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Una pequeña pantalla se iluminó apenas crucé el umbral. En ella ponía: Por favor, conteste a todas las preguntas con voz alta y clara. Una pausa. Si ha leído y comprendido estas instrucciones, indique su comprensión con la palabra sí.

—Sí —dije.

De repente me pregunté si Vornan era capaz de comprender las instrucciones escritas. Hablaba el inglés con fluidez, pero no por ello tenía que poseer conocimiento alguno del lenguaje escrito. Pensé ir en su ayuda, pero el ordenador del burdel me estaba diciendo algo y mantuve mis ojos clavados en la pantalla.

Me estaba interrogando sobre mis preferencias sexuales.

¿Hembra?

—Sí.

¿Menos de treinta años?

—Sí —dije, después de pensarlo un poco.

¿Color de cabello?

Vacilé.

—Rojo —dije, por puro amor a la variación.

Tipo físico preferido: Escoja uno apretando el botón que hay debajo de la pantalla.

La pantalla me mostró tres siluetas femeninas: elegantemente delgada y con cierto aire de chico, la curvilínea vecina de la puerta de al lado y la ultravoluptuosidad hipermamífera realzada por los esteroides. Mi mano vagabundeó sobre los botones. Era una tentación pedir la más abundante, pero, recordándome que buscaba la variación, opté por la silueta de chico, que por sus contornos me hacía pensar en la de Aster Mikkelsen.

El ordenador empezó a interrogarme sobre qué clase de actividad sexual deseaba gozar. Me informó lacónicamente de que había tarifas extra por ciertos actos desviados de la norma que me enumeró. También indicó la tarifa adicional por cada uno, y con cierta gélida fascinación me di cuenta de que la sodomía era cinco veces más cara que la felación, y que el sadismo supervisado era considerablemente más costoso que el masoquismo. Pero descarté los látigos y las botas y también decidí pasar sin el uso de los orificios no genitales. Que otros hombres consigan su placer en la oreja o el ombligo, pensé. En estos asuntos soy conservador.

La siguiente secuencia que pasó por la pantalla era la elección de posiciones, dado que había optado por la unión carnal más regular. Lo que apareció era como una escena surgida del Kamasutra: una veintena de siluetas esquemáticas, masculinas y femeninas, acoplándose de formas extravagantemente imaginativas. He visto los templos de Konarak y Khajurao, esos monumentos a la desaparecida exuberancia y fertilidad hindúes, cubiertos de hombres viriles y mujeres de pechos opulentos: Krisna y Radha en todas las combinaciones y permutaciones que hayan concebido jamás el hombre y la mujer. La pantalla atestada de imágenes tenía algo de esa misma y febril intensidad, aunque admito que a esas figuras sugeridas con líneas les faltaba la volupté, la carnalidad tridimensional de aquellas imágenes de piedra que brillaban bajo el sol de la India. Contemplé la amplia gama de elecciones, pensativo, y escogí una que me pareció interesante.

Finalmente llegó el asunto más delicado de todos: el ordenador deseaba conocer mi nombre y mi número de identificación.

Algunos dicen que esa norma fue impuesta por legisladores vengativos y pacatos, que libraban una desesperada batalla de retaguardia para echar a pique todo el programa de la prostitución legalizada. El razonamiento era que nadie utilizaría ese sitio con el conocimiento de que su identidad estaba siendo registrada en la película de memoria del ordenador principal, quizá para ser escupida luego como parte de un dossier potencialmente destructivo. Los funcionarios encargados de tal empresa, haciendo cuanto podían para vérselas con aquel molesto requisito, anunciaron a voz en grito que todos los datos serían considerados siempre como confidenciales; con todo, supongo que algunos temen entrar en la casa de las citas automatizadas sencillamente porque su presencia en ella debe quedar registrada.

Bien, ¿qué podía temer yo? Mi posición académica sólo puede ser afectada por razones de falta moral, y no puede haber ninguna falta en hacer uso de una instalación como ésta, dirigida por el gobierno. Di mi nombre y mi número de identificación. Durante unos segundos me pregunté cómo se las arreglaría Vornan, a quien le faltaba un número de identificación; evidentemente el ordenador había sido advertido de su presencia con anticipación, pues pasó a la siguiente etapa de nuestro procesado sin dificultad.

En la base de la unidad del ordenador se abrió una rendija. Se me había dicho que contenía una máscara de intimidad que debía colocarme en la cabeza. Saqué la máscara, la extendí y la puse en su sitio. El termoplástico se adaptó por sí mismo a los rasgos de mi cara igual que si fuera una segunda piel; pero durante un momento me percibí en la pantalla, que había quedado en blanco durante unos instantes, y el reflejo no era el de ninguna cara que hubiera podido reconocer. Misteriosamente, la máscara me había vuelto anónimo.

Ahora la pantalla me indicaba que saliera en cuanto se abriese la puerta. Obedecí. La parte frontal de mi cubículo se levantó; fui por una rampa helicoidal que llevaba a un nivel superior del inmenso edificio. Vi a otros hombres que subían por rampas a mi derecha y a mi izquierda; se elevaban igual que espíritus yendo hacia su salvación, llevados hacia arriba por pistas móviles silenciosas, sus rostros ocultos, sus cuerpos tensos. De lo alto caía la fría radiación de un gigantesco tanque de luz, bañándonos a todos en su brillantez. Una figura me saludó con la mano desde una rampa cercana. Era Vornan, imposible confundirle con otro; aun estando enmascarado le detecté por la delgadez de su figura, el porte orgulloso de su cuerpo y cierta aura de extrañeza que parecía cubrirle incluso con sus rasgos ocultos. Me dejó atrás y desapareció, engullido por la radiación perlina de arriba. Un instante después yo también me hallé en esa zona de radiación y pasé velozmente y sin ningún problema a través de otra puerta que me dejó entrar en un cubículo no mucho más grande que aquél donde me había entrevistado el ordenador.

Otra pantalla ocupaba la pared de la izquierda. En el otro extremo había un lavabo y un limpiador molecular; ei centro del cubículo estaba ocupado por una casta cama doble, recién hecha. Todo el lugar resultaba grotescamente aséptico. Si esto es la prostitución legalizada, pensé, prefiero a las mujeres de la calle… si es que hay alguna. Me quedé junto a la cama, contemplando la pantalla. Estaba solo en la habitación. ¿Habría fallado la poderosa máquina? ¿Dónde estaba mi amada?

Pero aún no habían terminado con su escrutinio de mi persona. La pantalla se iluminó y por ella desfilaron las siguientes palabras: Por favor, quítese la ropa para el examen médico.

Me desnudé obedientemente y coloqué mis ropas en un cajón que brotó de la pared en respuesta a alguna señal silenciosa. El cajón volvió a cerrarse; sospeché que mis ropas estarían siendo fumigadas y purificadas mientras se encontraban dentro, y estaba en lo cierto. Me quedé desnudo salvo por mi máscara, el Hombre Medio reducido a su atuendo final, mientras que sensores y aparatos de observación hacían brillar una suave luz verdosa sobre mi cuerpo, buscando con toda probabilidad los chancros de la enfermedad venérea.

El examen duró unos sesenta segundos. Después la pantalla me invitó a extender el brazo y así lo hice, y acto seguido una aguja bajó del techo y tomó velozmente una pequeña muestra de mi sangre. Monitores invisibles investigaron ese fragmento de mortalidad buscando los signos de la corrupción y, evidentemente, no hallaron nada que amenazase la salud del personal de aquel establecimiento, pues un instante después la pantalla emitió una especie de dibujo luminoso cuyo significado era que había pasado mis pruebas. La pared que había junto al lavabo se abrió, y una chica entró por ella.