En el parquet estaba empezando a producirse un éxodo. ¡Los agentes de bolsa estaban subiendo hacia Vornan! Nuestro grupo se disolvió en la confusión. Ya estaba empezando a acostumbrarme a las salidas rápidas; Aster Mikkelsen se hallaba a mi lado, así que la cogí de la mano y, con voz ronca, murmuré:
—¡Vayámonos antes de que empiecen los problemas! ¡Vornan lo ha hecho de nuevo!
—¡Pero si no ha hecho nada!
Tiré de ella. Ante nosotros apareció una puerta y nos metimos rápidamente por el umbral. Miré hacia atrás y vi a Vornan siguiéndome, rodeado por sus guardias de seguridad. Fuimos por un pasillo largo y bien iluminado que se enroscaba igual que un tubo alrededor de todo el edificio. Detrás de nosotros se oían gritos apagados y confusos. Vi una puerta con la señal de NO PASAR y la abrí. Me encontré en otra balconada, ésta dominando lo que sólo podían ser las entrañas del ordenador principal. Largas tiras de datos serpenteaban con saltos convulsivos de un banco de datos a otro. Muchachas con batas cortas iban y venían, metiendo las manos en enigmáticos orificios. Lo que parecía un intestino corría por el techo. Aster se rió. Tiré de ella para que me siguiera y salimos nuevamente al pasillo. Un robocamión vino zumbando hacia nosotros. Nos echamos a un lado, esquivándolo. ¿Qué estaría diciendo ahora la cinta del monitor, «Los agentes de bolsa enloquecen»?
—Aquí —dijo Aster—. ¡Otra puerta!
Nos encontramos ante la abertura de un pozo de bajada y nos metimos dentro de él. Abajo, abajo, abajo…
…y afuera. En la acogedora arcada de Wall Street. A nuestra espalda gemían las sirenas. Me detuve, jadeando, intentando orientarme, y vi que Vornan seguía estando detrás de mí, con Holliday y los hombres de la prensa justo detrás de él.
—¡A los coches! —ordenó Holliday.
Logramos huir con éxito. Más tarde nos enteramos de que el índice Dow Jones había sufrido una baja de 8,51 puntos durante nuestra visita a la Bolsa, y que dos agentes de edad ya avanzada habían muerto debido a trastornos de sus marcapasos durante el tumulto. Esa noche, cuando salíamos de la ciudad de Nueva York, Vornan le dijo despreocupadamente a Heyman:
—Tiene que explicarme en algún otro momento eso del capitalismo. A su modo, parece algo bastante emocionante.
DIEZ
En el burdel automatizado de Chicago las cosas fueron bastante más sencillas. A Kralick no le hacía mucha gracia dejar que Vornan visitara el sitio, pero fue el mismo Vornan quien lo pidió, y una petición tal a duras penas podía ser negada sin correr el riesgo de que se produjeran consecuencias explosivas. De cualquier forma, dado que tales sitios son legales e incluso están de moda, no había ninguna razón para rehusarse a la visita, como no fuera por restos de puritanismo.
Vornan no era ningún puritano, eso estaba muy claro. No había perdido el tiempo para pedir los servicios sexuales de Helen McIlwain, tal y como nos dijo Helen, alardeando de ello, a la tercera noche de nuestro trabajo como acompañantes. Existía como mínimo una posibilidad bastante elevada de que también se hubiera acostado con Aster, aunque, por supuesto, ni él ni Aster pensaban decir nada al respecto. Habiendo demostrado una insaciable curiosidad por nuestras costumbres sexuales, Vornan no podía ser mantenido a distancia del burdel informatizado; y, como le explicó muy astutamente a Kralick, sería parte de su educación en los misterios del sistema capitalista. Dado que Kralick no había estado con nosotros en la Bolsa de Nueva York, no consiguió percatarse de la broma.
Se me delegó para ser el guía de Vornan. Kralick pareció algo incomodado al tener que pedírmelo. Pero resultaba impensable dejar que fuera a cualquier sitio sin un perro guardián, y Kralick había llegado a conocerme lo bastante bien como para comprender que yo no tenía ninguna objeción a la idea de acompañarle al sitio. Si a eso íbamos, tampoco las tenía Kolff, pero amaba demasiado la diversión y el jaleo para tal tarea, y Fields y Heyman no resultaban adecuados por un exceso de moralidad. Vornan y yo partimos hacia el laberinto erótico una tarde bastante oscura, horas después de haber ido de Nueva York a Chicago en un módulo de transporte.
El edificio era al mismo tiempo suntuoso y recatado: una torre de ébano en el Near North Side de al menos treinta pisos de alto, sin ventanas y con una fachada decorada por relieves abstractos. En su puerta no había indicación alguna de cuál era el propósito del edificio. Guié a Vornan por el campo climatizado con la mente llena de malos presagios, preguntándome qué clase de caos lograría crear allí dentro.
Jamás había estado en uno de aquellos lugares. Permítaseme la leve fanfarronada de afirmar que nunca me había sido necesario comprar compañía sexual; siempre había tenido disponible un amplio suministro sin más quid pro quo que el de mis propios servicios a cambio. Pero aprobaba de todo corazón la ley que había permitido su establecimiento. ¿Por qué no debía ser el sexo algo tan fácil de adquirir como la comida o la bebida? ¿No es tan esencial como ellos para el bienestar humano, o casi tanto? ¿Y acaso no hay unos considerables ingresos que lograr dando licencia a una utilización pública del erotismo, cuidadosamente regulada y fuertemente gravada con impuestos? Al final fue la necesidad de ingresos nacionales la que había triunfado sobre nuestro tradicional puritanismo; me pregunto si los burdeles habrían llegado a existir nunca de no ser por el agotamiento temporal de otras fuentes impositivas.
No intenté explicarle las sutilezas de todo aquello a Vornan-19. Ya parecía lo bastante sorprendido por el solo concepto del dinero, y más lo estaría ante la idea de intercambiar dinero por sexo o gravar con impuestos tales transacciones para el beneficio de la sociedad como un todo. Cuando entramos, me dijo:
—¿Por qué necesitan tales sitios vuestros ciudadanos?
—Para satisfacer sus necesidades sexuales.
—¿Y dan dinero por esta satisfacción, Leo? ¿Dinero que han obtenido por realizar otros servicios?
—Sí.
—¿Por qué no realizar los servicios directamente a cambio de la satisfacción sexual?
Expliqué brevemente el papel del dinero como medio de intercambio y sus ventajas sobre el trueque. Vornan sonrió.
—Es un sistema interesante —dijo— Cuando vuelva a casa, pensaré mucho en él y lo examinaré profundamente. Pero, ¿por qué se debe pagar dinero a cambio del placer sexual? Parece injusto. Las chicas que uno paga aquí reciben dinero y también consiguen placer sexual, así que se les está pagando dos veces.
—No consiguen placer sexual —dije yo—. Sólo dinero.
—Pero participan en el acto sexual. Y por lo tanto reciben un beneficio de los hombres que vienen aquí.
—No, Vornan. Se dejan utilizar, eso es todo. No hay ninguna transacción de placer. Verás, están disponibles para cualquiera y eso tiene el efecto de eliminar cualquier placer físico en lo que hacen.
—¡Pero seguramente el placer debe surgir cada vez que un cuerpo se une a otro, sin importar cuál sea el motivo!
—No es así. No entre nosotros. Debes comprender…
Me detuve. La expresión de Vornan era de incredulidad. Peor aún, de estar realmente afectado. En ese instante Vornan parecía más auténticamente un hombre de otro tiempo que en ningún momento anterior. Esta revelación de nuestra ética sexual le había dejado sinceramente conmocionado; su fachada de amable diversión había caído, y vi al auténtico Vornan-19, atónito y repelido por nuestra barbarie. Perdido en la confusión, me resultaba imposible salir de apuros trazando la evolución de nuestra forma de vida. En vez de ello, sugerí con voz algo pastosa que empezáramos nuestra visita al edificio.
Vornan estuvo de acuerdo. Avanzamos a través de una vasta plaza de baldosas púrpura que cedieron un poco bajo nuestros pasos. Ante nosotros se extendía una pared brillante y sin ningún adorno, interrumpida sólo por los cubículos de recepción. Se me había instruido sobre lo que se esperaba de nosotros. Vornan entró en un cubículo; yo tomé asiento en el cubículo situado a la izquierda del suyo.