—¿Qué animales tienen en su… ah, en su era? —dijo Kolff.
—Perros. Gatos. Vacas. Ratones… —Vornan vaciló—. Y algunos más.
—¿Nada salvo animales domésticos? —preguntó Heyman, atónito.
—No —dijo Vornan, y se llevó una jugosa tajada de carne a la boca. Sonrió complacido—. ¡Delicioso! ¡Qué pérdida hemos sufrido!
—¿Ve? —exclamó Heyman—. Con sólo que la gente hubiera…
—Por supuesto —dijo Vornan con dulzura—, tenemos muchos alimentos interesantes. Debo admitir que hay un cierto placer en ponerse en la boca un pedazo de carne de una criatura viviente, pero es un placer que sólo muy pocos serían capaces de disfrutar. La mayor parte de mi gente es bastante melindrosa. Hace falta un estómago fuerte para ser viajero del tiempo.
—¿Porque somos unos bárbaros sucios, depravados y horribles? —preguntó Heyman levantando la voz—. ¿Ésa es su opinión de nosotros?
Sin dejarse impresionar en lo más mínimo, Vornan replicó:
—Su forma de vida es muy diferente a la mía. Obviamente. De lo contrario, ¿por qué me habría tomado la molestia de venir hasta aquí?
—Con todo, una forma de vida no es superior o inferior a otra de por sí —dijo Helen McIlwain con una luz apasionada en los ojos, alzando la mirada de una enorme tajada que recuerdo era bistec de reno—. La vida puede ser más cómoda en una era que en otra, puede ser más sana o puede ser más tranquila, pero no podemos utilizar los términos superior o inferior. Desde el punto de vista del relativismo cultural…
—¿Sabe que en mi tiempo no se conoce lo que es un restaurante? —dijo Vornan—. Comer alimentos en público, entre desconocidos… nos parece poco elegante. En la Centralidad, entiéndame, se entra bastante a menudo en contacto con extranjeros. Esto no es cierto en las regiones periféricas. Nunca hay que mostrarse hostil con un desconocido, pero nadie comería en presencia suya, a no ser que se tengan planes de establecer una intimidad sexual. Nuestra costumbre es reservar el comer tan sólo para quienes son compañeros íntimos. —Lanzó una risita—. Mi deseo de visitar un restaurante es algo que resulta bastante perverso por mi parte. Deben comprender que les considero a todos como mis compañeros íntimos… —su mano hizo un gesto abarcando toda la mesa, como si estuviera dispuesto a irse a la cama incluso con Lloyd Kolff si estuviera disponible—. Pero tengo la esperanza de que me concederán el placer de cenar en público uno de estos días. Quizá intentaban no herir mi sensibilidad disponiendo que comiéramos en este salón privado. Pero les pido que me permitan gozar un poco de mi desvergonzado deseo la próxima vez.
—Maravilloso —dijo Helen McIlwain, hablando más que nada consigo misma—. ¡Un tabú sobre comer en público! Vornan, si nos dejara saber algo más acerca de su era… ¡Tenemos tantos deseos de conocer lo que pueda contarnos, lo que sea!
—Sí —dijo Heyman—. Por ejemplo, ese período conocido como el Tiempo del Barrido…
—…alguna información sobre la investigación biológica de…
—…problemas de terapia mental. Las psicosis principales, por ejemplo, son de gran importancia para…
—…una oportunidad de hablar sobre la evolución lingüística dentro de…
—…el fenómeno de la inversión temporal. Y también algo de información sobre los sistemas de energía que… —Era mi propia voz, introduciendo su hebra en la espesa textura de nuestra conversación. Naturalmente, Vornan no contestó a ninguno de nosotros, dado que todos hablábamos a la vez. Cuando nos dimos cuenta de lo que estábamos haciendo caímos en un embarazoso silencio, dejando torpemente que los fragmentos de palabras fueran cayendo por el abismo de nuestra incomodidad, para hacerse pedazos en la sima del habernos puesto conscientemente en ridículo. Por un segundo, ahí mismo, nuestras frustraciones habían salido a la luz. En nuestros días y noches de alegre tiovivo con Vornan-19, éste se había mostrado irritantemente elíptico sobre la era de la cual decía venir, dejando caer aquí una pista, allí un atisbo, sin dar nunca nada que se aproximara a una explicación real sobre la forma de esa sociedad del futuro de la cual proclamaba ser un emisario. Cada uno de nosotros estaba lleno a rebosar de preguntas sin respuesta.
No fueron contestadas esa noche. Cenamos las delicadezas de una era que se esfumaba -pechuga de fénix y entrecôte de unicornio-, y escuchamos atentamente a Vornan, más inclinado a la conversación que de costumbre, mientras éste dejaba caer de vez en cuando fragmentos de datos sobre las costumbres alimenticias del siglo treinta. Cualquier cosa que pudiéramos descubrir bastaba para que nos sintiéramos agradecidos. Incluso Heyman acabó tan absorbido por la situación que dejó de llorar el destino de las rarezas que habían agraciado nuestros platos.
Cuando llegó el momento de abandonar el restaurante, nos encontramos metidos en una crisis desgraciadamente familiar. Se había corrido la voz de que el famoso hombre del futuro estaba ahí, y ya se había congregado toda una multitud. Kralick se vio obligado a ordenar que guardias armados con látigos neurales despejaran un camino a través del restaurante, y durante cierto tiempo dio la impresión de que haría falta utilizar los látigos. Como mínimo cien comensales abandonaron sus mesas y fueron hacia nosotros cuando bajamos del salón privado. Estaban impacientes por ver, tocar y experimentar a Vornan-19 de cerca. Contemplé sus rostros, abatido y alarmado. Algunos tenían el fruncimiento de ceño de los escépticos, otros la vidriosa lejanía del ocioso buscador de curiosidades; pero en muchos había esa extraña mirada de reverencia que tan a menudo habíamos visto durante la semana pasada. Era más que una mera sorpresa o asombro. Era el reconocimiento de un hambre mesiánica interior. Aquellas personas querían caer de rodillas ante Vornan. No sabían nada de él, salvo lo que habían visto en sus pantallas, y aun así eran atraídas hacia él, y hacia él volvían sus ojos para llenar algún vacío en sus propias vidas.
¿Qué estaba ofreciendo? ¿Encanto, un aspecto agradable, una sonrisa magnética, una voz atractiva? Sí, y el ser extraño y distinto, pues en sus palabras y en sus actos llevaba el sello de la extrañeza. Casi podía sentir ese tirón yo mismo. Había estado demasiado cerca de Vornan para adorarle; había visto su colosal glotonería, su imperiosa autoindulgencia, su gargantuesco apetito por el placer sensual de toda clase, y cuando se ha visto a un mesías anhelando la comida y empalando a legiones de mujeres dispuestas a dejarse empalar, es difícil sentir una auténtica reverencia hacia él. Sin embargo, percibía su poder.
Había tenido que transformar mi propia evaluación de Vornan. Había empezado siendo escéptico, hostil y casi beligerante en cuanto al problema, pero ese estado de ánimo se había ido suavizando hasta que ya casi había dejado de añadir la inevitable coletilla, «si es auténtico», a cuanto pensaba sobre Vornan-19. No era simplemente la prueba de la muestra de sangre la que me había hecho cambiar, sino todos los aspectos de la conducta de Vornan. Ahora me resultaba más difícil creer que pudiera ser un fraude a que realmente hubiera llegado hasta nosotros a través del tiempo y, por supuesto, eso me dejaba en una posición insostenible con respecto a mi propia especialidad científica. Me veía obligado a creer en una conclusión que seguía considerando físicamente imposible: doblepensar, en el sentido orwelliano del término. Que pudiera verme atrapado de esta forma era un tributo al poder de Vornan; y creía comprender algo de lo que deseaban las personas que intentaban acercarse a él, luchando por poner sus manos sobre el visitante mientras pasaba ante ellos.