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Un torrente de centelleante vino tinto fluía de una abertura situada en lo alto de una pared y corría en un espeso y burbujeante río diagonalmente a través del suelo, igual que el agua por un abrevadero de cerdos. Una chica de cabello oscuro vestida tan sólo con unos aros de plata sobre el cuerpo se encontraba bajo él, riendo mientras que el vino la empapaba. Intenté recordar su nombre y Helen dijo: «Deona Sawtelle. La heredera de los ordenadores». Dos apuestos jóvenes con fracs hechos de tela espejo tiraban de sus brazos, intentando apartarla de aquel sitio, y ella les eludía para seguir haciendo cabriolas bajo el torrente de vino. Un instante después los jóvenes se unieron a ella. Cerca del grupo, una soberbia mujer de piel oscura, con las fosas nasales adornadas con joyas, lanzaba gritos de placer entre las garras de una titánica figura de metal que la apretaba rítmicamente contra su pecho. Un hombre con el cráneo afeitado y brillante yacía tendido cuando largo era sobre el suelo, mientras que tres chicas apenas salidas de la adolescencia estaban sentadas encima de él y creo que intentaban quitarle los pantalones. Cuatro caballeros con las barbas teñidas, que parecían eruditos, cantaban roncamente en un lenguaje desconocido para mí, y Lloyd Kolff cruzó la sala para saludarles con alaridos de un placer misteriosamente expresado. Una mujer con la piel color oro lloraba calladamente junto a la base de una monstruosa construcción giratoria de ébano, jade y latón. A través del aire cargado de humo volaban criaturas mecánicas con ruidosas alas metálicas y colas de pavo real, lanzando estridentes chillidos y arrojando sus brillantes excrementos sobre los invitados. Un par de monos encadenados con eslabones de marfil copulaban alegremente cerca de la intersección de dos ángulos agudos de la pared. Esto era Nínive; aquello Babilonia. Me quedé inmóvil y deslumbrado, repelido por tanto exceso y, sin embargo, encantado, como es encantado uno por la audacia cósmica, sea de la clase que sea.

¿Era ésta una típica fiesta de Wesley Bruton? ¿O todo aquello había sido puesto en escena en beneficio de Vornan-19? Me era imposible imaginar a la gente portándose de aquella forma bajo circunstancias normales. Pero todos actuaban con franca naturalidad; sólo harían falta unas cuantas capas de suciedad y un cambio de escenario y esto podría ser un disturbio de los Apocaliptistas, no una reunión de la élite. Vi a Kralick… atónito. Se encontraba a un lado de la entrada -que se había desvanecido-, enorme y con el rostro algo pálido; sus feos rasgos habiendo perdido su encanto a medida que el abatimiento y el desánimo se iban filtrando por su carne. No había tenido intención de traer a Vornan a semejante sitio.

Y, de todas formas, ¿dónde estaba nuestro visitante? Le habíamos perdido de vista en la primera conmoción de nuestra zambullida dentro de la casa de locos. Vornan había estado en lo cierto: esto era un manicomio. Y ahí estaba él, justo en el centro. Ahora podía verle, junto al río de vino. La chica de los aros plateados, la heredera de los ordenadores, se puso de rodillas, el cuerpo manchado de carmesí, y se pasó suavemente la mano por el costado. Los aros se abrieron ante aquella amable orden y cayeron al suelo. Le ofreció uno a Vornan, quien lo aceptó gravemente, y lanzó el resto al aire. Los pájaros mecánicos los cogieron al vuelo y empezaron a devorarlos. La heredera de los ordenadores, ahora totalmente desnuda, aplaudió encantada. Uno de los jóvenes que llevaban fracs de espejo sacó un frasco de su bolsillo y roció con su contenido los pechos y las caderas de la chica, dejando sobre ellos una delgada película de plástico. La chica le dio las gracias con una reverencia y, volviéndose nuevamente hacia Vornan-19, recogió un poco de vino en las palmas de sus manos y le ofreció un trago. Vornan bebió.

Toda la mitad izquierda de la estancia sufrió una convulsión, con el suelo alzándose unos quince metros para revelar un grupo de celebrantes totalmente nuevo que emergía de un sótano situado en alguna parte. Tres miembros de nuestro grupo, Kralick, Fields y Aster, se desvanecieron en esta rotación del suelo principal. Decidí que debería mantenerme cerca de Vornan, dado que ningún otro miembro de nuestro comité estaba asumiendo esa responsabilidad. Kolff era presa de paroxismos de risa junto a sus cuatro sabios barbudos; Helen estaba inmóvil, como aturdida, intentando registrar todos los aspectos de la escena; Heyman se alejó dando vueltas en los brazos de una voluptuosa morena con garras unidas a sus dedos. Me abrí paso a codazos por la habitación. Un joven de rostro cerúleo me cogió la mano y la besó. Una mujer ya madura que se tambaleaba hizo caer un chorro de vómito a diez centímetros de mis zapatos y un zumbante escarabajo metálico de color dorado -que tendría unos buenos treinta centímetros de diámetro- emergió del suelo para limpiar el desastre, emitiendo chasquidos de satisfacción; cuando se alejó, vi los engranajes que giraban bajo sus alas.

Un instante después me encontraba al lado de Vornan. Tenía los labios manchados de vino, pero su sonrisa seguía siendo magnífica. Al verme se apartó de la Sawtelle, quien estaba intentando atraerle hacia el riachuelo de vino, y me dijo:

—Esto es excelente, sir Garfield. Estoy pasando una noche espléndida… —su frente se arrugó—. Ahora recuerdo que sir Garfield es la forma equivocada de tratamiento. Eres Leo. Una noche espléndida, Leo. Esta casa… ¡la comedia encarnada!

A nuestro alrededor la bacanal había aumentado todavía más su furor. Masas de luz viva derivaban a la altura de los ojos; vi a uno de los distinguidos invitados capturar una y comérsela. Los dos acompañantes de una mujer de aire hinchado -que, según reconocí con sorpresa y disgusto, fue reina de belleza en mi juventud- habían empezado una pelea a puñetazos. Cerca de nosotros, dos chicas rodaban por el suelo en un vehemente combate de lucha libre, arrancándose la ropa a puñados la una a la otra. Se formó un anillo de espectadores y éstos aplaudieron rítmicamente a medida que las zonas de carne desnuda se iban revelando; de repente hubo una fugaz visión de nalgas rosadas y la disputa se convirtió en un desinhibido abrazo sáfico. Vornan parecía fascinado por las piernas flexionadas de la chica que estaba debajo, los movimientos pélvicos de quien la había vencido y los húmedos ruidos de succión que hacían sus labios al unirse. Inclinó la cabeza para ver mejor, pero en ese mismo instante se nos aproximó una figura y Vornan dijo:

— ¿Conoces a este hombre?

Tuve la inquietante impresión de que Vornan había estado mirando en dos direcciones a la vez, abarcando un cuadrante distinto de la habitación con cada uno de sus ojos. ¿Sería así?

El recién llegado era un hombre bajo y corpulento, no más alto que Vornan-19, pero como mínimo dos veces más ancho. Su cuerpo, de un poder inmenso, soportaba una enorme cabeza dolicocéfala que se alzaba de sus colosales hombros sin que la ayudara cuello alguno. No tenía cabello, ni tan siquiera cejas o pestañas, lo cual le hacía parecer mucho más desnudo que todos los juerguistas desnudos o a medio desvestir que se agitaban junto a nosotros. Ignorándome, extendió una gigantesca zarpa hacia Vornan-19 y dijo:

—Así que usted es el hombre del futuro. Encantado de conocerle. Soy Wesley Bruton.

—Oh, nuestro anfitrión. Buenas noches —Vornan le dirigió una variante de su sonrisa, menos deslumbrante, más educada, y casi de inmediato la sonrisa se apagó y los ojos entraron en acción: agudos, fríos, penetrantes. Moviendo suavemente la cabeza hacia mí, dijo—: Por supuesto, conoce a Leo Garfield, ¿verdad?

—Sólo de reputación —rugió Bruton.

Su mano seguía extendida. Vornan no la había estrechado. La mirada de expectación que había en los ojos de Bruton se fue convirtiendo lentamente en una decepción asombrada y una furia apenas contenida. Sintiendo que debía hacer algo, estreché yo mismo la mano, y mientras que él me trituraba los huesos, grité: