Vornan-19 entró en la habitación.
Le había visto con tanta frecuencia en las pantallas durante las dos últimas semanas que tenía la sensación de conocerle; pero cuando estuvo entre nosotros me encontré en presencia de un ser tan ajeno que resultaba incognoscible. Y restos de tal sensación persistieron durante los meses siguientes, por lo que Vornan siempre fue algo lejano y apartado.
Era incluso más bajo de lo que yo había esperado, apenas unos dos o tres centímetros más alto que Aster Mikkelsen. En una habitación llena de hombres altos parecía abrumado, con la torre de Kralick a un lado y la montaña de Kolff al otro. Y, sin embargo, dominaba perfectamente la situación. Sus ojos nos barrieron a todos en un solo gesto y dijo:
—Es muy amable por su parte haberse tomado tantas molestias por mí. Me siento halagado.
Que Dios me ayude. Creí.
Cada uno de nosotros somos los resúmenes de los acontecimientos de nuestro tiempo, los grandes y los pequeños. Tanto nuestras pautas de pensamiento como nuestros nudos de prejuicios nos vienen determinados por la destilación de lo que ocurre, que inhalamos a cada respiración. He sido moldeado por las pequeñas guerras ocurridas durante mi existencia, por las detonaciones de las armas atómicas de mi infancia, por el trauma del asesinato de Kennedy, por la extinción de la ostra del Atlántico, por las palabras que me dijo mi primera mujer en el momento del éxtasis, por el triunfo del ordenador, por el cosquilleo del sol de Arizona sobre mi piel desnuda y por muchas cosas más. Cuando trato con otros seres humanos, sé que tengo un parentesco con ellos, que han sido moldeados por algunos de los acontecimientos que han dado forma a mi alma, que tenemos por lo menos ciertos puntos de referencia común.
¿Qué había dado forma a Vornan?
Ninguna de las cosas que me habían moldeado. En eso hallé unos buenos cimientos para sentirme sobrecogido. La matriz de la cual venía era totalmente distinta a la mía. Un mundo que hablaba otros lenguajes, que había tenido diez siglos más de historia, que había sufrido inimaginables alteraciones de cultura y motivos… ése era el mundo del que provenía. Por mi mente cruzó un fugaz destello del mundo de Vornan, un panorama imaginario, un mundo idealizado de verdes campos y torres relucientes, de clima controlado y vacaciones en las estrellas, de conceptos incomprensibles y avances inconcebibles; y supe que cuanto imaginara se quedaría corto ante la realidad, que no tenía ningún punto de referencia que compartir con él.
Me dije que estaba siendo un estúpido por rendirme ante tal miedo. Me dije que este hombre venía de mi propio tiempo, que era un inteligente manipulador de sus congéneres mortales. Luché por recuperar mi escepticismo defensivo. Fracasé.
Nos fuimos presentando a Vornan. Él siguió inmóvil en el centro de la habitación, con un leve aire desdeñoso, escuchando mientras que nosotros le recitábamos nuestras especialidades científicas. El filólogo, la bioquímica, la antropóloga, el historiador y el psicólogo fueron anunciándose respectivamente por turno.
—Soy un físico especializado en el fenómeno de la inversión temporal —dije yo, y esperé.
—Qué notable —replicó Vornan-19—. ¡Han descubierto la inversión temporal en una etapa tan temprana de la civilización! Tendremos que hablar en alguna ocasión de esto. Espero que sea muy pronto, sir Garfield.
Heyman dio un paso hacia adelante y ladró:
—¿Qué quiere decir con «etapa tan temprana de la civilización»? Si piensa que somos una manada de salvajes sudorosos, usted…
—Franz —musitó Kolff, cogiendo a Heyman por el brazo, y descubrí entonces lo que representaba la F de «F. Richard Heyman».
Heyman se dejó calmar con una expresión irritada en el rostro. Kralick le miró, frunciendo el ceño. Por muy bajo sospecha que estuviera un invitado, no se le daba la bienvenida gritándole desafíos.
—Hemos preparado una visita al distrito financiero para mañana por la mañana —dijo Kralick—. Pensé que el resto de este día podría pasarse sin hacer nada de particular, descansando. ¿Les parece bien a todos…?
Vornan no le estaba prestando atención. Había cruzado la habitación con un curioso deslizarse y se encontraba al lado de Aster Mikkelsen, mirándola.
—Lamento que mi cuerpo esté sucio por largas horas de viaje —dijo, en voz muy baja y suave—. Deseo limpiarme. ¿Me haría el honor de bañarse conmigo?
Todos nos quedamos boquiabiertos. Estábamos dispuestos a no dejarnos impresionar por la costumbre que tenía Vornan de hacer peticiones escandalosas, pero no habíamos esperado que intentara nada tan pronto, y menos con Aster. Morton Fields se puso rígido y giró en redondo igual que un hombre de la prehistoria, buscando claramente una forma de rescatarla de su apuro. Pero Aster no necesitaba que nadie la rescatara. Aceptó grácilmente y sin ninguna señal de vacilación la invitación hecha por Vornan de compartir un cuarto de baño con él. Helen sonrió. Kolff guiñó un ojo. Fields balbuceó algo incomprensible. Vornan hizo una leve inclinación, doblando las rodillas al mismo tiempo que la columna -como si realmente no supiera muy bien de qué forma se hacían las reverencias—, y se llevó rápidamente a Aster de la habitación. Todo había sucedido tan deprisa que nos habíamos quedado totalmente aturdidos.
—¡No podemos dejar que haga eso! —logró decir finalmente Fields.
—Aster no ha puesto objeciones —observó Helen—. La decisión fue suya.
Heyman se golpeó la mano con el puño.
—¡Dimito! —dijo con voz de trueno—. ¡Esto es un absurdo! ¡Me retiro totalmente de este comité!
Kolff y Kralick se volvieron de inmediato hacía él.
—Franz, controla tu temperamento —rugió Kolff y, simultáneamente, Kralick dijo:
—Doctor Heyman, le suplico…
—Supongan que me hubiera pedido a mí que tomara un baño con él —dijo Heyman—. ¿Tenemos que satisfacer cada uno de sus caprichos? ¡Me niego a tomar parte en esta idiotez!
—Nadie le está pidiendo que ceda a peticiones obviamente excesivas, doctor Heyman —dijo Kralick—. La señorita Mikkelsen no fue sometida a ninguna presión para acceder. Lo hizo en nombre de la buena armonía, de… bueno, por razones científicas. Estoy orgulloso de ella. De todas formas, no estaba obligada a decir que sí, y no quiero que usted se sienta…
Helen McIlwain le interrumpió serenamente.
—Franz, cariño, siento que hayas decidido dimitir tan rápidamente. ¿No te habría gustado discutir con él cómo serán los próximos mil años? Ahora nunca tendrás una oportunidad de hacerlo. Dudo que el señor Kralick pueda dejar que le entrevistes como quieres si no cooperas y, naturalmente, hay tantos historiadores que estarán encantados de ocupar tu sitio, ¿verdad?
Su truco resultó diabólicamente efectivo. La idea de permitir que algún despreciable rival consiguiera ser el primero en acceder a Vornan tuvo un efecto devastador sobre Heyman; y pronto estuvo murmurando que en realidad no había dimitido, que sólo había amenazado con dimitir. Kralick le dejó que sudara un poco antes de acceder a olvidar todo aquel desgraciado incidente y al final Heyman, no de muy buena gana, prometió adoptar una actitud más moderada hacia la misión.
Fields había estado mirando todo este tiempo hacia la puerta a través de la cual se habían desvanecido Aster y Vornan.
—¿No creen que deberíamos averiguar lo que están haciendo? —dijo por fin, un tanto irritado.
—Dándose un baño, me imagino —dijo Kralick.
—¡Se toma usted esto con mucha calma! —dijo Fields—. Pero, ¿y si la ha dejado marcharse con un maníaco homicida? En la postura y expresión facial de ese hombre detecté ciertos signos que me llevan a creer que no es digno de confianza.