Un mes después me invitaron a que fuera su huésped durante una semana en Arizona.
Pensé que se trataba de una invitación para guardar las apariencias y la rechacé cortésmente, pensando que se esperaba de mí que la rechazara. Sin embargo, Jack me llamó, e insistió en que acudiera. Su rostro parecía tan animado como siempre, pero la pantallita verdosa mostraba claramente que la tensión y el cansancio habían desaparecido de él. Acepté. Descubrí que su casa se hallaba totalmente aislada, con kilómetros de rojizo desierto rodeándola por todos lados. En medio de aquella desolación, era una fortaleza de comodidad. Tanto Jack como Shirley estaban muy bronceados, eran soberbiamente felices y se habían adaptado maravillosamente el uno al otro. En mi primer día de estancia me llevaron a dar un largo paseo por el desierto, riendo cada vez que las liebres, las ratas del desierto o unas grandes lagartijas de color verde huían ante nosotros. Se agacharon para enseñarme unas plantas pequeñas y retorcidas que crecían en el suelo estéril, y me llevaron hasta un inmenso cactus saguaro cuyos enormes, arrugados y verdosos brazos proyectaban la única sombra visible en todo aquel sitio.
Su hogar se convirtió en un refugio para mí. Se daba por sentado que yo era libre de acudir en cualquier momento, avisando con sólo un día de antelación, siempre que sintiera la necesidad de escapar. Aunque me invitaban de vez en cuando, insistían en que debía usar el privilegio de invitarme yo mismo. Lo hice. Algunas veces pasaban seis o diez meses sin que hiciera el viaje hasta Arizona; otras veces iba allí cinco o seis fines de semana seguidos. Nunca había una pauta regular. Mi necesidad de visitarles dependía totalmente de mi clima emocional. El suyo, por otra parte, nunca cambiaba, ni dentro ni fuera; sus días eran eternamente soleados. Nunca les vi pelearse, ni tan siquiera estar en desacuerdo sobre alguna cosa. Hasta el día en que Vornan-19 se metió en sus vidas, no hubo ningún golfo visible entre ellos.
Gradualmente nuestra relación se fue haciendo más profunda, hasta volverse algo sutil e íntimo. Supongo que para ellos yo era básicamente una especie de tío, dado que tenía poco más de cuarenta años -Jack aún no había cumplido los treinta, y Shirley estaba por los veintipocos-; pero el lazo era más profundo que ése. Habría tenido que llamarlo amor. No había nada abiertamente sexual en ello, aunque me hubiera encantado acostarme con Shirley si acaso llegáramos a habernos conocido de otra forma. Desde luego, la encontraba físicamente atractiva, y la atracción aumentó a medida que el tiempo y el sol le quitaron un poco de la encantadora inmadurez que al principio me hizo pensar en ella como en una chica, y no una mujer. Pero aunque mi relación con Jack y Shirley era triangular, con vectores emocionales viajando en muchas direcciones distintas, nunca amenazó con romperse para llegar a ser un artificioso experimento de adulterio. Admiraba a Shirley, pero no envidiaba a Jack porque la poseyera físicamente…, o eso pienso. Algunas noches, cuando oía los sonidos del placer que llegaban de su dormitorio, mi única reacción era el deleite por su felicidad, incluso aunque me agitara en mi solitario lecho. En una ocasión llevé a la casa a una acompañante mía, con su aprobación, pero fue un desastre. Toda la química del fin de semana anduvo mal. Tenía que ir allí solo y, por raro que parezca, no me sentía condenado al celibato, aunque compartir mi amor por Shirley con Jack no accediera nunca a la unión física.
Llegamos a estar tan cerca los unos de los otros, que casi todas las barreras cayeron. En los días cálidos —lo cual quería decir la mayor parte del tiempo—, Jack acostumbraba a ir desnudo. ¿Por qué no? Allí no había ningún vecino que pudiera protestar por eso, y difícilmente tenía que sentirse inhibido en presencia de su esposa y su amigo más íntimo. Yo le envidiaba su libertad, pero no le imitaba porque no me parecía correcto exhibirme ante Shirley. En vez de eso, llevaba pantalones cortos. Era un asunto delicado, y escogieron una forma característicamente delicada para resolverlo. Un día de agosto, cuando la temperatura estaba por encima de los treinta y ocho grados y el sol parecía ocupar una cuarta parte del cielo, Jack y yo estábamos trabajando fuera de la casa, cuidando el pequeño jardín de plantas del desierto que tanto adoraban. Cuando Shirley apareció para traernos unas cervezas, vi que no se había puesto las dos tiras de tela que constituían su atuendo usual. No le dio ninguna importancia a eso; dejó la bandeja en el suelo, me ofreció una cerveza y luego le ofreció una a Jack, y los dos se mostraron totalmente relajados durante ese tiempo. El impacto de su cuerpo sobre mí fue potente, pero breve. Su atuendo normal había sido tan escaso que los contornos de sus pechos y sus nalgas no eran ningún misterio para mí, y este cruzar la línea entre el ir cubierta y el revelarse era un puro tecnicismo. Mi primer impulso fue apartar la mirada, como si fuera un intruso inesperado que la había pillado por sorpresa; pero noté que ésa era precisamente la idea que ella deseaba destruir, y por eso hice un decidido esfuerzo por igualar su sangre fría.
Supongo que todo esto suena cómico y ridículo, pero dejé que mis ojos recorrieran deliberadamente su desnudez, como si me hubiera presentado una soberbia estatuilla para que la admirara y yo estuviera demostrando mi gratitud examinándola con detalle. Mis ojos se detuvieron en las únicas partes de ella que eran nuevas para mí: los montículos rosados de sus pezones, el triángulo dorado que había entre sus piernas. Su cuerpo, maduro, opulento y reluciente, brillaba como cubierto de aceite bajo el potente sol del mediodía, y estaba muy bronceada por todas partes. Cuando hube completado mi solemne y tonta inspección, engullí la mitad de mi cerveza, me puse en pie y, con mucha gravedad, me quité los pantalones cortos.
Después de eso dejamos de observar cualquier tabú sobre la desnudez, lo cual hizo mucho más confortable la vida en lo que, después de todo, era una casa pequeña. Empezó a parecerme totalmente natural —y supongo que a ellos también se lo parecía— el que la modestia careciera de importancia en nuestra relación. En una ocasión, cuando un grupo de turistas tomó la bifurcación equivocada del camino y apareció por el sendero del desierto que llevaba a la casa, fuimos tan inconscientes de nuestra desnudez que no hicimos ningún intento de escondernos y nos costó tiempo comprender el porqué la gente del coche parecía tan sorprendida, tan ansiosa de dar la vuelta y batirse en retirada.
Pero existía una barrera que continuaba sin romperse: no hablaba con Jack de su trabajo en la física, o de sus razones para abandonarlo.
Algunas veces él hablaba de física conmigo, preguntándome por mi proyecto de inversión temporal; y con una o dos preguntas más bien vagas me llevaba a una discusión sobre el nudo que impedía mi avance en aquellos momentos. Pero sospecho que hacía esto como un acto terapéutico, sabiendo que había acudido a ellos porque me encontraba atascado y con la esperanza de que él pudiera hacerme rebasar el punto problemático. No parecía estar al día de los trabajos actuales. No vi por ningún lugar de la casa los familiares cartuchos verdes de la Revista de Física o los Anales de Física. Era igual que si hubiera realizado una amputación. Intenté imaginar qué sería de mi vida si me retirara totalmente de la física, y no logré ni tan siquiera acercarme a ello. Eso era lo que había hecho Jack, y yo no sabía el porqué… y no me atrevía a preguntárselo. Si la revelación llegaba alguna vez, tendría que venir de él, sin que yo se lo pidiera.
Vivían una existencia tranquila, que se bastaba a sí misma en su paraíso del desierto. Leían mucho, tenían una amplia biblioteca musical y se habían provisto de un equipo para hacer esculturas sónicas y reproducirlas después. Shirley era la escultora. Algunas de sus obras eran francamente buenas. Jack escribía poesía que yo no lograba entender, contribuía de vez en cuando con ensayos sobre la vida del desierto en ciertas revistas, y afirmaba estar trabajando en un gran volumen filosófico cuyo manuscrito nunca vi. Creo que básicamente eran dos personas que amaban el ocio, aunque no fuera en ningún sentido negativo del término; se habían apartado de la competición y se bastaban a sí mismas, produciendo poco, consumiendo poco y siendo profundamente felices.