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—Ya ha tenido bastante —dijo finalmente Kralick—. Está saliendo. Aster, esconda todo el equipo, rápido.

Mientras que Aster ocultaba los aparatos de observación, Kralick salió corriendo del coche, se encontró con Vornan y le llevó rápidamente a través de la plaza. En el brutal clima del invierno no había discípulos para prosternarse ante él, ni tampoco ningún Apocaliptista enfurecido, así que por una vez pudimos efectuar una partida rápida y sin problemas.

Vornan estaba radiante.

—Vuestras costumbres sexuales son fascinantes —dijo, mientras nos alejábamos—. ¡Fascinantes! ¡Tan maravillosamente primitivas! ¡Tan llenas de vigor y misterio!

Y aplaudió, encantado. Sentí una vez más ese extraño escalofrío deslizándose por mis miembros, y no tenía nada que ver con el tiempo que hacía fuera del coche. Espero que Esther sea feliz ahora, pensé. Tendrá algo que contarle a sus nietos. Era lo menos que podía hacer por ella.

ONCE

Esa noche cenamos en un restaurante muy especial de Chicago, un sitio cuya particularidad es que sirve platos casi imposibles de obtener en otros sitios: bistec de búfalo, filete de oso, alce, reno y aves como el faisán, la perdiz o la codorniz. Vornan había oído hablar de él y quería probar sus misteriosas delicias. Era la primera vez que acudíamos a un restaurante público con él, algo que nos inquietaba; ya estaba empezando a desarrollarse una ominosa tendencia por la que multitudes incontrolables se congregaban a su alrededor en todas partes, y temíamos lo que podía suceder en un restaurante. Kralick le había pedido a la dirección del restaurante que sirviera sus especialidades en nuestro hotel y el restaurante estaba dispuesto a ello… a cambio de un buen precio. Pero Vornan no lo aceptó. Deseaba cenar fuera, y eso hicimos.

Nuestra escolta del Gobierno tomó precauciones. Estaban aprendiendo rápidamente a vérselas con el impredecible comportamiento de Vornan. Resultó que el restaurante tenía tanto una entrada lateral como un salón privado en el piso de arriba, así que nos fue posible introducir a nuestro invitado en ese lugar, y esquivar a los clientes habituales sin problemas. Vornan pareció disgustado al encontrarse en una habitación aislada, pero fingimos que en nuestra sociedad el colmo del lujo era comer alejados de las turbas comunes, y Vornan acabó aceptando la historia.

Algunos de nosotros no conocíamos la naturaleza del restaurante. Heyman puso el pulgar sobre el cubo del menú, lo contempló durante un largo instante y lanzó un ronco siseo teutónico. Los platos ofrecidos le produjeron un auténtico hervor de rabia.

—¡Búfalo! —exclamó—. ¡Alce! ¡Son animales muy escasos! ¿Vamos a comernos valiosos especímenes científicos? ¡Señor Kralick, protesto! ¡Esto es una ofensa!

Kralick había aguantado muchas cosas durante este viaje, y la tozudez de Heyman había sido para él una molestia casi tan considerable como la exuberancia de Vornan.

—Le pido disculpas, profesor Heyman —dijo—. Cuanto figura en el menú ha sido aprobado por el Departamento del Interior. Ya sabe que incluso los rebaños de animales raros necesitan que su número se controle ocasionalmente por el bien de la especie. Y…

—Podrían ser enviados a otras reservas de conservación —gruñó Heyman—. ¡No ser sacrificados por su carne! Dios mío, ¿qué dirá la historia de nosotros? Nosotros, que vivimos en el último siglo durante el que pueden hallarse animales salvajes sobre la superficie de la Tierra, matando y comiendo a los inapreciables y escasos supervivientes de una época en la que…

—¿Quieres el veredicto de la historia? —le preguntó Kolff—. ¡Ahí está sentada la historia, Heyman! ¡Pídele su opinión! —y agitó una gruesa mano hacia Vornan-19, en cuya autenticidad no creía, y se rió hasta hacer que la mesa se estremeciese.

—Encuentro totalmente delicioso que se coman esos animales —dijo Vornan con voz serena—. Espero mi ocasión de compartir ese mismo placer.

—¡Pero no está bien! —farfulló Heyman—. Esas criaturas… ¿existe alguna de ellas en su tiempo? ¿O han desaparecido todas… todas devoradas?

—No estoy seguro. Los nombres no me resultan familiares. Por ejemplo, este búfalo: ¿qué es?

—Un gran mamífero bovino cubierto de un hirsuto vello marrón —dijo Aster Mikkelsen—. Emparentado con la vaca. Anteriormente se le encontraba en manadas de muchos miles en las praderas del oeste.

—Extinguido —dijo Vornan—. Tenemos algunas vacas, pero no parientes de las vacas. ¿Y el alce?

—Un animal de grandes cuernos de los bosques del norte. Lo que hay en la pared es una cabeza de alce, esa que tiene las grandes astas y el hocico alargado y colgando —dijo Aster.

—Totalmente extinguido. ¿Oso? ¿Perdiz? ¿Codorniz?

Aster describió a cada uno de los animales. Vornan replicó alegremente que en su era no se conocía a ninguno de ellos. El rostro de Heyman se fue cubriendo de manchones purpúreos. No había sabido que profesara creencias conservacionistas. Nos soltó un largo y pesado sermón sobre la extinción de la vida salvaje como símbolo de una civilización decadente, indicando que no son los bárbaros quienes eliminan a las especies, sino más bien la gente educada e instruida, que busca las diversiones de la caza y de la mesa, y que lleva las avanzadas de la civilización a los terrenos de cría y apareamiento de criaturas extrañas y casi desconocidas. Habló con pasión, y en sus palabras había incluso cierta sabiduría; era la primera vez que oía a este desagradable historiador diciendo algo que tuviera el más mínimo valor para una persona inteligente. Vornan le observó con un agudo interés mientras hablaba. Gradualmente una expresión de placer se fue difundiendo por el rostro de nuestro visitante, y yo creí saber el porqué: Heyman estaba argumentando que la extinción de las especies llega con el extenderse de la civilización, y Vornan, que en su fuero interno nos tenía por poco menos que salvajes, indudablemente pensaba que tal línea de razonamiento era extremadamente divertida.

Cuando Heyman hubo terminado, nos miramos unos a otros y examinamos nuestros cubos del menú algo avergonzados, pero Vornan rompió el hechizo.

—Seguramente —dijo— no me negará el placer que existe en cooperar a la gran extinción que ha hecho a mi propio tiempo tan vacío de vida salvaje, ¿verdad? Después de todo, los animales que vamos a comer esta noche ya están muertos, ¿no? Deje que me lleve a mi era la sensación de haber cenado búfalo, perdiz y alce, por favor.

Por supuesto, no se podía ni pensar en cenar esa noche en alguna otra parte. Comeríamos aquí sintiéndonos culpables, o comeríamos aquí sin culpabilidad. Como había observado Kralick, el restaurante usaba solamente carne con licencia obtenida a través de los canales del Gobierno, y por lo tanto no estaba causando directamente la desaparición de ninguna especie en peligro. La carne que servía procedía de animales ya escasos y los precios lo demostraban, pero resultaba inútil culpar a un sitio como éste de las penalidades que sufría la vida salvaje del siglo XX. Con todo, Heyman tenía razón en un punto: los animales estaban desapareciendo. En algún sitio había visto una predicción de que en otro siglo más no quedaría ni un solo animal salvaje, salvo aquellos que se hallaran en reservas protegidas. Si podíamos creer en Vornan como un auténtico embajador de la posteridad, esa predicción había llegado a cumplirse.

Fuimos pidiendo. Heyman escogió pollo asado; los demás probamos las rarezas del menú. Vornan pidió algo así como un surtido de especialidades de la casa y lo consiguió: un filete miniatura de búfalo, una tira de bistec de alce, pechuga de faisán y uno o dos platos más, escogidos entre lo poco corriente.