¿Quién no ha oído hablar de Helen McIlwain? ¿Qué más puede decirse de ella? La apóstol del relativismo cultural, la dama de la antropología que no tiene nada de dama, la tozuda estudiante de los ritos de pubertad y los cultos de fertilidad que no ha vacilado en ofrecerse a sí misma como mujer de la tribu y hermana de sangre, la que llevó su búsqueda del conocimiento hasta las cloacas de Uagadugu para compartir el perro asado, la que escribió el texto básico sobre las técnicas de masturbación, la que aprendió de primera mano cómo se inician las vírgenes en la helada desolación de Sikkim… Tenía la impresión de que Helen siempre había estado con nosotros, yendo de una increíble hazaña a otra, publicando libros que en otra era la habrían hecho quemar en la estaca, informando solemnemente al público televisivo de asuntos que podrían escandalizar a los más endurecidos eruditos. Nuestros caminos se habían cruzado muchas veces, aunque no últimamente. Me sorprendió ver lo joven que parecía; por lo menos debía tener cincuenta años.
Iba vestida… bien, de forma aparatosa. Una cinta de plástico le rodeaba los hombros y de ella descendía una fibra negra astutamente moldeada para que se asemejara al cabello humano. Quizá era cabello humano. Formaba una espesa cascada que llegaba hasta medio muslo, el deleite de un fetichista, largo, sedoso y denso. Había algo salvaje y primordial en esta tienda de cabello que contenía a Helen; todo cuanto faltaba era el hueso a través de la nariz y las cicatrices ceremoniales en las mejillas. Creo que iba desnuda bajo aquella masa de cabello. Cuando cruzó la habitación fue posible distinguir fugaces destellos rosados asomando por entre la cortina de pelo. Tuve la ilusión momentánea de que estaba viendo la punta de un pezón rosado, la curva de una lisa nalga. Con todo, era tal la cohesión del barrido sensual que ejecutaban las largas hebras de pelo, tan suaves como si fueran de satén, que cubrían su cuerpo casi por completo permitiéndonos sólo esos fugaces atisbos que Helen pretendía que tuviéramos. Sus brazos, gráciles y delgados, estaban desnudos. Su cuello, parecido al de un cisne, se alzaba triunfante por entre la hirsuta cabellera y su propio pelo, castaño rojizo y brillante, no sufría por la comparación con su atuendo. El efecto era espectacular, fenomenal, impresionante y absurdo. Cuando Helen hizo su gran entrada observé el rostro de Aster Mikkelsen y vi cómo sus labios esbozaban una breve mueca de diversión.
—Siento llegar tarde —proclamó Helen con su magnífica voz de contralto—. He estado en el Smithsoniano. ¡Me han mostrado un magnífico juego de cuchillos para circuncidar de Dahomey, hechos en marfil!
—¿Y te han dejado practicar con ellos? —preguntó Lloyd Kolff.
—No hemos llegado tan lejos. Pero después de esta ridícula reunión, querido Lloyd, me encantará demostrar mi técnica si quieres acompañarme hasta allí. Contigo.
—Como deberías saber, para eso llegas sesenta y tres años demasiado tarde —rugió Kolff—. Me sorprende que tengas tan poca memoria, Helen.
—¡Oh, sí, querido! ¡Totalmente cierto! Mil disculpas. ¡Se me había olvidado por completo! —Y se lanzó sobre Kolff, con su atuendo de cabello revoloteando, para besarle en su ancha mejilla. Sanford Kralick se mordió el labio. Obviamente, esto era algo que se le había pasado por alto a su ordenador. F. Richard Heyman parecía incómodo, Fields sonreía y Aster ponía cara de aburrimiento. Empecé a darme cuenta de que nos esperaban momentos bastante movidos.
Kralick carraspeó, aclarándose la garganta.
—Ahora que estamos todos aquí, si pueden concederme su atención un momento…
Procedió a explicarnos nuestro trabajo. Utilizó pantallas, cubos de datos, sintetizadores sónicos y una batería de otros artefactos de última hora para transmitirnos lo necesario y apremiante de nuestra misión. Básicamente, se suponía que debíamos ayudar a hacer que la visita de Vornan-19 al año 1999 fuera más agradable y provechosa; pero también teníamos instrucciones de mantener al visitante bajo una estrecha vigilancia, moderar los excesos más ofensivos de su conducta si era posible, y decidir en secreto y según nuestros propios criterios si era genuino o un astuto fraude.
Resultó que nuestro grupo se hallaba dividido en ese último punto. Helen McIlwain creía firme y casi místicamente que Vornan-19 había venido del año 2999. Morton Fields era de la misma opinión, aunque no la proclamaba de forma tan estentórea. Le parecía que había algo simbólicamente adecuado en tener a una figura mesiánica venida del futuro para ayudarnos en nuestro tiempo de penas y apuros; y dado que Vornan encajaba en ese criterio, Fields estaba dispuesto a aceptarle. Por su parte, Lloyd Kolff pensaba que la idea de tomarse en serio a Vornan era demasiado divertida como para expresarla con palabras, mientras que F. Richard Heyman pareció ponerse de color púrpura ante la mera suposición de abrazar una idea tan irracional. Yo también me encontraba incapaz de aceptar las afirmaciones de Vornan. Aster Mikkelsen era neutral, o quizá “agnóstica” sea la palabra más adecuada. Aster poseía la auténtica objetividad científica: no pensaba adoptar ninguna postura sobre el viajero del tiempo hasta que no hubiera tenido oportunidad de verlo por sí misma.
Parte de esta amable escaramuza científica tuvo lugar ante las narices de Kralick. El resto sucedió esa noche, durante la cena, con sólo nosotros seis en la mesa de la Casa Blanca, mientras unos silenciosos sirvientes entraban y salían para colmarnos de exquisiteces a expensas de los contribuyentes. Bebimos mucho. Ciertas polaridades empezaron a exponerse por sí solas en el seno de nuestro pequeño y poco avenido grupo. Estaba claro que Kolff y Helen se habían acostado con anterioridad, y tenían intención de hacerlo de nuevo; los dos se mostraban tan desinhibidos respecto a su lujuria que eso causaba una clara preocupación en Heyman, el cual parecía tener un grave caso de estreñimiento que abarcaba desde su bóveda craneal hasta el empeine de sus pies. Al parecer, Morton Fields también sentía cierto interés sexual hacia Helen y cuanto más bebía más intentaba expresarlo, pero Helen no se enteraba de ello; estaba demasiado concentrada en aquel viejo y gordo Falstaff que hablaba en sánscrito, Kolff. Así pues, Fields desvió sus atenciones hacia Aster Mikkelsen que, sin embargo, parecía tan carente de sexo como la mesa y que rechazó sus toscos avances con la fría precisión de una mujer que llevaba largo tiempo acostumbrada a tales tareas.
En cuanto a mi propio estado de ánimo, era más bien de lejanía, un viejo vicio: estaba sentado allí, el observador sin cuerpo, viendo en acción a mis distinguidos colegas. Pensaba en el hecho de que este grupo había sido cuidadosamente seleccionado para evitar conflictos de personalidad y otros defectos. El pobre Sandy Kralick creía haber reunido a seis sabios impecables que servirían al país con celosa dedicación. No llevábamos juntos ni ocho horas y ya estaban apareciendo las líneas de división. ¿Qué nos ocurriría cuando se nos expusiera a la presencia del escurridizo e impredecible Vornan-19? Temía lo peor.
El banquete terminó cerca de la medianoche. Una hilera de botellas de vino vacías zigzagueaba por la mesa. Aparecieron unos empleados del gobierno y anunciaron que nos conducirían hasta los túneles.
Entonces se descubrió que Kralick nos había distribuido en hoteles esparcidos por toda la ciudad. Fields hizo una escenita algo ebria pretendiendo acompañar a Aster hasta su hotel y ella logró darle esquinazo, no sé cómo. Helen y Kolff se marcharon juntos, cogidos del brazo; cuando entraron en el ascensor vi la mano de él deslizándose bajo el sudario de cabello que envolvía a Helen. Yo volví andando a mi hotel. No conecté la pantalla para descubrir qué había estado haciendo Vornan-19 esta noche en Europa. Sospechaba, muy justamente, que a medida que fueran pasando las semanas tendría una ración más que suficiente de sus piruetas, y que podía pasar muy bien sin las noticias de esta noche.