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—Ha sido muy amable al invitarnos, señor Bruton. Esta casa es un milagro… —y, en voz más baja, añadí—: Discúlpelo, no comprende todas nuestras costumbres. No creo que dé la mano.

El magnate de la electricidad pareció aplacarse un tanto. Me soltó y dijo:

—¿Qué piensa del lugar, Vornan?

—Delicioso. Hermoso en su delicadeza. Admiro el buen gusto de su arquitecto, su contención, su clasicismo.

Me fue imposible estar seguro de si sus palabras pretendían ser una sincera alabanza o una burla. Bruton pareció tomárselas como un cumplido. Cogió a Vornan por una muñeca, me rodeó con su brazo libre y dijo:

—Amigos, me gustaría mostrarles algunas de las cosas que hay entre bastidores. Esto debería interesarle, profesor. Y sé que a Vornan le encantará. ¡Adelante!

Temí que Vornan hiciera uso de aquella técnica para aturdir que había exhibido en las Escalinatas Españolas y mandara a Bruton volando a diez metros de distancia por haber osado ponerle la mano encima… Pero no, nuestro invitado se dejó llevar. Bruton se abrió paso sin miramientos por entre el remolineante caos de la fiesta, arrastrándonos en su estela. Llegamos a un estrado en el centro de la habitación. Una orquesta invisible hizo sonar un acorde terrorífico y prorrumpió en una sinfonía que nunca había oído antes, haciendo que chorros de sonido brotaran de cada rincón de la estancia. Una chica vestida de princesa egipcia bailaba en lo alto del estrado. Bruton agarró con las manos sus muslos desnudos y la apartó igual que si fuera una silla. Subimos al estrado detrás de él; hizo una señal y nos hundimos repentinamente a través del suelo.

—Nos encontramos a sesenta metros de profundidad —anunció Bruton—. Ésta es la sala de control principal. ¡Miren!

Agitó sus brazos en un ademán grandilocuente. Rodeándonos por todas partes había pantallas que mostraban imágenes de la fiesta. La acción se desarrollaba caleidoscópicamente en una docena de habitaciones al mismo tiempo. Vi al pobre Kralick tambaleándose, mientras que una mujer fatal trepaba sobre sus hombros. Morton Fields estaba enroscado en una posición comprometida alrededor de una opulenta mujer con una nariz ancha y algo aplastada; Helen McIlwain estaba dictándole notas al amuleto de su cuello, una tarea que la obligaba a proporcionar una buena imitación del acto de la felación, mientras que Lloyd Kolff estaba gozando de ese mismo acto a no mucha distancia, riendo cavernosamente, mientras que una chica con los ojos muy abiertos estaba agazapada ante él. No logré encontrar a Heyman. Aster Mikkelsen se encontraba en el centro de una habitación con las paredes húmedas y palpitantes, la expresión serena mientras que a su alrededor todo era frenesí. Mesas cargadas de comida se movían a través de las habitaciones, dando la impresión de poseer voluntad propia; vi cómo los huéspedes cogían los alimentos, atracándose, arrojándose unos a otros los bocados más tiernos. Había una habitación en la que grifos de vino o licor -supongo- colgaban del techo para que cualquiera pudiese coger uno de ellos, accionarlo y saciarse con el líquido; había una estancia sumida en una oscuridad total, pero no sin ocupantes; había otra en donde los invitados hacían turno para colocarse en la cabeza la banda de algún tipo de ingenio que trastornaba los sentidos.

—¡Miren esto! —exclamó Bruton.

Vornan y yo miramos, él con un leve interés, yo sintiéndome a disgusto, mientras que Bruton accionaba interruptores, cerraba circuitos y tecleaba en el ordenador con la alegría de un maníaco. Las luces se encendieron y se apagaron en las habitaciones de arriba; suelos y techos cambiaron de lugar; pequeñas criaturas artificiales volaron enloquecidas por entre los invitados que chillaban y reían. Sonidos ensordecedores, demasiado terribles para ser llamados música, despertaron ecos por el edificio. Pensé que la misma Tierra haría erupción en protesta, y que lava fundida nos engulliría a todos.

—Cinco mil kilovatios por hora —proclamó Bruton.

Puso las manos en un globo plateado que tendría unos treinta centímetros de diámetro, provisto de un contrapeso, y lo empujó por un riel cubierto de joyas. Al instante una pared de la sala de control se dobló sobre sí misma, desapareciendo para revelar el gigantesco pozo de un generador magnetohidrodinámico, que bajaba a un sótano aún más hondo que éste. Las agujas de los monitores bailaban enloquecidas; los diales destellaron en rojo, púrpura y verde ante nosotros. La transpiración caía por el rostro de Wesley Bruton, mientras iba recitando, casi histérico, los datos y capacidades de la central energética sobre la que tenía los cimientos su palacio. Nos hizo oír una salvaje canción de kilovatios. Puso su mano sobre gruesos cables y les dio masajes con una franca obscenidad. Nos hizo señas para que bajáramos a ver el núcleo de su generador y le seguimos, llevados cada vez más abajo del abismo por aquel magnate parecido a un duende. Recordé vagamente que Wesley Bruton había edificado el grupo de compañías que distribuía electricidad a través de medio continente, y era como si toda la capacidad generadora de aquel monopolio incomprensible estuviera concentrada aquí, bajo nuestros pies, contenida y dominada para el solo propósito de mantener y sostener la obra maestra arquitectónica de Albert Ngumbwe.

En este nivel, la atmósfera estaba ferozmente recalentada. El sudor rodaba por mis mejillas. Bruton se abrió la chaqueta de un manotazo para dejar al desnudo un pecho sin vello ceñido por gruesos cordones de músculo. Sólo Vornan-19 seguía sin ser afectado por el calor; avanzaba casi bailando junto a Bruton, diciendo poco, observando mucho, sin dejarse infectar en lo más mínimo por el febril estado anímico de su anfitrión.

Llegamos al fondo. Bruton acarició el curvado flanco de su generador igual que si fuera la cadera de una mujer. De repente debió percatarse de que Vornan-19 no mostraba ningún éxtasis ante este desfile de maravillas. Giró sobre sí mismo y preguntó:

—¿Tienen algo como esto en el lugar de donde viene? ¿Hay una casa que pueda compararse con mi casa?

—Lo dudo —dijo amablemente Vornan.

—¿Cómo vive la gente ahí? ¿Casas grandes? ¿Pequeñas?

—Tendemos hacia la simplicidad.

—¡Entonces nunca ha visto una casa como la mía! ¡No hay nada que iguale este lugar en los próximos mil años! —Bruton hizo una pausa—, Pero… ¿es que mi casa no existe en su época?

—No estoy enterado de ello.

—¡Ngumbwe me prometió que duraría mil años! ¡Cinco mil! ¡Nadie sería capaz de hacer derribar un sitio como éste! Escuche, Vornan, piénselo bien. Tiene que seguir ahí, en algún sitio. Un monumento del pasado… un museo de historia antigua…

—Quizá lo esté —dijo Vornan con indiferencia—. Verá, esta área se encuentra fuera de la Centralidad. No tengo ninguna información firme sobre lo que puede encontrarse ahí. Sin embargo, supongo que la barbarie primitiva de esta estructura pudo resultar ofensiva para quienes vivieron en el Tiempo del Barrido, cuando cambiaron muchas cosas. Entonces hubo mucho que pereció por la intolerancia.

—Barbarie… primitiva… —musitó Bruton. Parecía a punto de sufrir un ataque de apoplejía. Deseé tener a mano a Kralick para que me sacara de este apuro.

Vornan siguió clavando dardos en la inesperadamente delgada piel del multimillonario.

—Habría sido encantador conservar un sitio como éste —dijo—. Para celebrar festivales dentro de él, curiosas ceremonias en honor del regreso de la primavera… —Vornan sonrió—. Hasta podríamos volver a tener inviernos, aunque sólo fuese para poder experimentar así el regreso de la primavera. Y entonces bailaríamos y nos divertiríamos en su casa, sir Bruton. Pero creo que ha desaparecido. Creo que se esfumó hace centenares de años. No estoy seguro. No estoy seguro.

—¿Se está burlando de mí? —gritó Bruton—. ¿Riéndose de mi casa? ¿No soy más que un salvaje para usted? ¿Es que…?