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—¿Qué ha sucedido? —preguntó.

—Bruton nos llevó a ver la sala de control. Vornan apretó unos cuantos botones cuando no le mirábamos. Creo que la casa va a estallar.

Ella se llevó su mano de plata a sus plateados labios.

—No, no estallará. Pero de todas formas haríamos mejor saliendo de aquí. Si va pasar por una serie de cambios aleatorios, podría aplastar a todo el mundo antes de que las cosas se calmaran. Venga conmigo.

—¿Sabe cómo salir?

—Por supuesto —dijo— ¡No tiene más que seguirme! Hay una bolsa de salida a tres habitaciones de aquí… a no ser que se haya desplazado.

No era momento de discutir. Se lanzó por una escotilla que se abrió de repente y yo la seguí, hipnotizado por la visión de su delicado trasero cubierto de plata. Fue delante mío hasta que yo empecé a jadear de fatiga. Saltamos sobre umbrales que ondulaban como serpientes; nos abrimos paso por entre montones de borrachos vacilantes; dejamos atrás corriendo obstáculos que aparecían y se esfumaban en palpitaciones irracionales. Nunca había visto nada tan hermoso como aquella pulida estatua que había cobrado vida, la muchacha de plata, desnuda, escurridiza y veloz, avanzando decididamente por entre todas las dislocaciones de la casa. Se detuvo junto a una temblorosa franja de pared y dijo:

—Aquí.

—¿Dónde?

—Ahí.

La pared se abrió con un bostezo. Me hizo entrar y se metió detrás de mí; luego, con una veloz pirueta, pasó junto a mí, apretó algo y nos encontramos fuera de la casa.

El viento de enero nos golpeó igual que una espada remolineante. Me había olvidado del clima; durante toda la noche habíamos estado perfectamente protegidos de él. De repente nos encontrábamos expuestos, yo con mi delgado traje, la chica en su desnudez, cubierta sólo por una capa de pintura plateada que tenía el grosor de una molécula. Tropezó y cayó en un banco de nieve, rodando sobre él como si estuviera en llamas; tiré de ella y la puse en pie.

¿Dónde podíamos ir? Detrás de nosotros, la casa latía y se agitaba igual que un cefalópodo enloquecido. Hasta este momento la chica había parecido saber cómo actuar, pero el aire helado la había dejado entumecida y aturdida, y ahora estaba temblando presa de la parálisis, asustada y patética.

—El estacionamiento —dije yo.

Corrimos hacia allí. Se encontraba por lo menos a medio kilómetro de distancia, y ahora no estábamos viajando en ninguna cinta deslizante cubierta; corrimos sobre el suelo helado, al que montículos de nieve y ríos de hielo habían vuelto peligroso. Me encontraba tan excitado que apenas si notaba el frío, pero éste castigaba brutalmente a la chica. Cayó varias veces antes de que llegáramos al estacionamiento. Ahí estaba, por fin. Los vehículos de los ricos y los poderosos se encontraban ordenadamente colocados bajo un escudo protector. Logramos pasar, no sé cómo; los mecanismos que controlaban el estacionamiento de Bruton habían perdido el control durante la falla general de energía y no hicieron ningún intento por detenernos. Estaban dando vueltas en una zumbante confusión, encendiendo y apagando sus luces. Tiré de la joven hasta la limusina más próxima, abrí su puerta, la metí dentro y me dejé caer junto a ella.

El interior era cálido, igual que un útero. La chica se quedó inmóvil, temblando, medio congelada.

—¡Abrázame! —exclamó—. ¡Me estoy helando! ¡Por el amor de Dios, abrázame!

Mis brazos la apretaron con fuerza. Su delgado cuerpo se pegó al mío. Su pánico desapareció en un instante; volvía estar cálida y tan segura de sí misma como lo había estado cuando nos hizo salir de la casa. Sentí sus manos sobre mi cuerpo. Me rendí voluntariamente a su encanto plateado. Mis labios fueron hacia los suyos y se apartaron saboreando el metal; sus fríos muslos me rodearon; tuve la misma sensación que si le estuviera haciendo el amor a una máquina hábilmente concebida, pero la pintura plateada sólo cubría su piel y la sensación se desvaneció cuando llegué a la cálida carne que había bajo ella. En nuestra apasionada lucha, su cabello plateado se reveló como una peluca y resbaló, dejando al descubierto bajo ella un cráneo sin platear, calvo y liso como la porcelana.

Ahora la reconocía: tenía que ser la hija de Bruton. El gen de su carencia de vello se había transmitido. Ella suspiró y me atrajo hacia el olvido.

NUEVE

—Perdimos el control de los acontecimientos —dijo Kralick—. La próxima vez tendremos que impedir que se nos escapen de las manos. ¿Quién de ustedes se encontraba con Vornan cuando tocó los controles?

—Yo —dije—. No hubo absolutamente ninguna forma de impedir lo que ocurrió. Se movió muy deprisa. Ni Bruton ni yo sospechamos que pudiera hacer algo así.

—No pueden permitirse bajar la guardia ni un segundo cuando estén con él —dijo Kralick, angustiado—. Tienen que dar por sentado que en cualquier momento es capaz de hacer lo más increíble que se puedan imaginar. ¿No he intentado dejarles eso bien metido en la cabeza antes?

—Básicamente, somos personas racionales —dijo Heyman—. No nos resulta fácil ajustarnos a la presencia de una persona irracional.

Había transcurrido un día desde la debacle que tuvo lugar en la maravillosa villa de Wesley Bruton. Milagrosamente, no se habían producido bajas; Kralick había hecho llamar tropas del Gobierno que sacaron a todos los invitados de la casa -que latía y se agitaba- con el tiempo justo. Vornan-19 había sido encontrado fuera de la casa, observándola tranquilamente mientras ésta ejecutaba sus piruetas. Le oí murmurar a Kralick que los daños causados a la casa habían sido de varios centenares de miles de dólares.

El Gobierno pagaría. No le envidié a Kralick el trabajo de calmar a Wesley Bruton. Pero, al menos, el magnate de la electricidad no podía decir que hubiera sufrido injustamente. Su propio impulso de rebajar al hombre del futuro había causado todos sus problemas. Bruton tenía que haber visto las imágenes del viaje de Vornan por las capitales de Europa, y estaría enterado de que cosas impredecibles ocurrían siempre a su alrededor. Con todo, Bruton había insistido en dar la fiesta y también en llevar a Vornan a la sala de control de su mansión. Era incapaz de sentir mucha pena por él. En cuanto a los invitados que habían visto interrumpidas sus diversiones por el cataclismo, tampoco merecían demasiada compasión. Habían acudido para contemplar al viajero del tiempo y para quedar en ridículo. Habían conseguido las dos cosas, y ¿qué mal había en que Vornan hubiera escogido aumentar un poco más su ridículo a cambio?

Pero Kralick tenía buenas razones para estar disgustado con nosotros. Era responsabilidad nuestra impedir que ocurrieran tales cosas. No habíamos cumplido demasiado bien esa responsabilidad en nuestra primera salida con el hombre del futuro.

No muy animados, nos preparamos para continuar con la gira. Hoy teníamos que visitar la Bolsa de Nueva York. No tengo idea de cómo tal sitio había llegado a encontrarse en el itinerario de Vornan. Desde luego, no fue él quien lo pidió; sospecho que algún burócrata de la capital había decidido arbitrariamente que sería un valioso gesto de propaganda dejar que el turista del futuro le echase una mirada al bastión del sistema capitalista. Por mi parte, yo mismo tenía una cierta sensación de ser un visitante de algún ambiente extraño, dado que nunca había estado cerca de la Bolsa ni había tenido trato alguno con ella.

Por favor, comprendan que no se trata del esnobismo de un académico. Si hubiera tenido el tiempo y la inclinación para ello, me habría unido alegremente a la diver sión de especular con el Sistema Minero Consolidado, la Ultrónicas Unidas y las demás favoritas del momento. Pero tengo un buen salario y poseo además unos pequeños ingresos particulares, lo cual basta ampliamente para cubrir mis necesidades; dado que la vida es demasiado corta para permitimos probar todas las experiencias, he vivido ajustándome a mis ingresos y he consagrado mi energía a mi trabajo, en vez de al mercado de valores. Así pues, me preparé para nuestra visita con una especie de impaciente ignorancia. Me sentía igual que. un escolar en una excursión.