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Nos pusimos las máscaras y avanzamos silenciosamente por entre la tibia noche de Los Angeles. En este distrito y a estas horas de la madrugada no sucedía casi nada; las torres que nos rodeaban por todas partes eran hoteles y edificios de oficinas, y la vida nocturna estaba en otros sitios. Fuimos paseando sin rumbo fijo. De vez en cuando un globo publicitario cruzaba el cielo unos centenares de metros por encima de nosotros, encendiendo y apagando sus abigarradas incitaciones. A dos manzanas de nuestro hotel nos detuvimos para examinar el escaparate de una tienda que vendía artículos para detección y espionaje. Vornan parecía totalmente absorbido por ellos. La tienda estaba cerrada, por supuesto, pero cuando nos paramos sobre una placa sensora empotrada en el pavimento, una voz meliflua nos indicó las horas en que estaba abierta y nos invitó a volver de día. Dos puertas más abajo nos encontramos con una tienda para deportes especializada en equipos de pesca. Nuestra presencia activó otro sensor de la acera que nos obsequió con un discurso dirigido a los pescadores de altura.

—Han venido al sitio adecuado —proclamó una voz mecánica—. Tenemos de todo. Hidrofotómetros, medidores de plancton, penetrómetros de barro, dispersores de luz, detectores de marea, actuadores hidrostáticos, boyas radar, clinómetros, detectores de bancos, indicadores de nivel líquido…

Seguimos avanzando.

—Me encantan vuestras ciudades —dijo Vornan—. Los edificios son tan altos… los comerciantes son tan agresivos. Nosotros no tenemos comerciantes, Leo.

—¿Qué haces si necesitas un detector de bancos o un medidor de plancton?

—Están disponibles —se limitó a decir—. Rara vez necesitamos ese tipo de cosas.

—Vornan, ¿por qué nos has contado tan pocas cosas sobre tu tiempo?

—Porque he venido aquí para aprender, no para enseñar.

—Pero no tienes ninguna prisa. Podrías corresponder un poco. Sentimos una morbosa curiosidad acerca de cómo serán las cosas en el futuro. Y has dicho tan poco al respecto… No tengo sino la más vaga imagen de tu mundo.

—Cuéntame cómo te lo imaginas.

—Menos gente de la que tenemos hoy —dije—. Muy ordenado, muy elegante y hermoso. La maquinaria está disimulada y, sin embargo, cuando se necesita todo está disponible. No hay guerras. No hay naciones. Un mundo sencillo, agradable y feliz. Me resulta difícil creer en él.

—Lo has descrito bien.

—Pero, Vornan, ¿cómo llegó a ser así? ¡Eso es lo que deseamos saber! Mira el mundo que has estado visitando. Un centenar de naciones suspicaces. Superbombas. Tensión. Hambre y frustraciones. Millones de personas histéricas buscando desesperadamente un receptáculo para su fe. ¿Qué sucedió? ¿Cómo llegó a calmarse el mundo?

—Mil años es mucho tiempo, Leo. Pueden ocurrir muchas cosas.

—Pero, ¿qué ocurrió? ¿Adonde se fueron las naciones actuales? Habíame de las crisis, las guerras, los trastornos.

Nos detuvimos bajo un farol. Sus fotosensores nos detectaron instantáneamente y aumentaron la emisión de luz.

—Leo, ¿y si me hablas un poco de la organización, ascensión y caída del Sacro Imperio Romano? —dijo Vornan.

—¿Dónde has oído mencionar al Sacro Imperio Romano?

—El profesor Heyman me habló de él. Dime lo que sepas sobre el Imperio, Leo.

—Bueno… supongo que no sé casi nada. Era una especie de confederación europea de hace unos setecientos u ochocientos años. Y… y…

—Exactamente. No sabes nada sobre él.

—Vornan, nunca he dicho que fuera historiador.

—Yo tampoco —dijo él suavemente—. ¿Por qué piensas que debería saber más sobre el Tiempo del Barrido que tú sobre el Sacro Imperio Romano? Para mí es historia antigua. Nunca lo he estudiado. No tenía ningún interés en aprender nada de él.

—Pero si estabas planeando hacer un viaje al pasado, Vornan, deberías haber estudiado historia igual que estudiaste inglés.

—Necesitaba el inglés para comunicarme. No necesitaba la historia. Leo, no estoy aquí como estudioso, sólo como turista.

—Y supongo que tampoco sabes nada sobre la ciencia de tu era, ¿verdad?

—Nada en absoluto —dijo con voz jovial.

—¿Qué es lo que sabes? ¿Qué haces en el año 2999?

—Nada. Nada.

—¿No tienes ninguna profesión?

—Viajo. Observo. Me divierto.

—¿Un miembro de la clase rica y ociosa?

—Sí, salvo que no tenemos ricos ociosos. Supongo que podrías calificarme de ocioso, Leo. Ocioso e ignorante.

—¿Y en el año 2999 son todos ociosos e ignorantes? ¿Se han quedado anticuados el trabajo, el estudio y el esfuerzo?

—Oh, no, no, no —dijo Vornan—. Tenemos muchos espíritus diligentes. Mi hermano somático Lunn-31 es coleccionista de impulsos luminosos, una autoridad de primera fila. Mi buen amigo Mortel-91 es un auténtico conocedor de gestos. Pol-13, cuya belleza apreciarías, danza en el psicódromo. Tenemos nuestros artistas, nuestros poetas, nuestros eruditos. El muy famoso Ekki-89 ha trabajado cincuenta años en su revivificación de los Años de Llama. Sator-11 ha reunido todo un juego de imágenes en cristal de los Buscadores, todas hechas por él. Estoy orgulloso de ellos.

—¿Y tú, Vornan?

—No soy nada. No hago nada. Soy un hombre de lo más corriente, Leo. —En su voz había una nota que no había oído antes, un latir que tomé por sinceridad—. Vine aquí por aburrimiento, porque anhelaba diversión. Hay otros poseídos por su compromiso con las labores espirituales. Soy un recipiente vacío, Leo. No puedo hablarte de ciencia, ni de historia. Mis percepciones de la belleza son rudimentarias. Soy un ignorante. Un ocioso. Recorro los mundos en busca de mis placeres, pero son placeres huecos y pobres… —a través de la máscara me llegó el brillo filtrado de su maravillosa sonrisa—. Estoy siendo totalmente sincero contigo, Leo. Espero que esto explique mi fracaso por dar respuesta a tus preguntas y las de tus amigos. Soy profundamente insatisfactorio, un hombre de muchos defectos. ¿Te molesta mi sinceridad?

Era algo más que eso. Me había dejado atónito. A menos que el repentino estallido de humildad de Vornan fuese meramente un truco, se estaba etiquetando a sí mismo como un diletante, un derrochador, un ocioso… un don nadie salido del tiempo, alguien que se divertía entre los sudorosos primitivos porque su propia época había dejado de divertirle por el momento. Su evasividad, los vacíos de su conocimiento, todo parecía comprensible ahora. Pero resultaba muy poco halagador saber que éste era nuestro viajero del tiempo, que no habíamos merecido nada mejor que Vornan-19. Y me pareció ominoso que quien se había proclamado a sí mismo como un globo vacío tuviese sobre nuestro mundo el poder que Vornan había ganado sin esforzarse. ¿Adonde le llevaría su búsqueda de diversión? ¿Y qué límites, si es que había alguno, se impondría a sí mismo?

Mientras seguíamos caminando, le dije:

—¿Por qué no han venido a vernos otros visitantes de tu era?

Vornan lanzó una risita.

—¿Qué te hace pensar que soy el primero?

—Nosotros nunca… nadie ha… no ha existido… —Me callé, sin saber qué decir, una vez más víctima de ese don que Vornan tenía para abrir trampillas en la textura del universo.

—No soy ningún pionero —me dijo amablemente—. Antes de mí han existido muchos.

—¿Manteniendo su identidad en secreto?

—Por supuesto. Me gustaba la idea de revelarme. Otros individuos de mente más seria han hecho las cosas con discreción, subrepticiamente. Hacen su trabajo en silencio y se van.

—¿Cuántos han existido?

—No tengo ni idea.

—¿Visitando todas las eras?

—¿Por qué no?

—¿Viviendo entre nosotros bajo identidades asumidas?

—Sí, sí, por supuesto —dijo Vornan despreocupadamente—. Creo que muy a menudo ocupando cargos públicos. ¡Pobre Leo! ¿Pensabas que un miserable idiota como yo estaba abriendo un nuevo camino?