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La última vez que vi a Jack y Shirley, enero estaba empezando; ahora estábamos a mediados de febrero, así que realmente apenas si había pasado el tiempo. Sin embargo, interiormente tenía que haber transcurrido un gran lapso de tiempo, para ellos y para mí. Vi cambios en ellos. Jack parecía cansado y tenso, como si últimamente hubiera estado durmiendo mal; sus movimientos eran nerviosos y algo espasmódicos, y me recordó al viejo Jack, el pálido chico del este que había venido a mi laboratorio hacía tantos años. Había sufrido una regresión. La calma del desierto le había abandonado. También Shirley parecía hallarse bajo alguna clase de tensión. El brillo de su dorada cabellera estaba apagado, y ahora adoptaba posturas rígidas; vi cómo en su garganta se formaban una y otra vez cables de tensa musculatura. Su respuesta a la tensión era un exceso de alegría compensatoria. Reía demasiado a menudo y demasiado alto; su voz subía frecuentemente de tono en una forma antinatural, haciéndose estridente, áspera y vibrante. Parecía mucho mayor; si en diciembre había aparentado veinticinco años en lugar de los treinta y pocos que le correspondían, ahora parecía hallarse a punto de cumplir los cuarenta. Noté todo esto en los primeros minutos de mi llegada, cuando tales alteraciones resultan más conspicuas. Pero no dije nada de lo que vi, y fue mejor que obrara de esa forma, pues las primeras palabras que me dijo Jack fueron:

—Pareces cansado, Leo. Este asunto debe haberte exigido un gran esfuerzo.

Y Shirley:

—Sí, pobre Leo. Todo ese ridículo viajar de un lado para otro… Necesitas un buen descanso. ¿No puedes arreglártelas para quedarte aquí más de una semana?

—¿Tan desastroso estoy? —pregunté—. ¿Resulta tan obvio?

—Un poco del sol de Arizona hará milagros —dijo Shirley, y se rió de esa nueva y horrible forma suya.

El primer día no hicimos gran cosa, aparte de absorber el sol de Arizona. Nos tendimos los tres en el solano, y después de aquellas semanas de brumoso invierno en el Este era una pura delicia sentir el calor sobre mi piel desnuda. Con su tacto de siempre, ninguno de los dos sacó a relucir ese día el tema de mis recientes actividades: tomamos sol y dormitamos, hablamos un poco y por la noche tuvimos un festín con carne a la parrilla y una excelente botella de Chambertin del 88. Mientras que el frío de la noche barría el desierto, nos tendimos sobre la gruesa alfombra para escuchar las danzarinas melodías de Mozart, y todo cuanto había hecho y visto en las últimas semanas se fue desprendiendo de mí y se me hizo irreal.

Por la mañana me desperté temprano -mi reloj interno estaba confundido por el cruce de zonas temporales- y caminé un rato por el desierto. Cuando volví, Jack estaba levantado. Se encontraba sentado al borde del cauce seco, tallando algo en un pedazo de madera nudosa y de aspecto grasiento. Nada más acercarme, sin poderse contener, dijo:

—Leo, ¿descubriste algo sobre…?

—No.

—¿…la conversión energética?

Meneé la cabeza.

—Lo he intentado, Jack. Pero no hay forma de sacarle a Vornan nada que él no quiera contarte. Y no está dispuesto a dar datos claros sobre ninguna cosa. Es un auténtico diablo esquivando las preguntas.

—No sé qué hacer, Leo. La posibilidad de que algo creado por mí destruya la sociedad…

—Olvídalo, ¿quieres? Jack, has penetrado una frontera. Publica tu trabajo y acepta tu Nobel, y al infierno con cualquier mal uso que la posteridad consiga sacar de él. Has estado haciendo investigación pura. ¿Por qué crucificarte a ti mismo con sus posibles aplicaciones?

—Los hombres que desarrollaron la bomba debieron decirse las mismas cosas —murmuró Jack.

—¿Han estado cayendo bombas últimamente? Y mientras tanto, tu casa funciona con un reactor de bolsillo. Podrías estar encendiendo fogatas de madera si esos chicos no hubieran descubierto la fisión nuclear.

—Pero sus almas… sus almas…

Perdí la paciencia.

—¡Adoramos sus condenadas almas! Eran científicos; hicieron cuanto podían y llegaron a alguna parte. Y cambiaron el mundo, seguro que sí, pero tenían que hacerlo. Por entonces había una guerra, ¿sabes? La civilización estaba en peligro. Inventaron algo que causó un montón de problemas, de acuerdo, pero que también hizo mucho bien. Tú ni siquiera has inventado nada. Ecuaciones. Principios básicos. ¡Y aquí estás, sentado y compadeciéndote de ti mismo porque piensas que has traicionado a la humanidad! Cuanto has hecho es usar tu cerebro, Jack, y si en tu filosofía eso es una traición a la humanidad, entonces sería mejor que…

—Está bien, Leo —dijo en voz baja—. Me confieso culpable del cargo; autocompasión y martirio voluntariamente solicitado. Condéname a muerte, y después cambiemos de tema. ¿Cuál es tu opinión como experto sobre ese Vornan? ¿Es real, o un fraude? Le has visto de cerca.

—No lo sé.

—El viejo y buen Leo… —dijo salvajemente—. ¡Siempre incisivo! ¡Siempre teniendo a punto la respuesta segura!

—No es tan sencillo, Jack. ¿Has estado viendo a Vornan en la pantalla?

—Sí.

—Entonces sabes que es complicado. Un bastardo lleno de trucos, el tipo con más trucos que me haya encontrado nunca.

—Pero, Leo, ¿no tienes ninguna intuición, ninguna respuesta inmediata, un sí o un no, verdad o mentira?

—La tengo —dije.

—¿Y piensas guardártela en secreto?

Me humedecí los labios y tracé un surco con el pie sobre la arena.

—Lo que intuyo es que Vornan es lo que dice ser.

—¿Un hombre del año 2999?

—Un viajero llegado del futuro —dije.

A mi espalda, Shirley se rió en un seco crescendo.

—¡Eso es maravilloso, Leo! Finalmente has aprendido cómo abrazar lo irracional…

Se nos había acercado por detrás, desnuda, una diosa de la mañana, tan hermosa que te dejaba sin aliento, su cabello igual que una bandera en la brisa. Pero sus ojos eran demasiado brillantes y relucían con ese nuevo destello, siempre inmóvil.

—La irracionalidad es una amante llena de espinas —dije—. No me alegra compartir mi lecho con ella.

—¿Por qué piensas que es auténtico? —insistió Jack.

Le hablé de la muestra de sangre, y de la experiencia de Lloyd Kolff con el lenguaje hablado por Vornan. Añadí algunas impresiones puramente intuitivas que había ido reuniendo. Shirley pareció encantada, Jack pensativo. Finalmente, dijo:

—¿No sabes nada sobre los fundamentos científicos de ese supuesto medio para el transporte temporal?

—Nada de nada. No habla de ello.

—No me extraña. No querrá que el año 2999 sea invadido por un montón de bárbaros peludos que han logrado fabricar una máquina del tiempo partiendo de su descripción.

—Quizá se trate de eso… un asunto de seguridad —dije.

Jack cerró los ojos. Se balanceó hacia delante y hacia atrás sobre sus talones.

—Si es real, entonces todo ese asunto de la energía también lo es, y sigue existiendo la posibilidad de que…

—Basta, Jack —dije yo ferozmente—. ¡Olvida eso!

Interrumpió sus lamentaciones con un esfuerzo. Shirley tiró de él, haciéndole levantarse.

—¿Qué hay para desayunar? —dije.

—¿Qué te parece trucha de río, directamente sacada del refrigerador?

—Me parece bastante bien.

Le di una amistosa palmada en su firme trasero y la mandé de vuelta hacia la casa. Jack y yo la seguimos, andando más despacio. Ahora Jack estaba más tranquilo.

—Me gustaría hablar yo mismo de todo esto con Vornan —dijo Jack—. Quizá diez minutos. ¿Podrías arreglarlo?

—Lo dudo. Se están concediendo muy pocas entrevistas privadas. El Gobierno le tiene muy vigilado… o al menos lo intenta. Y me temo que si no eres un obispo, o un presidente de alguna gran compañía, o un poeta famoso, no tienes ni una oportunidad. Pero no importa, Jack. No te dirá lo que quieres saber. Estoy seguro de ello.