Vornan sonrió. Algo ominoso destelló en sus ojos. Sentí el apretón del miedo. ¡Usando los ojos y los labios al mismo tiempo! Estaba tensando la catapulta para un golpe que aplastaría las murallas del enemigo. Los miembros del grupo también se dieron cuenta de ello. Clayhorn se encogió. El doctor Gersten pareció desvanecerse dentro de los pliegues de su propio cuello, igual que una tortuga asustada. El famoso monseñor se tensó igual que esperando la hoja de la guillotina.
—¿Quieren que les cuente lo que hemos aprendido sobre la relación del hombre con el universo? —dijo Vornan, con voz apacible y suave—. Verán, hemos descubierto la forma en que llegó a existir la vida sobre la tierra, y nuestro conocimiento de la Creación ha tenido su efecto en nuestras creencias religiosas. Por favor, entiendan que no soy un arqueólogo y no puedo dar más detalles aparte de lo que diga aquí. Pero esto es lo que ahora sabemos: hubo un tiempo, en el distante pasado, cuando nuestro planeta carecía totalmente de vida. Había un mar cubriéndolo casi todo, con rocas aquí y allá, y tanto a la tierra como al mar les faltaba incluso el más sencillo microbio. Entonces nuestro planeta fue visitado por exploradores de otra estrella. No aterrizaron. Se limitaron a orbitar nuestro mundo y vieron que carecía de vida y, debido a eso, que no tenía interés para ellos. Se quedaron tan sólo el tiempo suficiente para lanzar cierta basura que habían acumulado a bordo de su nave y luego siguieron viaje a otra parte, mientras la basura que habían tirado iba descendiendo a través de la atmósfera de la Tierra y acababa llegando al mar, introduciendo ciertos factores que crearon una perturbación química, la cual puso en movimiento el inicio del proceso que tuvo como resultado el fenómeno conocido como… —el grupo de interrogadores era un auténtico torbellino; la cámara giró, implacable, para revelar las muecas, los fruncimientos de ceño, los ojos enloquecidos, las mandíbulas como de piedra, los labios que se abrían— …vida en la Tierra.
TRECE
Al final de mi semana de permiso me despedí de Shirley con un beso, le dije a Jack que se tomara las cosas con calma y partí hacia Tucson para ser enviado dentro de un módulo a Los Angeles. Llegué allí sólo unas cuantas horas después de que el resto del equipo hubiera subido por la costa desde San Diego. El impacto de aquel programa con Vornan seguía despertando ecos a lo ancho de todo el país. Quizá nunca antes en toda la historia humana se había enunciado un gran dogma teológico por televisión en una conexión a todo el planeta; desde luego, éste se difundió por el mundo, igual que la contaminación de la basura primordial había infectado los mares estériles. Con afabilidad, sin alzar la voz, con gran delicadeza y suavidad, Vornan había minado la fe religiosa de cuatro mil millones de seres humanos. Ciertamente, había que admirar su habilidad.
Jack, Shirley y yo habíamos presenciado el desarrollo de las reacciones con una fría fascinación. Vornan había presentado su creencia como un hecho comprobado, el resultado de cuidadosas investigaciones y detalles corroborativos obtenidos de seres que habían visitado el mundo de su tiempo. Como de costumbre, no ofreció ninguna subestructura de datos: meramente la afirmación, desnuda y elíptica. Pero quien se hubiera tragado las noticias de que un hombre había llegado hasta nosotros procedente del año 2999, no tendría mucha dificultad en tragarse la historia de la Creación dada por ese hombre; cuanto hacía falta eran unas mandíbulas flexibles. EL MUNDO NACIO DE LA BASURA, decían las cintas al día siguiente, y rápidamente el concepto pasó a ser de dominio público.
Los Apocaliptistas, que habían estado callados durante unas cuantas semanas, volvieron a la vida. Realizaron vigorosas reuniones de protesta en todas las ciudades del mundo. La pantalla nos mostraba sus rostros rígidos, sus ojos relucientes, sus estandartes proclamando desafíos. Aprendí algo que antes no había ni tan siquiera sospechado sobre este culto, que había brotado igual que un hongo: estaba formado por una amalgama de componentes que procedían de muchos sitios, creado a partir de los alienados, los que no tenían raíces, los rebeldes juveniles y —sorprendentemente— los devotos. En el centro de las orgías de los Apocaliptistas, entre todos los ritos escatológicos y el fervor exhibicionista, se encontraban los fundamentalistas mal vestidos y de mandíbula pétrea —la quintaesencia del gótico norteamericano—, profundamente persuadidos de que al mundo ciertamente le faltaba poco para llegar a su final. Ahora veíamos a estas personas ocupando por primera vez una posición dominante en los disturbios Apocaliptistas. No cometían ninguna bestialidad, pero desfilaban por entre los fornicadores, aceptando benevolentemente su desvergüenza como una señal del fin que se aproximaba. Para estas personas, Vornan era el Anticristo, y su dogma de la Creación a partir de la basura era una estrepitosa blasfemia.
Para otros era La Palabra. El grupo espontáneo de adoradores de Vornan que había estado tomando forma en cada ciudad ahora tenía no sólo un profeta, sino también un credo. «Somos basura y descendemos de la basura, y debemos hacer a un lado toda la autoexaltación mística y aceptar la realidad», decían estas personas. ¡Dios no existe, y Vornan es Su profeta!
Cuando llegué a Los Angeles me encontré a estos dos grupos enfrentados, desplegando todas sus fuerzas, y a Vornan bajo una fuerte vigilancia. Sólo al precio de grandes dificultades logré reunirme nuevamente con nuestro grupo. Tuvieron que llevarme en helicóptero, dejándome en el techo de un hotel situado en la parte baja de Los Angeles, mientras que a gran distancia por debajo de mí los Apocaliptistas hacían piruetas y los adoradores de Vornan buscaban rebajarse ante su ídolo. Kralick me llevó hasta el borde del tejado y me hizo mirar a la confusa y convulsa masa en las calles.
—¿Cuánto tiempo hace que ocurre esto? —pregunté.
—Desde las nueve de la mañana. Llegamos a las once. Podríamos hacer venir a las tropas, pero de momento nos limitaremos a no hacer nada y no movernos de aquí. Dicen que las turbas cubren desde aquí hasta Pasadena.
—¡Eso es imposible! No…
—Mire hacia allí.
Era cieno. Una banda brillante se retorcía a través de las calles, enroscándose más allá de las relucientes torres del núcleo reconstruido de la ciudad, llevando su hilo hasta el lejano cúmulo de las autopistas y desvaneciéndose en algún punto hacia el este. Podía oír gritos, alaridos, gorgoteos. No quise mirar por más tiempo. Era un asedio en regla.
Vornan estaba enormemente divertido ante las fuerzas que había liberado. Le encontré en su corte acostumbrada, la suite del piso ochenta y cinco del hotel; a su alrededor estaban Kolff, Heyman, Helen y Aster, unos cuantos miembros de los medios de comunicación y una gran cantidad de equipo. Fields no estaba allí. Después me enteré de que tenía una rabieta, y que había hecho otra intentona con Aster la noche antes en San Diego. Cuando entré en la habitación, Vornan estaba hablando de California, creo que del tiempo. Se levantó inmediatamente y vino hacia mí, cogiéndome de los codos y clavando sus ojos en los míos.
—¡Leo, viejo amigo! ¡Cómo te he echado de menos!
Verme tratado de aquella forma tan amistosa me pilló por sorpresa, pero me las arreglé para responder:
—He estado siguiendo tus pasos por las pantallas, Vornan.
—¿Has visto el programa de San Diego? —preguntó Helen.
Asentí. Vornan parecía muy complacido consigo mismo. Hizo una vaga seña hacia la ventana y dijo:
—Ahí fuera hay una multitud muy numerosa. ¿Qué piensas que quieren?
—Están esperando tu próxima revelación —le dije.