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Logramos salir del restaurante -no sé muy bien cómo- sin ningún incidente desagradable. El clima era tan frío que había muy pocas personas en la calle. Pasamos rápidamente junto a ellas y nos metimos en los coches que nos esperaban. Chóferes de rostro impasible nos llevaron a nuestro hotel. Aquí, como en Nueva York, teníamos una hilera de habitaciones conectadas entre sí y situadas en la parte más inaccesible del edificio. Vornan se excusó nada más llegamos a nuestro piso. Había estado durmiendo con Helen McIlwain durante las últimas noches, pero daba la impresión de que nuestro viaje al burdel le había dejado temporalmente sin interés alguno por las mujeres, lo cual no era demasiado sorprendente. Desapareció en su habitación. Los guardias sellaron inmediatamente la puerta. Kralick, que parecía pálido y agotado, se marchó para enviar su informe de la noche a Washington. Los demás nos congregamos en una de las suites para relajarnos un poco antes de ir a la cama.

Los seis miembros del comité llevábamos ya juntos el tiempo suficiente como para que empezaran a manifestarse varias pautas de conducta. Seguíamos divididos en cuanto al problema de la autenticidad de Vornan, pero no tan agudamente como antes. Kolff, uno de los escépticos originales, seguía estando seguro de que Vornan era un fraude, aunque admiraba la técnica de Vornan como estafador. Heyman, quien también había estado contra Vornan al principio, ahora no estaba tan seguro; iba claramente en contra de su naturaleza el decirlo, pero estaba empezando a vacilar y aproximarse al creer en el visitante, básicamente debido a unos cuantos atisbos fascinantes que Vornan había dejado caer sobre el rumbo de la historia futura. Helen McIlwain seguía aceptando a Vornan como auténtico. Morton Fields, por su parte, estaba empezando a irritarse y se apartaba de su positiva apreciación original del visitante. Creo que estaba celoso de las proezas sexuales de Vornan, y que intentaba vengarse poniendo en duda su legitimidad.

Nuestra Aster, originalmente neutral, había decidido esperar hasta que hubiera más pruebas. Las pruebas habían llegado. Ahora Aster mantenía la opinión de que Vornan venía de otro tramo más alejado de la senda evolutiva humana, y tenía pruebas bioquímicas para satisfacerla en cuanto a eso. Como ya he dicho, también yo había cambiado de postura hacia Vornan, aunque sólo en lo puramente emocional; científicamente, para mí seguía siendo una imposibilidad. Así pues, ahora teníamos a dos auténticos creyentes, dos vacilantes ex escépticos inclinados a creer en la historia de Vornan, un antiguo creyente que iba hacia el polo opuesto y un tozudo apóstata. Desde luego, el movimiento global había ido en beneficio de Vornan. Se estaba ganando a todos.

Hasta el momento, las corrientes emocionales dentro de nuestro grupo eran fuertes y violentas. Sólo estábamos de acuerdo en una cosa: que todos estábamos profundamente hartos de F. Richard Heyman. La sola visión de la áspera barba rojiza del historiador se me había vuelto odiosa. Estábamos cansados de su dogmatismo, su pontificar y su eterna costumbre de tratarnos igual que si fuéramos estudiantes por graduar, y de los no demasiado brillantes. También Morton Fields estaba empezando a no ser muy bien acogido por el grupo. Detrás de su ascética fachada se había revelado como un mero libertino -cosa que realmente no me importaba-, y como un libertino claramente falto de éxito, cosa que sí me parecía molesta. Había querido acostarse con Helen y ella le había rechazado; había querido acostarse con Aster y había fracasado por completo. Dado que Helen practicaba una especie de ninfomanía profesional, funcionando bajo la hipótesis de que una antropóloga tenía el deber de estudiar a toda la humanidad desde tan cerca como le fuera posible, que rechazara a Fields era una bofetada de lo más hiriente. Antes de que lleváramos una semana de gira, Helen se había acostado con todos nosotros por lo menos una vez, con la excepción de Sandy Kralick, quien le tenía demasiado miedo como para pensar en ella en términos sexuales, y con excepción del pobre Fields. No resultaba extraño que su ánimo se estuviera agriando. Supongo que Helen tenía algún desacuerdo académico privado con él, algo anterior a nuestra misión con Vornan, y que eso motivaba la nada sutil castración psicológica que practicaba con él. La siguiente jugada de Fields había sido Aster; pero Aster estaba tan alejada de este mundo como un ángel, y paró sus avances sin perder la sonrisa y sin ni tan siquiera dar la impresión de comprender lo que deseaba de ella. Aunque Aster había tomado esa ducha con Vornan, ninguno de nosotros podía creer que entre ellos hubiera sucedido nada carnal. Teníamos la sensación de que la cristalina inocencia de Aster parecía estar hecha a prueba incluso del irresistible encanto masculino de Vornan.

Así pues, Fields tenía los problemas sexuales de un adolescente con acné y, como pueden imaginarse, esos problemas hacían erupción de muchas formas durante las discusiones sociales ordinarias. Expresaba sus frustraciones erigiendo opacas fachadas de terminología tras las que bufaba, hervía y se entregaba a la rabia. Con ello consiguió la desaprobación de Lloyd Kolff, que con su falstaffiana jovialidad sólo podía ver a Fields como algo que deplorar. Cuando Fields se ponía lo suficientemente pesado, Kolff tendía a dejarle hecho trizas con un alegre rugido que sólo conseguía empeorar las cosas. Yo no tenía ningún problema pendiente con Kolff; él seguía su camino divirtiéndose de una noche a otra y resultaba un ursino y animado compañero en lo que, de lo contrario, podría haber sido una misión todavía más deprimente. También estaba agradecido por la compañía de Helen McIlwain, y no sólo en la cama. Por muy monomaníaca que pudiera mostrarse en el tema del relativismo cultural, era alegre, estaba bien informada, y resultaba enormemente divertida; siempre se podía contar con ella para que desinflara cualquier inmenso debate sobre cómo actuar con unas cuantas palabras bien escogidas sobre la amputación del clítoris entre las mujeres de las tribus norteafricanas, o la escarificación ceremonial en los ritos de pubertad de Nueva Guinea. En cuanto a la impenetrable, inescrutable e incomprensible Aster, me resultaría imposible decir honestamente que me gustase, pero la encontraba un agradable enigma cuasi femenino. Me turbaba un poco el haber visto su desnudez mediante un sensor espía; los enigmas deberían seguir siendo enigmas totales, y ahora que había contemplado la desnudez de Aster tenía la sensación de que su misterio había sido revelado en parte. Parecía deliciosamente casta, una Diana de la bioquímica, mágicamente sostenida para siempre en la edad de dieciséis años. En nuestros frecuentes debates sobre modos y medios de tratar con Vornan, ella rara vez hablaba, pero cuanto tenía por decir era invariablemente razonable y justo.

Nuestro circo ambulante siguió su camino, dejando Chicago para ir hacia el oeste, mientras que enero iba terminando. Vornan era tan infatigable en su faceta de turista como en la de amante. Le llevamos a fábricas, centrales de energía, museos, cruces de autopistas, estaciones de control climático, puestos de observación de transportes, restaurantes de lujo y un montón de sitios más, algunos de ellos a petición oficial, otros por insistencia de Vornan. En casi todas partes logró crearnos una buena cantidad de problemas. Quizá gracias a haber establecido que estaba más allá de la moralidad «medieval», abusó de la hospitalidad de sus anfitriones en toda una variedad de formas delicadamente ofensivas: seduciendo víctimas de todos los sexos disponibles, insultando flagrantemente a las vacas sagradas e indicando sin lugar a error que consideraba el mundo en el cual vivíamos -formidablemente científico y repleto de artefactos- como pintorescamente primitivo. Esta insolencia de pulgar en la nariz me parecía refrescante y divertida; Vornan resultaba al mismo tiempo fascinante y repulsivo. Pero había otras personas, tanto dentro como fuera de nuestro grupo, que no pensaban así. Sin embargo, la misma cualidad ofensiva de su conducta parecía garantizar la autenticidad de lo que afirmaba ser y, sorprendentemente, hubo pocas protestas ante sus travesuras. El invitado del mundo, el vagabundo surgido del tiempo era inmune; y el mundo, aunque atónito e inseguro, le recibía cordialmente.