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Hicimos cuanto pudimos para evitar las calamidades. Aprendimos cómo mantener a Vornan lejos de los individuos pomposos y fácilmente vulnerables, que seguramente provocarían alguna diablura por su parte. Le habíamos visto contemplar con burlón asombro el inmenso seno de una matronal mecenas de las artes que nos estaba guiando a través del espléndido museo de Cleveland; miraba el profundo valle que había entre los dos erguidos picos blancos con tan aguda concentración que debimos prever problemas, pero no logramos intervenir a tiempo cuando Vornan alargó de repente un dedo, hundiéndolo alegremente en aquel surco cósmico, y emitió la más leve de su asombroso repertorio de sacudidas eléctricas. Después de aquello mantuvimos lejos de él a las mujeres de media edad dotadas de senos abundantes y vestidas con trajes escotados. Aprendimos a desviarle de otros blancos parecidos en los que pudiera perforarse la vanidad, y si tuvimos un éxito por cada docena de fracasos, ya era suficiente con eso.

Donde no lo hicimos tan bien fue en extraerle información sobre la era de la cual decía venir, o sobre cualquier cosa que hubiera tenido lugar entre entonces y ahora. De vez en cuando nos dejaba obtener alguna brizna de dato, como su vaga mención de un no explicado trastorno político al cual se refería llamándole el Tiempo del Barrido. Habló de visitantes de otras estrellas, y charló un poco sobre la estructura política de la ambigua entidad nacional a la cual llamaba la Centralidad, pero en esencia no nos dijo nada. En sus palabras no había sustancia alguna; lo único que nos daba era un vago perfil general.

Todos tuvimos abundantes oportunidades de interrogarle. Se sometió a nuestras preguntas con un obvio aburrimiento, pero logró esquivar cualquier auténtico interrogatorio. Una tarde hablé con él durante varias horas, en San Luis, intentando sacarle información sobre los temas de interés más inmediato para mí. Sólo obtuve el vacío.

—Vornan, ¿no quieres contarme algo sobre cómo llegaste a nuestro tiempo? ¿Sobre el mecanismo de transporte en sí?

—¿Quieres saber algo sobre mi máquina del tiempo?

—Sí. Sí. Tu máquina del tiempo.

—No es realmente una máquina, Leo. Es decir, no debes pensar en ella como en algo que tiene palancas, diales y ese tipo de cosas.

—¿Quieres describírmela?

Se encogió de hombros.

—No es fácil. Es… bueno, más una abstracción que cualquier otra cosa. No veo gran parte de ella. Entras en una habitación y un campo empieza a operar y… —su voz se fue apagando hasta desvanecerse—. Lo siento. No soy un científico. Realmente, sólo vi la habitación.

—¿Eran otros los que hacían funcionar la máquina?

—Sí, sí, por supuesto. Yo era sólo el pasajero.

—Y la fuerza que te desplaza a través del tiempo…

—Querido Leo, de veras, no puedo ni imaginarme en qué consiste.

—Yo tampoco, Vornan. Ahí está el problema. Todo cuanto sé sobre la física me grita que no puedes hacer retroceder en el tiempo a un hombre vivo.

—Pero yo estoy aquí, Leo. Soy la prueba.

—Suponiendo que hayas viajado realmente por el tiempo.

Pareció alicaído. Su mano cogió la mía; sus dedos eran fríos y extrañamente suaves y lisos.

—Leo —dijo, herido—, ¿estás expresando suspicacia?

—Sencillamente, estoy intentando descubrir cómo funciona tu máquina del tiempo.

—Te lo diría si lo supiera. Créeme, Leo. Personalmente no siento hacia ti otra cosa que no sea el más cálido aprecio, así como por todos los demás individuos llenos de sinceridad, entusiasmo y coraje que he encontrado en vuestra época. Pero, sencillamente, no lo sé. Mira, si te metieras en tu coche y volvieras al año 800 y alguien te pidiera que le explicases cómo funciona ese coche, ¿serías capaz de hacerlo?

—Sería capaz de explicar algunos principios fundamentales. No podría construir un automóvil, Vornan, pero sé qué le hace moverse. Tú ni tan siquiera me estás diciendo eso.

—Es infinitamente más complicado.

—Quizá podría ver la máquina.

—Oh, no —dijo Vornan sin alterarse—. Se encuentra a mil años más arriba de la línea temporal. Me dejó aquí y me volverá a llevar cuando decida marcharme; pero la máquina en sí, que ya te digo no es exactamente una máquina, se quedó ahí.

—¿Cómo darás la señal para que te lleve? —le pregunté.

Fingió no haberme oído. En vez de responder empezó a interrogarme sobre cuáles eran mis responsabilidades en la universidad; el truco que utilizó, enfrentarse a una pregunta incómoda haciendo sus propias preguntas, era de lo más habitual en él. No logré sacarle ni una sola gota de información. Abandoné la sesión con mi escepticismo básico renacido. No podía hablarme de cuál era la mecánica del viaje temporal, porque no había viajado en el tiempo. Q.E.D.: fraude. En el tema de la conversión energética se mostraba igual de evasivo. No pensaba decirme cuándo había empezado a utilizarse, ni cómo funcionaba, ni a quién se atribuía su invención.

Pero de vez en cuando los demás tenían más suerte con Vornan. Quien la tuvo en grado más notable fue Lloyd Kolff, que, probablemente por haber aireado en voz alta sus dudas sobre su autenticidad ante el mismo Vornan, fue obsequiado con una notable conferencia. Kolff no se había molestado en interrogar a Vornan durante las primeras semanas de nuestra gira, posiblemente porque consideraba a Vornan como un artefacto sintético, posiblemente porque era demasiado perezoso como para tomarse tal trabajo. El viejo filólogo había revelado una veta de indolencia asombrosamente vasta; estaba totalmente claro que vivía de los laureles profesionales ganados veinte o treinta años antes y que ahora prefería pasar su tiempo en banquetes, persiguiendo a las mujeres y aceptando el sincero homenaje de los hombres más jóvenes de su disciplina. Había descubierto que el viejo Lloyd no llevaba publicado ni un solo trabajo significativo desde 1980. Empezaba a dar la impresión de que consideraba nuestra misión actual como un mero viaje de placer, un modo relajante de pasar un invierno que de otra forma habría tenido que ser soportado en el grisáceo ambiente de Morningside Heights. Pero en Denver, una nevada noche de febrero, Kolff decidió finalmente atacar a Vornan desde el ángulo lingüístico. No sé porqué.

Estuvieron encerrados durante un largo tiempo. A través de las delgadas paredes del hotel podíamos oír la retumbante voz de Kolff cantando rítmicamente en un lenguaje que ninguno de nosotros comprendía: quizá recitando versos eróticos en sánscrito para Vornan. Después tradujo y nos fue posible captar de vez en cuando alguna palabra salaz, incluso una o dos atrevidas líneas sobre los placeres del amor. Pasado un rato perdimos interés en ello; ya habíamos oído con anterioridad los recitales de Kolff. Cuando me tomé la molestia de volver a escuchar, percibí la suave risa de Vornan abriéndose paso como un escalpelo de plata por entre los relinchos de Kolff, y después oí confusamente cómo el visitante hablaba en una lengua desconocida. Ahí dentro parecían estar pasando cosas serias. Kolff le hizo callar, le preguntó algo, recitó unas líneas de su cosecha propia y Vornan habló de nuevo. En ese instante, Kralick entró en nuestra habitación para darnos copias del itinerario previsto para el día siguiente —llevaríamos a Vornan a una mina de oro, nada menos—, y dejamos de prestarle atención al interrogatorio de Kolff.

Una hora después, Kolff entró en la habitación donde estábamos sentados los demás. Parecía trastornado, y estaba bastante rojo. Se dio unos fuertes tirones de un carnoso lóbulo, pellizcó los rollos de grasa que había en su nuca e hizo crujir sus nudillos con un sonido parecido al de las balas al rebotar.