Dormí mal. Helen McIlwain ocupó mis sueños. Antes nunca había soñado que estaba siendo circuncidado por una hechicera pelirroja envuelta en una capa de cabello humano. Confío en no tener de nuevo ese sueño… nunca.
SIETE
A las doce del día siguiente los seis —más Kralick— subimos al tubo interciudadano para Nueva York, sin paradas. Llegamos una hora después, justo a tiempo para una manifestación Apocaliptista en la terminal del tubo. Habían oído decir que Vornan-19 tenía que aterrizar pronto en Nueva York, y estaban haciendo un poco de entrenamiento preliminar.
Subimos al enorme vestíbulo de la terminal y lo encontramos convertido en un mar de figuras sudorosas e hirsutas. Banderas de luz viva derivaban por el aire, proclamando lemas sin sentido o, sencillamente, obscenidades de lo más corriente. La policía de la terminal intentaba mantener el orden desesperadamente. Por encima de todo el jaleo se oía el apagado retumbar de un cántico Apocaliptista, desgarrado e incoherente, un grito de anarquía en el cual sólo pude distinguir las palabras «final… llama… final…».
Helen McIlwain estaba fascinada. Los Apocaliptistas eran, como mínimo, igual de interesantes que sus médicos brujos tribales, e intentó meterse por el vestíbulo de la terminal para empaparse bien cerca de aquella experiencia. Kralick le dijo que volviera, pero ya era demasiado tarde; Helen se había lanzado hacia la turba. Un barbudo profeta del apocalipsis se agarró a ella y desgarró la red de pequeños discos de plástico que llevaba por atuendo esa mañana. Los discos salieron disparados en todas direcciones, dejando desnuda a Helen en una tira de veinte centímetros de anchura que iba desde su garganta hasta su cintura. Un pecho quedó bruscamente expuesto, sorprendentemente firme para una mujer de su edad y sorprendentemente bien desarrollado para una mujer de su constitución, más bien delgada. Helen tenía los ojos vidriosos a causa de la excitación y se agarró a su pretendiente, intentando extraer de él la esencia del Apocaliptismo, mientras que éste no paraba de agitarse, arañarla y darle golpes. Tres corpulentos guardias salieron al vestíbulo ante la insistencia de Kralick para rescatarla. Helen saludó al primero con una patada en la ingle que le hizo apartarse tambaleándose; el guardia se desvaneció bajo una oleada de fanáticos y no le vimos reaparecer. Los otros dos blandieron sus látigos neurales y los usaron para dispersar a los Apocaliptistas. Brotaron aullidos de ofendida irritación; se oyeron agudos chillidos de dolor, dominando la corriente de fondo del «final… llama… final…». Un pelotón de chicas medio desnudas pasó ante nosotros con las manos en las caderas, contoneándose igual que una hilera de coristas, impidiéndome ver; cuando me fue posible mirar de nuevo a la turba, me di cuenta de que los guardias habían logrado despejar una isla de espacio vacío alrededor de Helen y se la estaban llevando. Parecía transfigurada por la experiencia.
—Maravilloso —repetía sin cesar—, maravilloso, maravilloso, ¡qué frenesí tan orgásmico! —mientras los muros devolvían el eco del cántico, «final… llama… final…».
Kralick le ofreció su chaqueta a Helen y ella la apartó de un manotazo, sin importarle su carne desnuda o, quizá, importándole demasiado el mantenerla a la vista. Lograron sacarnos de allí, no sé cómo. Mientras cruzábamos el umbral, oí un terrible grito de dolor que se alzaba dominando todos los demás ruidos, el sonido que imagino haría un hombre cuando le llevaran a rastras antes de ser descuartizado. Jamás llegué a descubrir quién gritaba de esa forma, o porqué; «final…», oí, y ya estábamos fuera.
Unos coches nos estaban esperando. Fuimos llevados a un hotel en el centro de Manhattan. En el piso 125 teníamos una buena vista de la zona que estaban renovando en la parte baja. Helen y Kolff ocuparon una habitación doble sin ningún tipo de disimulo; el resto recibimos habitaciones individuales. Kralick nos proporcionó a cada uno un grueso paquete de cintas en las que se sugerían métodos para manejar a Vornan. Guardé las mías sin escuchar ninguna. Cuando miré hacia la lejana calle, vi figuras que se movían en un río frenético por el nivel de peatones, formando dibujos que se rompían sin cesar, y de vez en cuando algún enfrentamiento, brazos que gesticulaban, movimientos de hormigas irritadas. De vez en cuando una fugaz cuña de alborotadores cruzaba rugiendo el centro de la calle. Supuse que serían Apocaliptistas. ¿Cuánto tiempo llevaba ocurriendo esto? Había perdido el contacto con el mundo; no había comprendido que en cualquier momento y en cualquier ciudad uno era vulnerable al impacto del caos. Me aparté de mi ventana.
Morton Fields entró en la habitación. Aceptó mi oferta de una copa y yo apreté los botones de programación que había en el tablero de servicios de mi habitación. Después nos sentamos, sorbiendo en silencio ron destilado. Tenía la esperanza de que no empezaría a parlotear en su jerga psicológica. Pero no era de los que dan vueltas a un asunto: directo, incisivo, cuerdo, ése era su estilo.
—Como en un sueño, ¿no? —me preguntó.
—¿Todo eso del hombre del futuro?
—Todo este ambiente cultural. El estado de ánimo fin de siécle.
—Ha sido un siglo muy largo, Fields. Quizá el mundo está contento de verlo terminar. Quizá toda esta anarquía que hay a nuestro alrededor es una especie de celebración, ¿no?
—Puede que tenga algo de razón —me concedió—. Vornan-19 es una especie de Fortinbrás llegado para colocar nuevamente el tiempo en sus carriles.
—¿Eso piensa?
—Es una posibilidad.
—De momento, no ha ayudado mucho a ello —dije—. Parece crear problemas allí donde va.
—Sin pretenderlo. Todavía no se ha acostumbrado a nosotros, los salvajes, y no para de tropezar con los tabúes tribales. Déle algún tiempo para que nos conozca y empezará a hacer maravillas.
—¿Por qué dice eso?
Fields se tiró solemnemente de su oreja izquierda.
—Tiene poderes carismáticos, Garfield. Numen. El poder divino. Puede verlo en esa sonrisa suya, ¿verdad?
—Sí. Sí. Pero, ¿qué le hace pensar que utilizará ese carisma racionalmente? ¿Por qué no divertirse un poco, agitar a las turbas? ¿Está aquí como un salvador o sólo como un turista?
—Dentro de unos cuantos días lo descubriremos por nosotros mismos. ¿Le importa si pido otra copa?
—Pida tres —le dije despreocupadamente—. No pago las facturas.
Fields me miró fijamente. Sus ojos de color claro parecían tener ciertos problemas para enfocarse, igual que si llevara un par de compresores corneales y todavía no supiera cómo utilizarlos. Después de un largo silencio, dijo:
—¿Conoce usted a alguien que se haya ido a la cama con Aster Mikkelsen?
—La verdad es que no. ¿Debería?
—Oh, no es nada, sólo curiosidad. Quizá sea lesbiana.
—No sé por qué, pero lo dudo —dije yo—. ¿Importa?
Fields lanzó una débil carcajada.
—La noche pasada intenté seducirla.
—Ya me di cuenta.
—Estaba bastante bebido.
—También me di cuenta de eso.
—Aster me contó algo extraño mientras estaba intentando llevármela a la cama —dijo Fields—. Me contó que no se acostaba con hombres. Lo dijo en una forma extraña, sin inflexiones y sin emocionarse, como si debiera resultarle perfectamente obvio a todo el mundo, salvo a un maldito idiota. Estaba preguntándome si no hay algo sobre ella que debiera saber y que ignoro, nada más.
—Podría preguntárselo a Sandy Kralick —sugerí—. Tiene un dossier sobre todos nosotros.