—Nunca haría eso. Quiero decir… no me parece digno por mi parte…
—¿Querer acostarse con Aster?
—No, acudir a ese burócrata intentando enterarme de algo. Prefiero mantener el asunto entre nosotros.
—¿Entre nosotros los profesores? —dije yo, ampliando su frase.
—En cierto sentido —Fields sonrió, un esfuerzo que debió costarle un poco—. Mire, amigo mío, no tenía intención de agobiarle con mis preocupaciones. Sólo pensé que… si sabe algo sobre… sobre ella…
—¿Sus tendencias?
—Sus tendencias.
—Nada en absoluto. Es una bioquímica brillante —dije—. Como persona parece más bien reservada. Eso es todo cuanto puedo contarle.
Fields acabó marchándose poco después. Oí por los pasillos la rugiente y satisfecha carcajada de Lloyd Kolff. Me sentía igual que un prisionero. ¿Y si llamaba a Kralick y le pedía que me mandara inmediatamente a Martha/Sidney? Me desnudé y me introduje bajo la ducha, dejando que las moléculas realizaran su danza de zumbidos, quitando la suciedad de mi viaje a Washington. Después estuve leyendo un rato. Kolff me había dado su último libro, una antología de lírica amorosa metafísica que había traducido de los textos fenicios hallados en Biblos. Siempre había pensado en los fenicios como unos decididos negociantes levantinos, sin tiempo para la poesía, erótica o de otra clase, pero los versos eran sorprendentes, toscos y feroces. No había soñado que hubiera tantas formas de describir los genitales femeninos. Las páginas estaban festoneadas por largas ristras de adjetivos: un catálogo de la lujuria, un inventario de la mercancía disponible. Había partes que llegaban francamente lejos. Me pregunté si también Aster Mikkelsen habría recibido un ejemplar.
Debí quedarme adormilado. Sobre las cinco de la tarde me despertaron unas cuantas hojas que salían de la rendija de datos situada en la pared. Kralick estaba repartiendo el itinerario de Vornan-19. Lo típico: la Bolsa de Nueva York, el Gran Cañón, un par de fábricas, una reserva india o dos y —puesto a lápiz como posible— Ciudad Luna. Me pregunté si se esperaba que le acompañáramos a la Luna caso de que fuera allí. Probablemente.
En la cena de esa noche Helen y Aster empezaron a hablar de algo sin hacer caso de los demás. Me encontré sentado junto a Heyman, y se me obsequió con un discurso de interpretaciones spenglerianas sobre el movimiento Apocaliptista. Lloyd Kolff le contó historias escabrosas en varios idiomas a Fields, quien le escuchó con expresión melancólica y volvió a beber abundantemente. Kralick se reunió con nosotros a la hora del postre para decir que Vornan-19 abordaría un cohete con destino hacia Nueva York a la mañana siguiente y que estaría entre nosotros al mediodía, hora local. Nos deseó suerte.
No fuimos al aeropuerto para recibir a Vornan. Kralick esperaba problemas allí, y tuvo razón; nos quedamos en el hotel, observando la escena de la llegada en nuestras pantallas. Dos grupos rivales se habían congregado en el aeropuerto para saludar a Vornan. Había una gran masa de Apocaliptistas, pero eso no era sorprendente; estos días parecía haber una gran masa de ellos por todas partes. Lo que resultaba un poco más inquietante era la presencia de un grupo de unos mil manifestantes a los que, a falta de otra palabra mejor, el locutor llamó los «discípulos» de Vornan. Habían venido para adorarle. La cámara se demoraba encantada sobre sus rostros. No eran lunáticos enfurecidos como los Apocaliptistas; no, la mayoría de ellos eran muy de clase media, tensos, controlándose rígidamente, sin tener nada de celebrantes dionisíacos. Contemplé los rostros fruncidos, los labios apretados, la expresión sobria… y me asusté. Los Apocaliptistas representaban a la parte inquieta de la sociedad, los que no tenían raíces, los que iban de un lado a otro. Quienes habían venido para doblar la rodilla ante Vornan eran los moradores de los pequeños apartamentos suburbanos, los que depositaban su dinero en instituciones de ahorro, los que se iban a dormir temprano, la columna vertebral de la vida norteamericana. Se lo hice notar a Helen McIlwain.
—Por supuesto —dijo ella—. Es la contrarrevolución, la reacción que llega ante los excesos Apocaliptistas. Esas personas ven al hombre del futuro como el apóstol del orden restaurado.
Fields había dicho algo muy parecido. Pensé en cuerpos que caían y muslos rosados en una sala de baile del Tívoli.
—Probablemente van a quedar decepcionados si piensan que Vornan les ayudará —dije—. Por lo que he visto, está de parte de la entropía.
—Puede que cambie cuando vea el poder que puede tener sobre ellos.
Si miro hacia atrás, de todas las muchas cosas aterradoras que vi y oí aquellos primeros días, las tranquilas palabras de Helen McIlwain fueron las más terroríficas.
Por supuesto, el gobierno tiene una larga experiencia en la importación de celebridades. La llegada de Vornan fue anunciada en una pista y después vino por otra, al final del aeropuerto, mientras que un cohete enviado desde Ciudad de México para despistar a la gente se deslizaba por la pista donde se suponía iba a posarse el hombre del año 2999. Considerando las circunstancias, la policía contuvo bastante bien a la multitud. Pero cuando los dos grupos avanzaron por la pista de aterrizaje, se fundieron en uno solo, los Apocaliptistas mezclándose con los discípulos de Vornan, y entonces, de repente, fue imposible saber cuál era cada grupo. La cámara se centró en una palpitante masa de humanidad y se retiró con la misma rapidez que había llegado, al descubrirse que bajo todo aquel tumulto se estaba realizando una violación. Miles de figuras rodearon el cohete cuyos flancos de un azul apagado relucían tentadoramente bajo la débil claridad solar de enero; mientras tanto, Vornan era silenciosamente sacado del auténtico cohete a un kilómetro y medio de distancia. Llegó hasta nosotros mediante un helicóptero y un módulo de transporte, mientras que sobre la gente que luchaba alrededor del cohete azul se vaciaban los tanques de espuma. Kralick llamó para hacernos saber que estaban llevando a Vornan a la suite de hotel que serviría como nuestros cuarteles generales en Nueva York.
Cuando Vornan-19 se aproximaba a la habitación, sentí un instante de pánico repentino y cegador.
¿Cómo puedo transmitir en palabras la intensidad de ese sentimiento? ¿Puedo decir que por un instante parecieron aflojarse las amarras del universo, de tal forma que la Tierra andaba a la deriva por el vacío? ¿Puedo decir que tuve la sensación de estar vagando por un mundo carente de razón, sin estructuras, sin coherencia? Hablo totalmente en serio: fue un momento del más absoluto miedo. Todas mis posturas de ironía, de burla y de sarcasmo me abandonaron; y me quedé sin la armadura del cinismo, desnudo en mitad de una feroz galerna, enfrentándome a la perspectiva de que estaba a punto de conocer a un vagabundo surgido del tiempo.
El miedo que sentía era el miedo de que la abstracción se estuviera convirtiendo en realidad. Puede hablarse largamente sobre la inversión temporal, incluso se puede empujar a unos cuantos electrones una breve distancia dentro del pasado y, sin embargo, todo sigue siendo esencialmente abstracto. No he visto ningún electrón, y tampoco puedo decirles dónde se encuentra el pasado. Ahora, de repente, la textura del cosmos había sido desgarrada y un viento gélido llegado del futuro soplaba sobre mí; aunque intenté recapturar mi viejo escepticismo, descubrí que era imposible. Que Dios me ayude… realmente creía que Vornan era auténtico. Su carisma le había precedido al interior de la habitación, convirtiéndome por adelantado. ¿De qué servía la tozudez o la incredulidad? Antes de que apareciese, ya me había convertido en gelatina. Helen McIlwain permanecía inmóvil, en trance. Fields no paraba de removerse; Kolff y Heyman parecían inquietos; incluso el gélido escudo de Aster había sido penetrado. Fuera lo que fuese aquello que sentía, ellos lo sentían también.