Pero el trabajo estaba incompleto.
Durante su tercer año en Irvine acudió a mí, pareciendo preocupado y al límite de sus fuerzas, y dijo que ya no continuaría trabajando en su tesis. Me dijo que se hallaba en un punto donde necesitaba hacer una pausa y pensar. Mientras tanto, me pedía permiso para meterse en ciertos trabajos experimentales, sencillamente como un cambio de atmósfera. Naturalmente, accedí a ello.
No le dije nada sobre las potenciales aplicaciones prácticas de su trabajo. No era cosa mía. Confieso haber sentido una especie de alivio -mezclado con decepción- cuando interrumpió sus investigaciones. Yo había estado reflexionando sobre la conmoción económica que afectaría a la sociedad dentro de otros diez o quince años, cuando cada hogar pudiera tener su propia fuente de energía inagotable, cuando el transporte y las comunicaciones ya no dependerían de las fuentes tradicionales de energía, cuando toda la estructura de las relaciones laborales sobre las cuales se basa nuestra sociedad quedaría irremisiblemente derrumbada. Aun no siendo más que un sociólogo aficionado, las conclusiones que había sacado me inquietaban. Si hubiera sido el ejecutivo de cualquier gran corporación, habría hecho que asesinaran inmediatamente a Jack Bryant. Dada mi posición, me limitaba a preocuparme. Admito que eso no resultaba muy digno de mi parte. El auténtico hombre de ciencia sigue hacia adelante sin prestar atención a las consecuencias económicas. Busca la verdad, incluso si la verdad hiciera que la sociedad se derrumbase. Este es un principio básico del credo científico.
Guardé silencio al respecto. Si Jack hubiera deseado volver a su trabajo en algún momento, no habría intentado impedírselo. Ni tan siquiera le hubiese pedido que tomara en consideración las posibilidades a largo plazo. El no se daba cuenta de que existiera ningún dilema moral, y no iba a ser yo quien se lo revelara.
Por supuesto, con mi silencio me estaba convirtiendo en un cómplice de la destrucción de la economía humana. Podría haberle indicado a Jack que su trabajo, llevado al extremo, le daría a cada ser humano acceso ilimitado a una fuente de energía infinita, demoliendo los cimientos de toda sociedad y creando una descentralización instantánea de la humanidad. Mediante mi interferencia podría haber hecho que Jack meditara sobre ello. Pero no dije nada. Sin embargo, no deben darme ninguna medalla al honor; no tenía por qué angustiarme mientras que Jack siguiera sin trabajar. No avanzaba en sus investigaciones, por lo cual yo no precisaba inquietarme por las posibilidades de que alcanzara el éxito final. En cuanto volviera a trabajar, me encontraría nuevamente enfrentado al problema moral de si debía apoyar la libre acción de sus investigaciones científicas o si debía intervenir para mantener el status quo de la economía.
La elección era difícil, pero se me ahorró el tener que hacerla.
Durante su tercer año conmigo Jack anduvo haciendo cosas triviales por el campus. Pasó la mayor parte de su tiempo en el acelerador, como si hubiera descubierto ahora mismo el aspecto experimental de la física y no se cansara de jugar con él. Nuestro acelerador era nuevo e impresionante, un modelo «aro de protones», equipado con un inyector de neutrones. Por entonces funcionaba en la gama de los trillones de electronvoltios: naturalmente las máquinas actuales de la espiral alfa superan con mucho eso, pero en aquellos días era todo un coloso. Los pilones gemelos de las líneas de alta tensión que llevaban la corriente desde la planta de fusión situada junto al Pacífico parecían titánicos mensajeros del poder, y la gran cúpula del edificio del acelerador propiamente dicho brillaba con una profunda autosatisfacción.
Jack pasaba mucho tiempo en el edificio. Tomaba asiento junto a las pantallas, mientras los estudiantes no graduados realizaban experimentos elementales en detección de neutrinos y aniquilación de antipartículas. De vez en cuando jugueteaba con los paneles de control para ver cómo funcionaban, y descubrir qué sentía uno al ser amo de aquellas inmensas fuerzas. Pero lo que estaba haciendo carecía de significado. Sólo servía para pasar el tiempo. Había escogido deliberadamente la inactividad.
¿Era porque realmente necesitaba un descanso? ¿O había visto por fin las implicaciones de su propio trabajo y se había asustado?
Nunca se lo pregunté. En tales casos esperaba siempre a que un joven turbado acudiera a mí con sus problemas. Y no podía correr el riesgo de infectar la mente de Jack con mis propias dudas, si es que todavía no se le habían ocurrido a él.
Al final de su segundo semestre de ociosidad pidió una sesión conmigo en mi calidad formal de consejero. Ya viene, pensé. Va a decirme adonde le lleva su trabajo, y me preguntará si creo que es moralmente correcto que continúe en él…, y entonces me veré en un aprieto.
Acudí a la sesión habiéndome tomado una buena dosis de pildoras.
—Leo, me gustaría marcharme de la Universidad —dijo.
Me quedé atónito.
—¿Tienes una oferta mejor?
—No seas absurdo. Abandono la física.
—¿Que abandonas… la física?
—Y me caso. Conoces a Shirley Frisch; me has visto con ella. Vamos a casarnos dentro de una semana a partir del domingo. Será una ceremonia pequeña, pero me gustaría que vinieras, Leo.
—¿Y después?
—Hemos comprado una casa en Arizona. En el desierto, cerca de Tucson. Nos trasladaremos allí.
—¿Y qué harás, Jack?
—Meditar. Escribir un poco. Hay ciertas cuestiones filosóficas que quiero tomar en consideración.
—¿Y el dinero? —pregunté—. Tu salario de la Universidad…
—Tengo una pequeña herencia, que alguien invirtió sabiamente hace mucho tiempo. Shirley también tiene ingresos propios. No es gran cosa, pero nos permitirán ir viviendo. Vamos a retirarnos de la sociedad. Ya no podía seguir ocultándotelo por más tiempo.
Puse las manos sobre el escritorio y contemplé mis nudillos durante un largo instante. Tenía la misma sensación que si me hubieran empezado a brotar membranas entre los dedos.
—¿Qué hay de tu tesis, Jack? —acabé diciendo.
—No voy a seguir con ella.
—Estabas tan cerca de terminarla…
—Me encuentro totalmente atascado. No puedo seguir.
Sus ojos se encontraron con los míos y no se apartaron. ¿Estaba diciéndome que no se atrevía a seguir adelante? ¿Su retirada en este punto, era debida a una derrota científica o a una duda moral? Quería preguntárselo. Esperé a que me lo dijera. No dijo nada. Su sonrisa era rígida y nada convincente. Pasados unos instantes, añadió:
— Leo, creo que nunca haré nada que valga la pena dentro de la física.
—Eso no es cierto. Tú…
—Creo que ni tan siquiera deseo hacer nada que valga la pena dentro de la física.
—Oh.
—¿Me perdonarás? ¿Seguirás siendo mi amigo? ¿Nuestro amigo?
Fui a la boda. Resultó que yo era uno de los cuatro invitados. La novia era una chica a la que sólo conocía vagamente; tenía unos veintidós años y era rubia y bonita, una graduada en sociología. Sólo Dios sabe cómo había podido llegar a conocerla Jack, con la nariz metida todo el tiempo en sus cuadernos de notas; pero daban la impresión de estar muy enamorados. Era alta y casi llegaba al hombro de Jack, con una gran cascada de cabello dorado y muy fino, la piel bronceada como la miel, unos grandes ojos oscuros y un cuerpo flexible y atlético. No cabía duda de que era hermosa, y con su corto traje blanco de novia parecía tan radiante como haya podido estarlo jamás novia alguna.
La ceremonia fue breve y no confesional. Después nos fuimos todos a cenar, y hacia la puesta de sol los novios desaparecieron discretamente. Cuando volví a casa esa noche sentí un curioso vacío interior. No teniendo otra cosa que hacer, me dediqué a hurgar en mis viejos papeles y me encontré con algunos esbozos iniciales de la tesis de Jack; me quedé mirando largo tiempo lo que el muchacho había garrapateado, sin comprender nada.