Kralick llegó unos cuantos minutos después, con Vornan-19 siguiéndole. Nos condujo a todos hasta el helipuerto del techo, donde nos estaban aguardando los helicópteros. Había cuatro: uno para los seis miembros del equipo de noticias, uno para nosotros seis y Vornan, uno para un grupo de gente de la Casa Blanca y uno para los cuatro guardias de seguridad. Nuestro helicóptero fue el tercero en despegar. Se alzó al cielo nocturno con un apagado zumbar de turbinas y aceleró en dirección norte. En ningún momento de nuestro vuelo pudimos ver a los otros helicópteros. Vornan-19 contemplaba con interés por su ventanilla la reluciente ciudad que había bajo nosotros.
—Por favor, ¿cuál es la población de esta ciudad? —preguntó.
—Incluyendo el área metropolitana que la rodea, cerca de treinta millones de personas —dijo Heyman.
—¿Todas ellas humanas?
La pregunta nos dejó perplejos. Después de que transcurriera un instante, Fields dijo:
—Si se refiere a que si alguno procede de otros mundos, no. No tenemos ningún ser de otros mundos en la Tierra. Jamás hemos descubierto ninguna forma de vida inteligente en este sistema solar, y ninguna de nuestras sondas estelares ha regresado todavía.
—No —dijo Vornan—, no estoy hablando de gente de otros mundos. Hablo de nativos de la Tierra. De sus treinta millones que hay aquí, ¿cuántos son de pura sangre humana y cuántos son servidores?
—¿Servidores? ¿Se refiere a robots? —preguntó Helen.
—En el sentido de formas de vida sintéticas, no —dijo Vornan pacientemente—. Me refiero a los que no tienen la posición plena de seres humanos porque genéticamente son otra cosa. ¿Todavía no tienen servidores? Me cuesta hallar las palabras adecuadas con qué preguntar. ¿No construyen vida de la vida inferior? No hay… no hay… —se quedó callado durante unos segundos—. No puedo decirlo. No hay palabras.
Intercambiamos miradas de preocupación. Ésta era prácticamente la primera conversación que cualquiera de nosotros había tenido con Vornan-19, y ya nos estábamos atascando con problemas de comunicación. Sentí una vez más ese escalofrío de temor, esa conciencia de que estaba ante algo extraño. Cada átomo escéptico y racionalista de mi ser me decía que este tal Vornan era solamente un estafador hábil y lleno de recursos y, aun así, cuando hablaba de una Tierra poblada por humanos y menos-que-humanos, como de pasada, en sus vacilantes intentos por explicar a qué se refería, se notaba una poderosa convicción.
Vornan dejó el tema. Seguimos volando. Bajo nosotros el Hudson ondulaba perezosamente hacia el mar. Pasado cierto tiempo, la zona metropolitana se fue terminando y pudimos distinguir las zonas oscuras de los bosques públicos, y después de eso nos encontramos bajando hacia la pista de aterrizaje privada de la propiedad de cien acres que tenía Wesley Bruton, unos ciento cincuenta kilómetros al norte de la ciudad. Bruton poseía la mayor extensión de terreno privado sin urbanizar al este del Mississippi, según decían. Lo creí.
La casa irradiaba luz. La vimos desde una distancia de casi medio kilómetro al salir de los helicópteros; se encontraba en una elevación que dominaba el río, y su exterior relucía con una luz verde que mandaba chorros de claridad hacia las estrellas. Un paseo deslizante cubierto nos llevó hasta los escalones, atravesando un jardín invernal de hielo esculpido, fantasías teñidas de color hechas por una mano magistral. Cuando nos acercamos, pudimos distinguir el diseño estructural hecho por Ngumbwe: una serie de conchas traslúcidas concéntricas que encerraban un pabellón terminado en punta, más alto que cualquiera de los árboles que lo rodeaban. Ocho o nueve arcos que se superponían unos encima de otros componían el techo, girando con lentitud, de tal manera que la forma de la casa cambiaba continuamente. A unos noventa metros por encima del arco más alto colgaba un gran faro de luz viva, un vasto globo amarillo que giraba, se retorcía y oscilaba sobre su tenue pedestal. Pudimos oír música, aguda y vibrante, que llegaba de guirnaldas de minúsculos altavoces, colocadas sobre los gélidos miembros de los árboles, adustos y monumentales. El paseo nos guió hacia la casa; una puerta se abrió ante nosotros bostezando igual que una boca, deslizándose hacia los lados para engullirnos. Tuve un fugaz atisbo de mi propia persona reflejada en la cristalina superficie de la puerta, con aspecto solemne, pareciendo incómoda y algo entrada en carnes.
Dentro de la casa reinaba el caos. Estaba claro que Ngumbwe era un aliado de los poderes de la oscuridad: ningún ángulo era comprensible, ninguna línea se encontraba con las demás. Desde el vestíbulo donde nos hallábamos eran visibles docenas de estancias que se ramificaban en todas las direcciones imaginables, y aun así era imposible discernir ninguna pauta, pues las mismas habitaciones se hallaban en movimiento, cambiando constantemente no tan sólo sus contornos individuales, sino su relación con las demás. Las paredes se formaban, se disolvían y se reencarnaban en alguna otra parte. Los suelos subían para convertirse en techos, mientras que bajo ellos eran engendradas nuevas habitaciones. Tuve la sensación de que en las entrañas de la tierra había una colosal maquinaria que rechinaba y chasqueaba para conseguir tales efectos, pero todo se hacía de forma insonora y sin sacudida alguna. En el vestíbulo la estructura era relativamente estable, pero la habitación oval tenía unos muros pegajosos de color rosa, hechos con un material parecido a la piel, que bajaban siguiendo una aguda inclinación, subiendo nuevamente justo más allá de donde nos encontrábamos, y retorciéndose en el aire de tal forma que la superficie, lisa y carente de toda interrupción, era la de una cinta de Moebius. Se podía andar por esa pared, rebasar el punto de giro y abandonar la habitación para pasar a otra, pero no había ninguna salida aparente. Me fue imposible contener la risa. Un loco había diseñado esta casa, y otro loco vivía en ella; pero resultaba inevitable no sentir cierto orgullo maligno ante todo este ingenio tan pésimamente empleado.
—¡Notable! —retumbó Lloyd Kolff—. ¡Increíble! ¿Qué piensa de esto, eh? —le preguntó a Vornan.
Vornan sonrió sin demasiado entusiasmo.
—Muy divertido. ¿Funciona bien la terapia?
—¿Terapia?
—Esta casa es para curar a los perturbados, ¿no? Un manicomio, ¿no es la palabra adecuada?
—Ésta es la casa de uno de los hombres más ricos del mundo —dijo Heyman, secamente—, diseñada por el joven arquitecto Albert Ngumbwe, de gran talento. Se la considera uno de los puntos más altos del logro artístico.
—Encantadora —dijo Vornan-19, y esa única palabra tuvo un sonido más bien devastador.
El vestíbulo giró sobre sí mismo y nos desplazamos por la viscosa superficie hasta que de pronto nos encontramos en otra habitación. La fiesta se hallaba en todo su apogeo. Por lo menos un centenar de personas estaban reunidas en un salón con forma de diamante que tenía un tamaño inmenso y unas dimensiones imposibles de averiguar; hacían un ruido terrible, aunque gracias a un astuto truco de ingeniería acústica no habíamos oído absolutamente nada hasta haber rebasado la zona crítica de la cinta de Moebius. Ahora nos encontrábamos metidos en una horda de elegantes invitados, que, estaba claro, llevaban celebrando el acontecimiento de esa noche desde mucho antes que llegara el huésped de honor. Bailaban, cantaban, bebían y emitían nubes de humo multicolor. Los haces de luz se movían sobre ellos. Reconocí docenas de rostros en un aturdido barrido de la habitación: actores, financieros, figuras políticas, playboys, cosmonautas… Bruton había arrojado una gran red abarcando toda la sociedad y capturando tan sólo a los distinguidos, los animados, los notables. Me sorprendió ser capaz de ponerle nombre a tantos de los rostros, y me di cuenta de que era una indicación del éxito de Burton el que pudiera reunir bajo una sola multiplicidad de techos a tantos individuos que alguien como yo, un profesor encerrado en su trabajo, fuera capaz de reconocer.