—Ponte eso.
—No hablo vuestro lenguaje.
—Quieren que cubras tu cuerpo —dijo Horst Klein—. Su visión les ofende.
—Mi cuerpo no está deformado —dijo Vornan-19—. ¿Por qué debería cubrirlo?
—Quieren que lo hagas y tienen látigos neurales. Pueden hacerte daño con ellos. ¿Ves? Son esas varas grises que llevan en las manos.
—¿Puedo examinar tu arma? —le dijo afablemente el visitante al agente más cercano.
Alargó la mano hacia ella. El agente retrocedió. Vornan se movió con una velocidad que parecía imposible y arrancó el látigo de la mano del policía. Lo cogió por la punta utilizada para golpear y tendría que haber recibido una descarga aturdidora casi letal, pero, fuera por lo que fuese, no la recibió. El policía se quedó con la boca abierta, mientras que Vornan estudiaba el látigo, haciéndolo funcionar despreocupadamente y pasando la mano por la zona metálica para sentir los efectos que producía. Los agentes retrocedieron, persignándose con fervor.
Horst Klein se abrió paso a través de la falange, que estaba desintegrándose, y se arrojó a los pies de Vornan:
—Vienes realmente del futuro, ¿verdad?
—Por supuesto.
—¿Cómo lo haces… cómo puedes tocar el látigo?
—Estas fuerzas tan suaves pueden ser absorbidas y transformadas —dijo Vornan—. ¿Todavía no poseéis los rituales de energía?
El joven alemán, tembloroso, meneó la cabeza. Cogió la capa del policía y se la ofreció al hombre desnudo.
—Tápate con esto —murmuró—. Por favor. Haznos más fáciles las cosas. No puedes andar por ahí desnudo…
Sorprendentemente, Vornan consintió. Después de algunas dificultades, logró ponerse la capa.
—¿El mundo no terminará en un año? —dijo Klein.
—Desde luego que no.
—¡He sido un idiota!
—Quizá.
Las lágrimas corrieron por sus anchas mejillas teutónicas, carentes de toda arruga. La débil risa del agotamiento se abrió paso por entre los labios de Horst Klein. Se inclinó sobre la fría losa de piedra en una improvisada reverencia árabe ante Vornan-19. Temblando, sollozando, jadeando, Horst Klein renunció a su fe en el movimiento Apocaliptista.
El hombre del futuro había conseguido su primer discípulo.
DOS
En Arizona yo no sabía nada de esto. Si lo hubiera sabido, lo habría considerado una locura y no le habría hecho ningún caso. Pero me encontraba en una etapa estéril y asfixiante de mi vida, con demasiado trabajo y pocos logros, y no le prestaba atención a nada que sucediera más allá de los confines de mi propio cráneo. Me hallaba en un estado de ánimo ascético, y entre las cosas que me negaba ese mes estaba el ser consciente de los acontecimientos mundiales.
Mis anfitriones eran amables. Me habían visto pasar antes por tales crisis, y sabían cómo manejarme. Lo que necesitaba era una delicada combinación de soledad y atención, y sólo personas de cierta sensibilidad podían proporcionar la atmósfera requerida. No estaría fuera de lugar afirmar que Jack y Shirley Bryant habían salvado varias veces mi cordura.
Jack había trabajado conmigo en Irvine durante varios años a finales de la década de los 80. Había venido directamente del Instituto Tecnológico de Massachusetts, donde había conseguido la mayor parte de los honores disponibles, y como en la mayoría de refugiados de esa institución había en su alma algo de pálido y aprisionado, los estigmas de haber vivido demasiado en el Este, de excesivos veranos sin aire y demasiados inviernos ásperos. Era un placer ver cómo se abría bajo nuestro sol, como si fuera una flor demasiado resistente para morir.
Cuando le conocí no tenía mucho más de veinte años: alto, pero con el tórax poco desarrollado, una espesa cabellera rizada que no cuidaba demasiado, las mejillas perpetuamente cubiertas de una media barba, los ojos hundidos y los labios delgados e inquietos. Tenía todos los rasgos, tics y costumbres estereotipadas del joven genio. Yo había leído sus trabajos sobre la física de partículas, y eran brillantes. Deben comprender que en la física se trabaja siguiendo ideas que aparecen de forma penetrante y repentina —inspiraciones, quizá—, y por ello no es necesario ser viejo y sabio antes de que uno pueda ser brillante. Newton remodeló el universo cuando sólo era un muchacho. Einstein, Schrödinger, Heisenberg, Pauli y el resto de aquellos pioneros hicieron la parte más espléndida de su trabajo antes de cumplir los treinta años. Es posible volverse más astuto y profundo con la edad, como Bohr, pero éste todavía era joven cuando le echó una mirada al corazón del átomo. Por lo tanto, cuando digo que el trabajo de Jack Bryant era brillante, no quiero decir meramente que fuese un joven excepcionalmente prometedor. Quiero decir que era brillante en una escala de valores absolutos, y que había logrado alcanzar la grandeza cuando todavía le faltaba graduarse.
Durante los primeros dos años que pasó conmigo, pensé que estaba realmente destinado a rehacer la física. Tenía ese extraño poder, ese don de la intuición que lo hace temblar todo y penetra cualquier duda; y también poseía la habilidad matemática y la persistencia requeridas para perseguir su intuición y arrancarle una verdad consistente a lo desconocido. Su trabajo sólo guardaba una relación marginal con el mío.
Mi proyecto de inversión del tiempo se había convertido en algo más experimental que teórico por aquella época, pues ya había pasado por las etapas de las primeras hipótesis y ahora gastaba la mayor parte de mi tiempo en el gigantesco acelerador de partículas, intentando acumular las fuerzas que esperaba mandarían volando hacia el pasado fragmentos de átomos. Jack, al contrario, seguía siendo un teórico puro. Su preocupación era la fuerza que mantenía unido el átomo. Por supuesto, en aquello no había nada de nuevo. Pero Jack había reexaminado algunas implicaciones que se habían pasado por alto en el trabajo hecho por Yukawa en 1935 sobre los mesones, y mientras revisaba esa vieja literatura, había cambiado de sitio cuanto generalmente se creía conocer sobre el pegamento que mantiene unido al átomo. Me parecía que Jack estaba en camino de hacer uno de los descubrimientos revolucionarios de la humanidad: lograr una comprensión de las relaciones energéticas fundamentales a partir de las cuales está construido el universo. Lo cual, por supuesto, es lo que todos buscamos, en última instancia.
Dado que yo era su tutor académico, me mantenía atento a sus estudios -examinando los sucesivos bosquejos de su tesis doctoral- mientras que consagraba la mayor parte de mis energías a mi propio trabajo. No comprendí las implicaciones principales de la investigación de Jack más que de forma gradual. Lo había estado mirando dentro de la esfera de la física pura, encerrada en sí misma, pero ahora veía que el desenlace final de su trabajo tenía que ser altamente práctico. Se dirigía hacia un medio de utilizar la fuerza de cohesión del átomo y liberar esa energía no a través de un estallido repentino, sino en un flujo controlado.
El propio Jack no parecía darse cuenta de ello. Las aplicaciones de una teoría física no le interesaban. Trabajaba dentro de su ambiente de ecuaciones, donde no entraba el aire, y no prestaba más atención a tales posibilidades que a las fluctuaciones del mercado de valores. Pero yo sí lo veía. El trabajo de Rutherford a principios del siglo XX había sido también pura teoría, pero llevó de forma infalible a la erupción del sol sobre Hiroshima. Hombres de menor calibre podían rebuscar en el núcleo de la tesis de Jack y encontrar allí los medios para la liberación total de la energía atómica. Ni la fisión ni la fusión serían necesarias. Cualquier átomo podía ser abierto y despojado de su energía. Un tazón de tierra haría funcionar un generador de un millón de kilovatios. Unas cuantas gotas de agua mandarían una nave a la luna. Ésta era la energía atómica de la fantasía. Todo estaba ahí, implícito en el trabajo de Jack.