Kralick había sido llamado de regreso a Washington para una serie de reuniones. Nuestro pastor gubernamental para el día era un joven taciturno llamado Holliday, que parecía cualquier cosa menos feliz por haber conseguido tal misión. A las once de la mañana nos dirigimos hacia la Bolsa, viajando todos juntos: Vornan, nosotros siete, un surtido de acompañantes oficiales, los seis miembros del equipo de noticias para ese día y nuestros guardias. Gracias a un acuerdo concluido anteriormente, la galería de la Bolsa quedaría cerrada para los otros visitantes mientras estuviéramos allí. Viajar con Vornan ya era bastante complicado sin tener que compartir además una galería con otras visitas.
Nuestra impresionante cabalgata motorizada de relucientes limusinas se detuvo ante el inmenso edificio. Vornan puso cara de cortés aburrimiento, mientras éramos llevados al interior por funcionarios de la Bolsa. Durante todo el día apenas si había dicho nada; de hecho, poco habíamos oído de sus labios desde el malhumorado trayecto de vuelta a casa tras el desastre de Bruton. Temía su silencio. ¿Qué travesura se estaba guardando? En aquel mismo instante parecía totalmente alejado de su entorno: ni los ojos astutos y calculadores ni la sonrisa capaz de fascinar a cualquiera estaban funcionando. Absorto, el rostro inexpresivo, cuando fuimos en fila hacia la galería de los visitantes parecía tan sólo un hombre corriente y sin nada destacable.
La escena era impresionante. No cabía duda de que éste era el hogar de quienes hacían cambiar de manos el dinero.
Contemplamos una sala que tendría por lo menos trescientos metros de lado, y quizá unos cuarenta y cinco desde el techo al suelo. En el centro de todo se hallaba el gran pozo que albergaba la viril longitud del ordenador financiero centraclass="underline" una columna reluciente de unos dieciocho metros de diámetro, alzándose del suelo y desapareciendo a través del techo. Cada agencia de bolsa del mundo tenía su acceso directo a esa máquina. Dentro de sus pulidas profundidades, ¿quién podía saber cuántos relés chasqueantes había, parloteando sin cesar, qué cantidad de núcleos de memoria, de una pequeñez fantástica, cuántas conexiones telefónicas, cuántos tanques de datos? Con un solo y veloz disparo de un cañón láser habría sido posible cortar la red de comunicaciones que mantenía unida la estructura financiera de la civilización. Miré con cierto resquemor a Vornan-19, preguntándome qué diablura tendría en la cabeza. Pero él parecía tranquilo, distante, no sintiendo por el suelo de la Bolsa más que un leve interés.
Alrededor del eje central del pozo del ordenador estaban situadas estructuras más pequeñas en forma de jaula, unas treinta o cuarenta, cada una con su grupo de bolsistas excitados y gesticulantes. El espacio abierto que había entre esos recintos estaba cubierto de papeles. Los chicos de los mensajes iban y venían frenéticamente de un lado a otro, dándoles patadas a los papeles del suelo y levantando grandes nubes de éstos. En lo alto, yendo de una pared a otra, corría la gigantesca cinta amarilla del monitor de bolsa, la cual iba pasando aumentada la información que el ordenador principal estaba transmitiendo a todas partes. Me pareció extraño que una bolsa de valores tan informatizada como ésta tuviera todo aquel jaleo y desorden, y que hubiera tantos papeles cubriendo el suelo, como si el año fuera 1949 en vez de 1999. Pero no había tomado en cuenta la fuerza que tenía la tradición entre estos bolsistas. Los hombres de dinero son conservadores, no necesariamente en ideología, pero desde luego sí en las costumbres. Quieren que todo siga siendo tal y como ha sido siempre.
Media docena de ejecutivos de la Bolsa acudieron a recibirnos: hombres de aire eficiente y cabellos grises, vestidos con respetables trajes de anticuado corte. Supongo que debían ser increíblemente ricos; y el porqué habían escogido pasar todos los días de sus existencias en aquel edificio, dadas sus riquezas, era algo que no podía y no puedo comprender. Pero se mostraron amables y serviciales, y sospecho que le habrían dado la misma acogida cálida y sin reservas a una delegación procedente de los países socialistas que todavía no han adoptado el capitalismo modificado; por ejemplo, a una manada de fanáticos turistas de la Mongolia. Se lanzaron materialmente sobre nosotros, y parecían casi tan encantados de tener en su galería a un grupo de profesores haciendo turismo como lo estaban de tener a un hombre que afirmaba venir del distante futuro.
Samuel Norton, el presidente de la Bolsa, nos hizo un discurso breve y cargado de dignidad. Era un hombre alto y elegante de edad mediana, afable y obviamente muy complacido con su lugar en el universo. Nos habló de la historia de su organización, nos dio unas cuantas estadísticas generales y alardeó un poco de los actuales cuarteles generales de la Bolsa, que habían sido construidos en la década de los 80, y acabó diciendo:
—Ahora nuestra guía les enseñará en detalle el funcionamiento de nuestras operaciones. Cuando haya terminado, me encantará contestar a cualquier pregunta general que puedan tener… particularmente aquéllas concernientes a la filosofía subyacente en nuestro sistema, que sé debe ser de gran interés para ustedes.
La guía era una atractiva joven de veintipocos años con el cabello rojizo, brillante y más bien corto, y su uniforme de color gris estaba artísticamente diseñado para enmascarar sus características femeninas. Nos hizo una seña para que nos acercáramos a la barandilla de la galería y dijo:
—Lo que ven debajo de nosotros es el salón de compra y venta de valores de la Bolsa de Nueva York. En el momento actual se intercambian dentro de la Bolsa cuatro mil ciento veinticinco valores, tanto comunes como preferentes. Los tratos de bonos se llevan en otro sitio. En el centro de la estancia ven ustedes el pozo de nuestro ordenador principal. Se extiende a una distancia de trece pisos hacia el sótano y a ocho pisos por encima de nosotros. De los cien pisos de este edificio, cincuenta y uno son utilizados en todo o en parte para las operaciones de este ordenador, incluyendo los niveles para la programación, decodificación, mantenimiento y almacenamiento de registros. Cada transacción que tiene lugar en la Bolsa o en cualquiera de las bolsas subsidiarias de otras ciudades y países es registrada a la velocidad de la luz dentro de este ordenador. En el momento actual hay once bolsas subsidiarias principales: San Francisco, Chicago, Londres, Zurich, Milán, Moscú, Tokio, Hong Kong, Río de Janeiro, Addis Abeba y… ah, Sidney. Dado que estas bolsas abarcan todas las zonas horarias, es posible llevar a cabo transacciones durante las veinticuatro horas del día. Sin embargo, la Bolsa de Nueva York sólo está abierta desde las diez de la mañana hasta las tres y media, las horas tradicionales, y todas las transacciones «fuera del parquet» son registradas y analizadas para la sesión de preapertura a la mañana siguiente. Nuestro volumen diario en el parquet principal es de unos trescientos cincuenta millones de acciones, y aproximadamente el doble de esa cantidad de acciones son negociadas cada día en las bolsas subsidiarias. Sólo una generación antes, tales cifras habrían sido consideradas como fantásticas.
»Y ahora, ¿cómo tiene lugar una transacción? Digamos que usted, señor Vornan, desea adquirir cien acciones de la Corporación de Tránsito Espacial XYZ. En las cintas de ayer ha visto que el precio del mercado es actualmente unos cuarenta dólares la acción, por lo cual sabe que debe invertir aproximadamente cuatro mil dólares. Su primer paso es ponerse en contacto con su agente, lo que, naturalmente, puede hacerse tan sólo con la presión de su dedo sobre el teléfono. Usted le indica su orden de compra y él la transmite inmediatamente al parquet. El banco de datos particular en el que se registran las transacciones de la Tránsito Espacial XYZ recibe su llamada y toma nota de su orden de compra. El ordenador dirige una subasta, al igual que se ha hecho en los valores cotizables dentro de la Bolsa desde 1972. Las ofertas para vender Tránsito Espacial XYZ son comparadas con las ofertas de compra. A la velocidad de la luz se determina que hay cien acciones disponibles para la venta a cuarenta y que existe un comprador. La transacción queda cerrada, y su agente se lo notifica. Lo único que le cobrará es una pequeña comisión; además hay una pequeña tarifa por los servicios del ordenador de la Bolsa. Una parte de esto va al fondo de jubilación de los especialistas que antes se encargaban de poner en relación las órdenes de venta y de compra en el parquet de la Bolsa.