspero cabello rojizo circundando la mitad posterior de su cráneo y una espesa barba rojiza que se rizaba sobre sus mejillas y garganta para ocultar lo que estoy seguro era una papada tan redonda como la cima de su cráneo. Por entre el follaje apenas si resultaba posible ver una boca de labios delgados, parecida a la de un tiburón. Tenía los ojos acuosos y desagradables.
En cuanto a los demás miembros del comité, no sentía ninguna hostilidad hacia ellos. Les conocía vagamente, estaba enterado de su alta posición dentro de sus profesiones individuales y nunca había tenido ningún desacuerdo con ellos dentro de los foros científicos donde nos habíamos encontrado. Morton Fields, de la Universidad de Chicago, era un psicólogo afiliado a la autodenominada Nueva Escuela Cósmica, que en mi interpretación era una especie de budismo secularizado. Buscaban desentrañar los misterios del alma colocándola en relación con el universo como totalidad, lo cual suena bastante pretencioso. En persona Fields se parecía a un ejecutivo de alguna gran firma camino de la cima, quizá un especialista en ordenadores: cuerpo delgado y atlético, pómulos altos, cabello color arena, boca de labios apretados y con las comisuras hacia abajo, mandíbula prominente y ojos claros e inquisitivos. Podía imaginármelo alimentando de datos a un ordenador cuatro días a la semana y pasando sus días libre dándole implacables golpes a una pelota de golf por el campo. Con todo, no era tan pedante como parecía.
Sabía que Lloyd Kolff era el decano de los filólogos: era un hombre enorme de cuerpo robusto, que había dejado ya atrás los sesenta años, con un rostro rojizo lleno de arrugas y los largos brazos de un gorila. Su base de operaciones era Columbia y los estudiantes le tenían como uno de sus favoritos debido a su robusta manera de mantenerse con los pies en la tierra; conocía más obscenidades en sánscrito que ningún hombre de los últimos treinta siglos y las usaba todas de forma tan vivida como frecuente. La especialidad de Kolff eran los versos eróticos, en todos los siglos y lenguajes. Se suponía que había cortejado a su esposa —también filóloga—, murmurándole abrasadoras frases en persa. Sería un buen recurso para nuestro grupo, un valioso contrapeso al rígido pedante que según sospechaba yo era F. Richard Heyman.
Aster Mikkelsen era una bioquímica de Michigan, parte del grupo involucrado en el proyecto de sintetizar la vida. La había conocido el año pasado en la conferencia de la A.A.A.S. en Seattle. Aunque su nombre sonaba a escandinavo, no era una de esas Junos nórdicas de las que, pese a todo, estoy tan escandalosamente encariñado. De cabello ocuro, delgada y de huesos finos, daba una impresión de fragilidad y timidez. Apenas si medía más de un metro cincuenta y dos centímetros; dudo que llegara a los cuarenta y cinco kilos de peso. Supongo que tendría unos cuarenta años, aunque parecía más joven. En sus ojos brillaba una luz cautelosa; sus rasgos eran elegantes. Sus ropas resultaban de una desafiante castidad, modelando su figura de muchacho como para proclamar el hecho de que no tenía nada que ofrecerle al amante de lo voluptuoso. En mi mente apareció como un relámpago la incongruente imagen de Lloyd Kolff y Aster Mikkelsen juntos en la cama, los carnosos pliegues del pesado y velludo cuerpo de él incrustándose en su silueta delgada y frágil, sus esbeltos muslos y sus finas pantorrillas tensándose en agonía para contener los asaltos del otro cuerpo, los tobillos profundamente clavados en su copiosa carne. Lo desparejo de los físicos era tan monstruoso que tuve que cerrar los ojos y apartar la mirada. Cuando osé abrirlos de nuevo, Kolff y Aster estaban el uno al lado de la otra, como antes -el ziggurath de carne junto a la melindrosa ninfa- y los dos me contemplaban con expresión de alarma.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Aster. Su voz era aguda y algo aflautada, quebradiza como la de una adolescente—. ¡Pensé que iba a desmayarse!
—Estoy un poco cansado —mentí.
No podía explicar por qué había acudido a mí esa imagen tan repentina, ni por qué me había dejado tan aturdido. Para cubrir mi confusión me volví hacia Kralick y le pregunté cuántos miembros más tendría el comité. Uno, dijo: Helen McIlwain, la famosa antropóloga, tenía que llegar en cualquier momento. Como si sus palabras hubieran sido una señal, la puerta se deslizó a un lado y la divina Helen en persona entró en la habitación.