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Me apresuré a interrumpirle.

—Como experto en electricidad, señor Bruton, quizá le gustaría saber algo sobre las fuentes de energía en la era de Vornan-19. En una de sus entrevistas, hace unas cuantas semanas, dijo algunas cosas sobre fuentes de energía relacionadas con la conversión total; y si quiere hacerle preguntas al respecto, quizá ahora se extienda sobre el tema.

Bruton olvidó inmediatamente que estaba enfadado. Utilizó su brazo para limpiarse el sudor que estaba metiéndose en sus ojos desprovistos de cejas y gruñó:

—¿Qué es todo eso? ¡Hábleme de ello!

Vornan juntó los dorsos de sus manos en un gesto que resultaba tan comunicativo como extraño.

—Lamento saber tan poco sobre asuntos técnicos.

—¡Pero cuénteme algo de todas formas!

—Sí —dije yo, pensando en la agonía de Jack Bryant y preguntándome si éste era mi momento de averiguar lo que debía saber—. Vornan, este sistema de energía autosuficiente… ¿Cuándo empezó a ser utilizado?

—Oh… hace mucho tiempo. Es decir, en mi época, claro.

¿Cuánto hace?

—¿Trescientos años? —se preguntó a sí mismo—. ¿Quinientos? ¿Ochocientos? Es tan difícil calcular estas cosas. Fue hace tiempo… hace mucho tiempo.

—¿Qué era? —preguntó Bruton—. ¿Qué tamaño tenía cada unidad generadora?

—Oh, bastante pequeño —dijo Vornan, evasivamente. Su mano rozó con suavidad el brazo desnudo de Bruton—. ¿Subimos? Me estoy perdiendo esa fiesta suya, tan interesante.

—¿Quiere decir que eliminó la necesidad de todo tipo de transmisión energética? —Bruton era incapaz de olvidarse del tema—. ¿Todo el mundo generaba su propia energía? ¿Igual que estoy haciendo yo aquí?

Subimos por una pasarela de complejo trazado -que parecía haber sido hecha por una araña- y ésta nos condujo con sus giros a un nivel superior. Bruton siguió haciendo llover preguntas sobre Vornan, mientras recorríamos de nuevo la ruta que habíamos seguido para volver a la sala de control principal. Yo intenté hacer alguna pregunta que precisase en qué momento había tenido lugar este gran cambio, esperando poder calmar a Jack diciéndole que había ocurrido en un futuro lejano de nuestro tiempo. Vornan esquivó alegremente todas nuestras preguntas, sin decir apenas nada que tuviera sustancia.

Su despreocupada negativa a satisfacer sin rodeos nuestra petición de informaciones despertó una vez más mis sospechas. ¿Cómo podía evitar esos balanceos pendulares de mi ánimo, si en un momento dado estaba interrogando gravemente a Vornan sobre los acontecimientos de la historia futura, y un instante después me maldecía a mí mismo por ser un crédulo y un idiota al darme cuenta de que era un farsante? Una vez en la sala de control, Vornan escogió un método muy sencillo para no verse obligado a soportar nuestras preguntas. Fue hacia uno de los complicados paneles, le dirigió a Bruton una sonrisa de su mayor voltaje y dijo:

—Esta habitación suya es deliciosamente divertida. Siento una gran admiración por ella.

Accionó tres interruptores y apretó cuatro botones; luego hizo girar un dial de noventa grados y bajó una gran palanca. Bruton lanzó un aullido. La habitación se oscureció. Las chispas volaron por el aire igual que demonios. De lo alto nos llegó el gemido cacofónico de instrumentos musicales carentes de sustancia y los sonidos de choques y golpes. Debajo de nosotros, dos pasarelas móviles se estrellaron la una contra la otra. Una pantalla cobró vida de nuevo, mostrándonos con su pálido resplandor la estancia principal, con los invitados caídos en un confuso montón.

Las luces rojas de advertencia empezaron a parpadear. Toda la casa se había vuelto loca, habitaciones girando alrededor de habitaciones. Bruton se había lanzado sobre los controles igual que un demente, apretando esto y haciendo girar aquello, pero cada nuevo ajuste que realizaba parecía servir tan sólo para aumentar la confusión. Me pregunté si el generador no acabaría estallando. ¿Se derrumbaría todo encima de nosotros? Escuché una ristra de maldiciones que habrían dejado en éxtasis a Kolff. La maquinaria seguía rechinando tanto encima como debajo de nosotros. La pantalla me ofreció una imagen desenfocada de Helen McIlwain montada sobre los hombros de un preocupado Sandy Kralick. Se oía ruido de gritos y carreras.

Tenía que hacer algo. ¿Dónde estaba Vornan-19? Le había perdido en la oscuridad. Avancé cautelosamente, buscando la salida de la sala de control. Logré distinguir una puerta; presa de paroxismos, se agitaba dentro de la concavidad que la encerraba en una serie de estremecimientos arrítmicos. Agazapado, conté cinco ciclos completos y entonces, con la esperanza de que mis cálculos fueran por lo menos aproximadamente correctos, la crucé de un salto justo a tiempo para evitar el ser aplastado.

—¡Vornan! —grité.

Una niebla verdosa flotaba por la atmósfera de la habitación a la cual había entrado ahora. El techo se inclinaba en ángulos improbables. Los invitados de Bruton yacían en el suelo, algunos inconscientes, unos cuantos heridos, por lo menos una pareja trabada en un apasionado abrazo. Creí distinguir a Vornan en una habitación vagamente visible a mi izquierda, pero cometí el error de apoyarme en una pared: un panel respondió a mi presión y giró sobre sí mismo, lanzándome a una habitación distinta. Allí tuve que ponerme en cuclillas; el techo estaba apenas a metro y medio de altura. Crucé la habitación andando a cuatro patas, tiré de un biombo y me encontré en la sala principal.

La cascada de vino se había convertido en una fuente, lanzando su burbujeante fluido hacia el techo reluciente. Los invitados formaban grupos, cogiéndose unos a otros para hallar consuelo y reconfortarse, los rostros aturdidos. En el suelo zumbaban los insectos mecánicos, limpiando los escombros; media docena de ellos habían atrapado a uno de los pájaros metálicos de Bruton y lo estaban destrozando con sus minúsculos picos. No se podía ver a nadie de nuestro grupo. La casa emitía ahora un estridente chirrido.

Me preparé a morir, pensando lo adecuadamente absurdo que era el perecer en la casa de un lunático por el capricho de otro, mientras me hallaba embarcado en esta misión de locos. Pero aun así continué luchando por abrirme paso por entre el humo y el ruido, entre las siluetas de los elegantes invitados que chillaban, enredados unos con otros, a través de los muros que se deslizaban y los suelos que se hundían. Una vez más me pareció ver a Vornan por delante mío. Le seguí con la tozudez de un maníaco, con la sensación de que era mi deber encontrarle y sacarle del edificio antes de que éste se demoliera a sí mismo en una última expresión de petulancia. Pero llegué a una barrera más allá de la cual no podía pasar. Invisible, pero impenetrable, logró detenerme.

— ¡Vornan! -grité, pues ahora le veía con claridad. Estaba hablando con una mujer alta y atractiva de mediana edad, que no parecía nada turbada por cuanto había sucedido-. ¡Vornan! ¡Soy yo, Leo Garfield!

Pero él no podía oír nada. Le dio su brazo a la mujer y los dos se alejaron, siguiendo un rumbo irregular a través del caos. Yo golpeé con mis puños la barrera invisible.

—No hay forma de pasar —dijo una ronca voz femenina—. No lograría romperla ni en un millón de años.

Me volví. A mis espaldas había aparecido una visión plateada: una muchacha delgada, que no tendría más de diecinueve años, con todo su cuerpo emitiendo un resplandor blanco. Su cabello relucía como la seda; sus ojos eran espejos de plata; sus labios estaban cubiertos de plata; su cuerpo iba ceñido por un traje plateado. Miré de nuevo y me di cuenta de que no era ningún traje, sino meramente una capa de pintura; detecté pezones, un ombligo, los contornos gemelos de los músculos subiendo por el liso vientre. Llevaba ese rociado color plata desde el cuello hasta los pies y bajo esa luz fantasmal parecía radiante, irreal, inalcanzable. No la había visto antes en la fiesta.