—Hola —dijo—. Soy Esther y me alegro tanto de conocerte… Estoy segura de que vamos a ser grandes amigos.
Vestía una túnica de gasa a través de la cual podía distinguir los contornos de su delgado cuerpo. Su cabello era rojizo, sus ojos verdes, en su rostro había la luz de la inteligencia y sonreía con un fervor que pensé no era del todo mecánico. En mi inocencia había imaginado que todas las prostitutas eran criaturas toscas y encorvadas con grandes poros abiertos y rostros ceñudos y amargados, pero Esther no encajaba en mi imagen preconcebida. Había visto chicas muy parecidas a ella en el campus de Irvine; era perfectamente posible que hubiese visto a la misma Esther allí. No le formularía esa pregunta desgastada por el tiempo: ¿qué está haciendo una chica tan bonita como tú en un sitio como éste? Pero me lo preguntaba. Me lo preguntaba.
Esther examinó mi cuerpo con la mirada, quizá no tanto para juzgar mi masculinidad como para detectar cualquier problema médico que pudiera habérsele pasado por alto al sistema sensor. Con todo, logró transformar su ojeada en algo más que un mero vistazo clínico; también era provocativa. Me sentí curiosamente expuesto, probablemente porque no estoy acostumbrado a encontrarme por primera vez con jóvenes damas bajo tales circunstancias. Tras su rápido examen, Esther cruzó la habitación y puso la mano sobre un control situado en la base de la pantalla.
—No queremos que nos vigilen, ¿verdad que no? —me preguntó con voz alegre, y la pantalla se oscureció.
Yo supuse que sería parte de la rutina habitual para convencer al cliente de que el gran ojo inmóvil del ordenador no espiaría sus amores; y supuse también que, pese al aparatoso gesto de haber desconectado la pantalla, la habitación seguía siendo observada y que continuaría bajo vigilancia mientras que yo estuviera en ella. Naturalmente, los diseñadores de aquel sitio no podían haber dejado a las chicas a merced de cualquier cliente con el cual pudieran compartir un cubículo. Me sentí algo inquieto ante la idea de irme a la cama con una persona sabiendo que mi actuación estaría siendo observada y, muy probablemente, grabada, codificada y archivada, pero dominé mi vacilación diciéndome que estaba aquí puramente por deber. Resultaba claro que este burdel no era sitio para un hombre instruido. Invitaba demasiado a la suspicacia. Pero, sin duda, era adecuado para las necesidades de quienes tenían tales necesidades.
Mientras el brillo de la pantalla se desvanecía, Esther dijo:
—¿Apago la luz de la habitación?
—No me importa.
—Entonces la apagaré.
Hizo algo con el dial y la habitación quedó sumida en la penumbra. Con un gesto rápido y grácil se quitó la túnica. Su cuerpo era pálido y sin una sola arruga, con caderas estrechas y pechos pequeños de adolescente, cuya piel traslúcida revelaba una red de finas venas azules. Me recordó mucho el cuerpo de Aster Mikkelsen, tal y como había aparecido en la imagen del sensor espía la semana anterior. Aster… Esther… Por un instante de confusión onírica mezclé a las dos y me pregunté porqué una bioquímica de fama mundial estaría trabajando también de fulana. Sonriendo amistosamente, Esther se reclinó en la cama, colocándose de lado con las rodillas juntas; era una postura de amigable conversación, y en ella no había nada de chocante. Lo agradecí. Había esperado que en aquel sitio una chica se tumbaría de espaldas, abriría las piernas y diría: «Venga, chico, sube a bordo», y me alivió que Esther no hiciera tal cosa. Se me ocurrió pensar que, en mi entrevista de abajo, el ordenador habría tomado la medida de mi personalidad, marcándome como miembro de la inhibida clase académica, y le había transmitido a Esther un memorándum mientras que ella se preparaba para su trabajo, indicándole que me tratara de una forma digna.
Me senté junto a ella.
—¿Quieres hablar un poco? —preguntó ella—. Tenemos mucho tiempo.
—De acuerdo. ¿Sabes una cosa? Nunca he estado aquí antes.
—Lo sé.
—¿Cómo?
—El ordenador me lo dijo. El ordenador nos lo dice todo.
—¿Todo? ¿Mi nombre también?
—¡Oh, no, tu nombre no! Me refiero a todas las cosas personales.
—Entonces, ¿qué sabes de mí, Esther? —pregunté.
—Lo verás dentro de poco —sus ojos ardieron con un fulgor travieso y después dijo—: ¿Viste al hombre del futuro cuando llegaste?
—¿El que se llama Vornan-19?
—Sí. Se supone que está aquí hoy. En estos momentos. Tuvimos un aviso especial en la línea principal. Dicen que es terriblemente guapo. Le he visto en la pantalla. Me gustaría tener ocasión de conocerle.
—¿Cómo sabes que no estás con él ahora mismo?
Se rió.
—¡Oh, no! ¡Sé que no estoy con él!
—Pero yo voy enmascarado. Podría ser…
—No lo eres. Estás tomándome el pelo, nada más. Si fuera a estar con él, me lo habrían notificado.
—Quizá no. Quizá prefiere el secreto.
—Bueno, puede que sí, pero de todas formas sé que no eres el hombre del futuro. Con máscara o sin máscara, no me engañas.
Dejé que mi mano vagara por la suavidad de su muslo.
—¿Qué piensas de él, Esther? ¿Crees que es realmente del año 2999?
—¿No lo crees así?
—Te estoy preguntando qué piensas tú.
Se encogió de hombros. Tomando mi mano, la hizo subir lentamente por su liso vientre hasta que acunó el pequeño y frío montículo de su pecho izquierdo, como si esperara desviar mis molestas preguntas guiándome hacia el acto de la pasión. Haciendo un pequeño mohín, dijo:
—Bueno, todos dicen que es real. El Presidente y todo el mundo. Y dicen que tiene poderes especiales. Que puede darte una especie de sacudida eléctrica si quiere. —De repente, Esther lanzó una risita—. Me pregunto si… si puede aturdir así a una chica, mientras que está… ya sabes, mientras está con ella.
—Muy probablemente. Si es en realidad lo que dice ser.
—¿Por qué no crees en él?
—Me parece que todo es un fraude —dije—. Que un hombre caiga del cielo, literalmente, y que afirme venir de mil años en el futuro. ¿Dónde está la prueba? ¿Cómo se supone que debo saber que está diciendo la verdad?
—Bueno —dijo Esther—, está la expresión de sus ojos. Y su sonrisa. Hay algo extraño en él, todo el mundo lo dice. Y también habla de una forma extraña, no con un acento, no es exactamente eso, pero su voz suena peculiar. Creo en él, sí. Me gustaría hacer el amor con él. Lo haría gratis.
—Quizá tendrás la oportunidad —dije.
Sonrió. Pero estaba empezando a ponerse nerviosa, como si esta conversación excediera los límites del tipo de charla sin importancia que tenía la costumbre de entablar con los clientes que tardaban un poco en decidirse. Pensé en el impacto que Vornan-19 había tenido incluso sobre esta chica dentro de su cubículo, y me pregunté qué podría estar haciendo él ahora mismo, en algún otro lugar del edificio. Tenía la esperanza de que algún miembro del equipo de Kralick estuviera vigilándole. En principio estaba allí para no perderle de vista, pero, como debían saber, no había forma alguna de que yo entrara en contacto con Vornan una vez hubiéramos cruzado ese vestíbulo, y temía un estallido de la capacidad de crear el caos que poseía nuestro invitado, que a esas alturas ya era familiar. Pero todo eso estaba más allá de mi control. Deslicé mis manos por la accesible suavidad de Esther. Se recostó en la cama, perdida en sueños de abrazar al hombre del futuro, mientras que su cuerpo ondulaba en los ritmos apasionados que tan bien conocía. El ordenador la había preparado adecuadamente para su tarea; cuando nuestros cuerpos se unieron, adoptó la postura que yo había escogido y cumplió sus deberes con energía y una razonablemente adecuada imitación del deseo.