Le dije que yo también había tenido todas esas mismas ideas durante el programa de televisión, un poco antes. Sus ojos brillaron; puntitos rosados brotaron en sus mejillas. Se humedeció los labios y yo esperé oírle decir que ella y yo teníamos mucho en común y que deberíamos conocernos mejor el uno al otro; pero cuanto dijo fue:
—Estoy asustada, Leo. Ojalá volviera al sitio del que vino. Va a causar auténticos problemas.
—Kralick y compañía evitarán eso.
—No estoy segura —me dirigió una breve sonrisa llena de nerviosismo—. Bien, Leo, buenas noches. Duerme bien.
Se había ido. Durante un largo instante me quedé mirando su puerta cerrada, y la imagen robada de su delgado cuerpo emergió de mi banco de memoria. Hasta aquel momento Aster no había tenido mucho atractivo físico para mí; a duras penas si parecía una mujer. De repente, comprendí lo que Morton Fields veía en ella. La deseé ferozmente. ¿Era todo esto también parte de las travesuras de Vornan? Sonreí. Ahora le estaba echando la culpa de todo al visitante.
Mi mano seguía sobre la placa de la puerta de Aster y discutí conmigo mismo si debía pedirle que me dejase entrar, pero en vez de hacerlo acabé entrando en mi propia habitación. Conecté el sello de la puerta, me desnudé y me preparé para dormir.
Pero el sueño no llegó. Fui a la ventana para contemplar las turbas, pero se habían disipado. Era más de medianoche. Una rebanada de luna colgaba sobre la inmensa ciudad. Cogí un cuaderno de anotaciones en blanco y empecé a esbozar algunos teoremas que habían acudido a mi mente durante la cena: una forma de explicar una doble inversión de carga en el viaje por el tiempo. Problema: suponiendo que la inversión temporal es posible, crear una justificación matemática para la conversión de la materia en antimateria, y nuevamente a materia, antes de completar un viaje. Trabajé rápidamente, y durante cierto tiempo incluso con resultados convincentes. Estuve a punto de coger el teléfono y conseguir una conexión de datos con mi ordenador para que me fuera posible realizar algunas comprobaciones del sistema. Entonces vi el error que había casi al principio de mi trabajo: el estúpido error algebraico, la equivocación cometida al cambiar de posición unos signos. Arrugué las hojas de papel y las tiré al suelo, disgustado.
Entonces oí unos golpecitos en mi puerta. Una voz:
—¿Leo? Leo, ¿estás despierto?
Activé el sensor que había junto a mi cama y obtuve una tenue imagen de mi visitante. ¡Vornan! Me levanté de un salto y desconecté el sello de la puerta. Iba vestido con una delgada túnica verde, como si pensara en salir. Su presencia me asombró, pues sabía que Kralick conectaba cada noche el sello de su habitación y, al menos teóricamente, no había forma alguna de que Vornan desconectara el sello de cierre, el cual se suponía debía protegerle, pero que también le mantendría prisionero. Sin embargo, aquí estaba.
—Pasa —dije—. ¿Algún problema?
—En absoluto. ¿Estabas durmiendo?
—Trabajando. De hecho, intentaba calcular cómo funciona tu condenada máquina del tiempo.
Se rió suavemente.
—Pobre Leo. Te quemarás el cerebro con tanto pensar.
—Si realmente te doy pena, podrías proporcionarme una o dos pistas al respecto.
—Lo haría si pudiera —dijo—. Pero es imposible. Te explicaré el porqué abajo.
—¿Abajo?
—Sí. Vamos a dar un pequeño paseo. Me acompañarás, Leo, ¿verdad que sí?
Me quedé boquiabierto.
—Ahí fuera hay disturbios. ¡Esa muchedumbre histérica nos matará!
—Creo que la multitud se ha dispersado —dijo Vornan—. Además, tengo esto… —extendió su mano hacia mí. En su palma había dos flácidas máscaras del tipo que habíamos llevado en el burdel de Chicago—. Nadie nos reconocerá. Pasearemos disfrazados por las calles de esta maravillosa ciudad. Quiero salir, Leo. Estoy cansado de los desfiles y excursiones oficiales. Tengo ganas de volver a explorar.
Me pregunté qué podía hacer. ¿Llamar a Kralick, y hacer que encerrara nuevamente a Vornan en su habitación? Ésa era la respuesta más sensata. Con máscaras o sin ellas, era una imprudencia salir sin guardia del hotel. Pero entregar a Vornan de ese modo sería una traición. Obviamente, confiaba más en mí que en ninguno de los otros; quizá incluso había algo que deseaba decirme más allá del alcance de los sensores espías de Kralick, como una confidencia. Tendría que correr el riesgo, con la esperanza de sacarle un poco de información valiosa.
—De acuerdo. Iré contigo.
—Entonces, date prisa. Si alguien tiene vigilada tu habitación…
—¿Qué hay de tu habitación?
Se rió, satisfecho de sí mismo.
—Mi habitación ha sido arreglada. Quienes miren, pensarán que sigo dentro de ella. Pero si me ven también aquí… Vístete, Leo.
Me puse algo de ropa y salimos de la habitación. Conecté el sello desde el exterior. En el pasillo había tendidos tres hombres de Kralick, profundamente dormidos. El globo verde de una cápsula anestésica flotaba por el aire, y cuando su placa detectora sensible a la temperatura recogió mis emisiones térmicas, vino hacia mí. Vornan alzó la mano tranquilamente, cogió la cinta plástica que colgaba de ella y le dio un tirón para desconectarla. Me dirigió una sonrisa, la de un conspirador a otro. Después, igual que un chico escapándose de casa, se lanzó por el pasillo, indicándome que le siguiera con una seña. Un empujón de su mano abrió una puerta de servicio, revelando un tubo para la ropa. Vornan me hizo un gesto para que entrara.
—¡Aterrizaremos en la sala de lavadoras! —protesté.
—No seas tonto, Leo. Saldremos antes de la última parada.
No estaba en situación de discutir con él. Entré en el tubo, siguiéndole, y empezamos a caer lanzados igual que desperdicios hacia las profundidades del edificio. Una red emergió bruscamente de la pared del tubo y rebotamos en ella. Pensé que era algún tipo de trampa, pero Vornan se limitó a decir:
—Es un dispositivo de seguridad para que los empleados del hotel no caigan en la cinta transportadora de la ropa. Verás, he estado hablando con los del servicio de habitaciones. ¡Vamos!
Salió de la red, que supongo habría sido activada por detectores de masa situados a los lados del tubo, y nos metimos en una repisa mientras él abría una puerta. Para ser un hombre que apenas si comprendía lo que era una bolsa de valores, tenía unos conocimientos notablemente completos sobre el funcionamiento interno de este hotel. La red se metió en la pared del tubo apenas hube salido de ella; un instante después, unas cuantas sábanas sucias pasaron volando junto a nosotros, caídas de lo alto, y se desvanecieron en las fauces de la sala de lavadoras, situada muy por debajo nuestro.
Vornan me hizo otra seña. Nos metimos por un angosto pasadizo iluminado desde arriba por tiras de luz fría y emergimos finalmente en uno de los pasillos del hotel. Por una prosaica escalera de caracol llegamos hasta un pasillo del sótano, y salimos a la calle sin ser vistos.
Todo estaba silencioso. Era fácil ver dónde habían estado los que provocaron el disturbio. Los lemas brillaban en la acera y relucían en los costados de los edificios: EL FIN ESTÁ CERCA, PREPARAOS PARA CONOCER A VUESTRO CREADOR, ese tipo de cosas, las clásicas meditaciones filosóficas de cartel. Por todas partes había trozos de ropa esparcidos. Montones de espuma me indicaron que había hecho falta cierto esfuerzo para acabar con los disturbios. Aquí y allí estaban tendidas unas cuantas figuras dormidas, inconscientes, borrachas o, sencillamente, descansando; debían haber salido de las sombras después de que la policía hubo despejado la zona.