Kralick enarcó una de sus gruesas cejas.
—¿De veras, doctor Fields? ¿Le importaría redactar un informe al respecto?
—Todavía no —dijo él, con expresión malhumorada—. Pero pienso que la señorita Mikkelsen debería ser protegida. Es demasiado pronto para que ninguno de nosotros dé por sentado que este hombre del futuro se halla motivado en cualquier forma por las costumbres y tabúes de nuestra sociedad, y…
—Eso es cierto —dijo Helen—. Puede que tenga por costumbre sacrificar a una virgen de cabello oscuro cada jueves por la mañana. Lo importante, lo que debemos recordar, es que no piensa igual que nosotros, ni en las cosas importantes ni en las pequeñas cosas.
Por su tono, serio y tranquilo, resultaba imposible saber si hablaba en serio, aunque sospeché que no lo hacía. En cuanto a la inquietud de Fields, era algo muy simple de explicar: habiendo visto frustrados sus planes para con Aster, estaba disgustado al ver que Vornan había conseguido tener éxito tan rápidamente. De hecho, estaba tan disgustado y preocupado que logró exasperar a Kralick de tal forma que éste nos reveló algo que estaba claro no había tenido intención de contarnos.
—Mi personal está observando en todo momento a Vornan —le dijo secamente Kralick al psicólogo—. Tenemos un completo contacto auditivo, táctil y visual con su persona y no creo que lo sepa, y le agradecería que no se lo hiciera descubrir. La señorita Mikkelsen no corre ningún peligro.
Fields se quedó atónito. Creo que a todos nos pasó igual.
—¿Quiere decir que sus hombres les están observando… ahora mismo?
—Mire —dijo Kralick, obviamente disgustado.
Cogió de un manotazo el teléfono de la casa y marcó un número de transferencia. La pantalla mural de la habitación se iluminó al instante con una transmisión de lo que sus aparatos sensores estaban viendo. Se nos proporcionó una imagen a todo color y tres dimensiones de Aster Mikkelsen y Vornan-19.
Estaban desnudos. Vornan le daba la espalda a la cámara; Aster no. Tenía un cuerpo flexible y delgado de caderas poco anchas, y los pechos de una niña de doce años.
Los dos estaban bajo una ducha molecular. Ella le estaba frotando la espalda.
Parecían estar pasándoselo muy bien.
OCHO
Esa noche Kralick había dispuesto que Vornan-19 asistiera a una fiesta en su honor celebrada en la casa de Wesley Bruton, el magnate de la electricidad, situada junto al río Hudson. La residencia de Bruton había sido terminada hacía tan sólo dos o tres años; era obra de Albert Ngumbwe, el joven y brillante arquitecto que ahora está diseñando la capital panafricana en el bosque Ituri. Era un lugar tan ostentoso, que incluso yo había oído hablar de él en mi aislamiento de California: la muestra más sobresaliente y representativa del diseño contemporáneo, según se decía. Sentí que se me despertaba la curiosidad. Pasé la mayor parte de la tarde con un libro prácticamente incomprensible -obra de un crítico de arquitectura-, el cual establecía a la mansión Bruton dentro de su contexto; podría decirse que estuve haciendo mis deberes. La flotilla de helicópteros partiría a las seis y media del helipuerto situado en la cima de nuestro hotel y viajaríamos bajo las más estrictas medidas de seguridad. Me daba cuenta de que el problema logístico iba a ser muy grave durante esta gira y sería necesario llevarnos discretamente de un sitio a otro, igual que si fuéramos contrabando.
Varios centenares de reporteros y otros molestos miembros de los medios de comunicación intentaban seguir a Vornan por todas partes, aunque se había acordado que la cobertura quedaría restringida al grupo diario de seis periodistas. Una nube de Apocaliptistas irritados seguía los movimientos de Vornan, proclamando a gritos que no creían en él. Y ahora estaba el dolor de cabeza adicional representado por su creciente fuerza de discípulos, una contraturba de los lustrosos y respetables burgueses de la clase media-alta que veían en Vornan al apóstol de la ley y el orden, y que pisoteaban la ley y el orden en su frenético deseo de adorarle. Teniendo que vérnoslas con todas esas fuerzas, sería preciso que nos moviéramos rápidamente.
Hacia las seis empezamos a reunimos en nuestra suite principal. Al llegar me encontré allí a Helen y Kolff. Este último iba vestido con la máxima elegancia y resultaba un espectáculo impresionante de ver: una túnica iridiscente cubría su monumental masa, centelleando en todo un espectro de colores, mientras que una gigantesca faja azul marino atraía la atención hacia su protuberante vientre. Había untado con pomada su ya escaso cabello blanco, repartiéndolo por la cúpula de su cráneo. En su vasto pecho había dispuesta una hilera de medallas académicas, conferidas por muchos gobiernos. Sólo reconocí una, que también me había sido concedida: la Legion des Curies de Francia. Kolff exhibía toda una docena de esos ridículos objetos.
Por comparación, Helen casi parecía haberse contenido. Llevaba un traje túnica fabricado con alguna especie de polímero que de vez en cuando era transparente y de vez en cuando opaco; vista desde el ángulo adecuado parecía estar desnuda, pero la imagen duraba sólo un instante antes de que las largas cadenas de escurridizas moléculas cambiaran de orientación y ocultaran su carne. Era muy astuto, atractivo y, dentro de su estilo particular, incluso de buen gusto. Alrededor de su garganta llevaba un curioso amuleto, tan aparatosamente fálico que acababa negándose a sí mismo y terminaba por parecer inocente. Su maquillaje consistía en una capa de brillo verde para los labios y halos oscuros alrededor de los ojos.
Fields no tardó en aparecer, vistiendo un traje de negocios corriente, y después entró Heyman, vestido con un apretado traje oscuro cuyo estilo se había quedado anticuado como mínimo hacía veinte años. Los dos parecían algo inquietos y a disgusto. No mucho tiempo después Aster entró en la habitación, vestida con una sencilla túnica que le llegaba hasta la rodilla y adornada por una hilera de pequeñas turmalinas que le cruzaba la frente. Su llegada hizo que la habitación se viera recorrida por una corriente de tensión.
Me di la vuelta con cierta torpeza, sintiéndome culpable e incapaz de mirarla a los ojos. Como todos los demás, la había espiado; aunque no hubiera sido idea mía conectar ese sensor de espionaje y verla a hurtadillas en la ducha, había mirado junto con todos los otros, había pegado mi ojo a la cerradura y había conseguido echarle un vistazo. Ahora sus pequeños senos y sus planas nalgas de muchacho ya no eran ningún secreto para mí. Fields volvió a ponerse rígido, apretando los puños; Heyman se ruborizó y sus pies se removieron sobre el suelo de cristal esponja. Pero Helen, que no creía en conceptos como la culpabilidad, la vergüenza o la modestia, la obsequió con una bienvenida cálida y carente de toda turbación, y Kolff, que durante su larga vida había cometido transgresiones tan a menudo que ya no podía preocuparse por sentir un leve remordimiento a causa de un poco de voyeurismo no intencional, la saludó con su voz retumbante y alegre de costumbre:
—¿Te lo pasaste bien aseándote?
—Fue divertido —respondió Aster sin levantar la voz.
No ofreció más detalles al respecto. Me di cuenta de que Fields ardía en deseos de saber si se había acostado con Vornan-19. Me parecía que eso no tenía importancia; nuestro invitado había demostrado ya una notable e indiscriminada voracidad sexual, pero, por otra parte, Aster daba la impresión de ser perfectamente capaz de proteger su castidad incluso ante un hombre con el cual se había bañado. Parecía alegre y relajada y no daba ni la más mínima impresión de haber sufrido ninguna violación fundamental de su personalidad en las últimas tres horas. Yo más bien tenía la esperanza de que se hubiera acostado con él; podía haber sido una experiencia saludable para Aster, siendo la mujer fría y aislada que era.