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—Maldición —murmuró—. ¡Maldición eterna e imperecedera! —cruzó la habitación, se quedó durante un rato delante de la ventana, contemplando los rascacielos coronados de nieve, y luego dijo—: ¿Qué hay para beber?

—Ron, bourbon, escocés… —dijo Helen—. Sírvete tú mismo.

Kolff fue oscilando pesadamente hacia la mesa donde estaban las botellas medio vacías, cogió la de bourbon y se sirvió una ración capaz de paralizar a un hipopótamo. Se la tragó seguida, en tres o cuatro sorbos codiciosos, y dejó que el vaso cayera al esponjoso suelo. Luego se quedó inmóvil, los pies firmemente plantados, atormentando el lóbulo de su oreja. Le oí maldecir en lo que podría haber sido inglés medieval.

—¿Sacaste algo en claro de él? —preguntó por fin Aster.

—Sí. Mucho —Kolff se hundió en un sillón y puso en marcha el vibrador— ¡Le he sacado que no es ningún fraude!

Heyman dio un respingo. Helen puso cara de asombro; yo no la había visto perder nunca la compostura anteriormente.

—¿Qué infiernos quieres decir, Lloyd? —farfulló Fields.

—Me habló… en su propio lenguaje —dijo Kolff con voz pastosa—. Durante media hora. Lo tengo todo grabado. Mañana se lo daré al ordenador para el análisis. Pero puedo afirmar que no era ningún fraude. Sólo un genio de la lingüística podría haber inventado un lenguaje como ése, y no lo habría hecho tan bien. —Kolff se dio una palmada en la frente—. ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Un hombre llegado a través del tiempo! ¿Cómo es posible?

— ¿Le comprendiste? —pregunté Heyman.

— Dadme algo más de beber —dijo Kolff.

Aceptó la botella de bourbon que le tendía Aster y se la llevó a los labios. Se rascó su velludo vientre. Se pasó la mano ante los ojos como si estuviera intentando barrer telarañas. Y, finalmente, dijo:

— No, no Le entendí. Sólo detecté pautas. Habla el hijo del inglés… pero es un inglés tan alejado de nuestro tiempo como el lenguaje de la Crónica Anglosajona. Está lleno de raíces asiáticas. Pedazos de mandarín, pedazos de bengalí, pedazos de japonés. Estoy seguro de que hay árabe en él. Y malayo. Es un chop-suey de lenguajes… —Kolff eructó—. Mirad, nuestro inglés ya es un gran estofado. Tiene danés, francés normando, sajón, un lío de cosas, dos corrientes, una latina y una teutónica. Por lo tanto, tenemos palabras duplicadas que quieren decir lo mismo, pero que vienen de cada corriente. Sin embargo, las dos fluyen de la misma fuente, la vieja lengua nuitter indoeuropea. En el tiempo de Vornan, ya han cambiado eso. Han tomado palabras de otros grupos ancestrales. Le han dado vueltas a todo. ¡Qué lenguaje! Puedes decir cualquier cosa en un lenguaje como ése. ¡Cualquier cosa! Pero ahí sólo están las raíces. Las palabras han sido pulidas igual que guijarros en un arroyo, toda la aspereza ha quedado suavizada, las inflexiones se han esfumado. Emite diez sonidos, y transmite veinte frases. La gramática… me harían falta cincuenta años más para encontrar la gramática. Y quinientos para entenderla. El desprenderse de la gramática… una bullabesa de sonidos, un pot-au-feu del lenguaje… ¡increíble, increíble! Se ha producido otro desplazamiento de vocales, mucho más radical que el último. Habla… es como poesía. Un sueño de poesía que nadie puede comprender. Sólo cogí fragmentos, trozos…

Kolff se quedó callado. Se dio un masaje en la inmensa bóveda de su vientre. Nunca le había visto ponerse serio antes. Fue un instante profundamente conmovedor. Fields lo destruyó.

—Lloyd, ¿cómo puedes estar seguro de no haberte imaginado todo esto? ¿Cómo puedes interpretar un lenguaje que no te es posible comprender? Si no puedes detectar una gramática, ¿cómo estás seguro de que no se limitaba a soltarte un parloteo sin sentido?

—Eres un idiota —dijo Kolff tranquilamente—. Deberías coger tu cabeza y hacer que te sacaran el veneno con una bomba de succión. Pero entonces se te desinflaría el cráneo.

Fields se atragantó. Heyman se puso en pie y empezó a ir de un lado para otro con rápidas zancadas de pingüino; parecía estar atravesando por una nueva crisis interna. Yo mismo sentía una gran inquietud. Si Kolff había sido convertido, ¿qué esperanza quedaba de que Vornan no fuera lo que pretendía ser? Las pruebas se estaban acumulando. Quizá todo esto era sólo una fantasía ebria tejida por el cerebro decadente de Kolff. Quizá Aster había malinterpretado los datos del examen médico de Vornan. Quizá. Quizá. Que Dios me ayude, no quería creer que Vornan fuese real, pues ¿dónde dejaría eso mis propios logros científicos? Y me dolía saber que estaba violando esa nebulosa abstracción, el código de la ciencia, erigiendo una estructura a priori para mi propia conveniencia emocional. Me gustara o no, esa estructura estaba derrumbándose. Quizá. Me pregunté durante cuánto tiempo intentaría seguir apuntalándola. ¿Cuándo aceptaría todo, como había aceptado Aster, como había aceptado ahora Kolff? ¿Cuando Vornan hiciese un viaje en el tiempo delante de mis ojos?

—¿Por qué no nos pasas la cinta, Lloyd? —dijo dulcemente Helen.

—Sí. Sí. La cinta…

Extrajo de su bolsillo un pequeño cubo grabador y, con cierta torpeza, logró introducirlo en la rendija de la unidad reproductora. Apretó el control sónico y de repente por la habitación fluyó un torrente de sonidos suaves y algo ahogados. Me esforcé por oír algo. Vornan hablaba de una forma a medio camino entre el arte y el juego, variando la entonación y el timbre de voz, de tal modo que su discurso se aproximaba a la canción, y de vez en cuando un fragmento obsesionante de una palabra comprensible parecía pasar velozmente junto a mis oídos. Pero no entendí nada. Kolff formó un puente con sus gruesos dedos, asintiendo y sonriendo, meneando su zapato en algún momento de particular importancia, murmurando de vez en cuando:

— Sí. ¿Lo veis? ¿Lo veis?

Pero yo no veía nada, y tampoco oía nada; todo era puro sonido, ahora perlino, ahora azulado, ahora un turquesa oscuro, todo misterioso, nada de aquello inteligible. El cubo llegó a su final, y cuando hubo terminado nos quedamos sentados en silencio, como si la melodía de las palabras de Vornan aún perdurase en el aire… y supe que nada se había probado, al menos no a mí, aunque Lloyd pudiera decidir aceptar aquellos sonidos como un idioma hijo del inglés. Kolff se puso en pie solemnemente y se guardó el cubo en el bolsillo. Se volvió hacia Helen McIlwain, cuyos rasgos estaban transfigurados cual si hubiera asistido a un rito increíblemente sagrado.

—Ven —dijo, y tocó su huesuda muñeca—. Es hora de dormir, y no es una noche para dormir solo. Ven conmigo.

Salieron de la habitación juntos. Yo seguí oyendo la voz de Vornan, declamando gravemente un largo pasaje en un idioma al que le faltaban siglos por nacer, o posiblemente profiriendo una ristra de tonterías, y sentí que aquella canción de cuna, el sonido del futuro… o el sonido del fraude ingenioso, me iba llevando al sueño.

DOCE

Nuestra caravana avanzó hacia el oeste, de la nevada Denver a una soleada bienvenida en California, pero yo no acompañé a los otros. Había surgido en mí una gran inquietud, una impaciencia por alejarme de Vornan, Heyman, Kolff y el resto, al menos durante cierto tiempo. Ya llevaba un mes en esta gira, y estaba empezando a sentir sus efectos. Así pues, le pedí a Kralick que me diera permiso para un breve período de ausencia; me lo concedió y partí hacia el sur, hacia Arizona, a la casa del desierto de Jack y Shirley Bryant, con el acuerdo de que volvería a reunirme con el grupo una semana después en Los Angeles.