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Sentí que me tambaleaba, más trastornado y disgustado por esto que por cualquier otra cosa. ¿Nuestro mundo lleno de extraños venidos del tiempo? ¿Cien, tal vez mil, cincuenta mil viajeros entrando y saliendo de la historia? No. No. No. No. Mi mente se rebelaba ante eso. Ahora Vornan estaba jugando conmigo. No podía haber otra alternativa. Le dije que no le creía. Se rió.

—Te doy mi permiso para no creerme —dijo—. ¿Oyes ese sonido?

Oía un sonido, sí. Era semejante al de una cascada, y venía de la plaza Pershing. En esa plaza no hay cascadas. Vornan se lanzó hacia delante. Me apresuré a seguirle, mi corazón palpitante, mi cráneo latiendo sordamente. No pude mantenerme a su altura. Después de haber corrido una manzana y media se detuvo a esperarme. Señaló hacia adelante.

—Un gran número de ellos —dijo—. ¡Esto me parece muy emocionante!

La turba dispersada se había reagrupado, reuniéndose en la plaza Pershing y empezando ahora a desbordarse del recinto. Una falange de alborotada humanidad rodaba hacia nosotros, llenando la calle de un lado a otro. Por un instante no pude distinguir de qué multitud se trataba, si de los Apocaliptistas o de aquellos que buscaban a Vornan para adorarle, pero entonces vi los rostros locamente pintados, los lúgubres estandartes, las cintas metálicas ondulantes sostenidas sobre las cabezas como símbolos del fuego celestial, y supe que quienes avanzaban hacia nosotros eran los profetas del fin.

—Tenemos que salir de aquí —dije—. ¡Hay que volver al hotel!

—Quiero ver esto.

—¡Vornan, nos pisotearán!

—No lo harán, si tenemos cuidado. Quédate a mi lado, Leo. Deja que la marea pase sobre nosotros.

Meneé la cabeza. La vanguardia de la turba apocaliptista se encontraba a sólo una manzana de nosotros. Blandiendo bengalas y sirenas, los alborotadores avanzaban en una salvaje corriente, gritos y chillidos hendiendo el aire. Siendo meros espectadores podíamos salir bastante malparados por causa de la multitud; si éramos reconocidos a través de nuestras máscaras, estábamos muertos. Cogí a Vornan por la muñeca y tiré de ella, angustiado, intentando arrastrarle hacia una calleja lateral que llevaba hasta el hotel. Entonces sentí por primera vez sus poderes eléctricos. Una sacudida de bajo voltaje hizo que mi mano se apartara rápidamente de él. Volví a cogerle y esta vez me transmitió una ráfaga de energía que me aturdió y me hizo retroceder tambaleándome, con los músculos agitándose en una danza dislocada. Caí de rodillas y me quedé encogido, medio atontado, mientras que Vornan corría alegremente hacia los Apocaliptistas con los brazos abiertos.

El seno de la turba le engulló. Le vi deslizarse por entre dos de quienes corrían en primera fila y desvanecerse en el núcleo de la masa que se agitaba y gritaba. Había desaparecido. Luché por ponerme en pie, mareado, sabiendo que debía encontrarle, y di tres o cuatro vacilantes pasos hacia delante. Un instante después los Apocaliptistas estaban sobre mí.

Logré seguir en pie el tiempo suficiente para eliminar los efectos de la sacudida que me había dado Vornan. A mi alrededor se movían los miembros del culto, rostros cubiertos con gruesas capas de pintura roja y verde; en la atmósfera flotaba el acre olor de la transpiración y, misteriosamente, logré distinguir a un Apocaliptista en cuyo pecho había sujeto el pequeño y siseante globo de un desodorante dispersador de iones; un extraño territorio para los melindrosos. Me hicieron dar vueltas y vueltas. Me vi abrazado por una chica cuyos pechos desnudos se agitaban de un lado a otro y que tenía los pezones fosforescentes.

— ¡El fin está llegando! -dijo, con voz estridente-. ¡Vive mientras puedas!

Buscó mis manos a tientas y las apretó sobre sus pechos. Durante un segundo sentí su cálida carne antes de que la corriente de la turba la hiciera girar apartándola de mí; cuando me miré las palmas, vi las huellas fosforescentes que relucían en ellas, como ojos vigilantes. Instrumentos musicales de origen y antepasados inciertos retumbaban y emitían bocinazos. Ante mí desfilaron tres chicos cogidos por los brazos, dándole patadas a quien se les pusiera cerca. Un hombretón con una máscara de chivo exponía jubilosamente su masculinidad, y una mujer de gruesos muslos se lanzó hacia él, ofreciéndose, y le abrazó con todas sus fuerzas. Un brazo se deslizó por mis hombros. Giré en redondo y vi a una silueta flaca, huesuda y sonriente que se inclinaba sobre mí; una chica, pensé, por el vestido y el largo y sedoso cabello revuelto, pero entonces la blusa de la «chica» se abrió de golpe y vi el pecho carente de vello, liso y reluciente, con los dos pequeños círculos oscuros.

—Toma un trago —dijo el chico, y metió entre mis dedos una cápsula de plástico.

No podía negarme. El extremo de la cápsula pasó por entre mis labios y noté el sabor de un líquido amargo y no muy espeso. Me di la vuelta y lo escupí, pero el sabor perduró en mi lengua, como si la hubiera manchado.

íbamos en varias direcciones a la vez, quince o veinte personas en línea, aunque el movimiento que predominaba era en dirección al hotel. Luché contra la marea, buscando a Vornan. Una y otra vez las manos intentaban agarrarme. Tropecé con una pareja trabada en un lujurioso abrazo sobre la acera; estaban pidiendo ser destruidos y no parecía importarles. Era como un carnaval, pero no había alegría alguna, y los trajes eran de un salvaje individualismo.

—¡Vornan! —chillé.

La turba recogió mi grito, ampliándolo. «Vornan… Vornan… Vornan… matar a Vornan… final… llama… final… Vornan». Era la danza de la muerte. Ante mí se alzó una figura, el rostro marcado de llagas purulentas, heridas de las que goteaba el fluido, cavidades abiertas en el cuerpo; la mano de una mujer se levantó en el aire para acariciarla y el maquillaje se corrió de sitio, y pude ver el hermoso rostro intacto bajo los horrores artificiales. Vi a un joven que mediría casi dos metros diez de alto, agitando una antorcha humeante y chillando algo sobre el Apocalipsis; había una chica de nariz achatada empapada de sudor, desgarrándose la ropa; dos jóvenes con el cabello cubierto de pomada le manoseaban los pechos, riendo, besándose entre ellos, para salir luego corriendo hacia otro sitio.

—¡Vornan! —grité dé nuevo.

Entonces le vi. Estaba totalmente inmóvil, como una roca en mitad de un río y, curiosamente, la multitud enloquecida pasaba a cada lado de él, mientras avanzaba, rugiendo. A su alrededor había dos o tres metros de espacio que permanecía inviolable, como si se hubiera ganado un rincón privado entre el gentío. Tenía los brazos cruzados, examinando la locura que le rodeaba. Le habían desgarrado la máscara y su mejilla aparecía a través de ella, y estaba manchado de pintura y sustancias fosforescentes. Me esforcé por avanzar hacia él, fui arrastrado por un repentino movimiento interno de la corriente principal, y luché por volver hacia Vornan con codos y rodillas, abriéndome una ruta por entre toneladas de carne. Cuando me encontraba a unos pocos metros de él, comprendí por qué los alborotadores se desviaban para evitar a Vornan. Había creado un pequeño dique que le rodeaba por todos lados, un dique hecho con cuerpos humanos amontonados, una muralla que tenía dos o tres cuerpos de altura. Parecían muertos, pero mientras miraba, una chica que había estado yaciendo a la izquierda de Vornan se levantó tambaleándose y se alejó con paso vacilante. Vornan alargó rápidamente la mano hacia el siguiente Apocaliptista que pasó junto a él, un hombre de aspecto cadavérico cuyo calvo cráneo estaba teñido de azul oscuro. La mano de Vornan le tocó y el hombre se derrumbó, cayendo en el sitio preciso para restaurar la muralla. Vornan había construido una pared viviente con su electricidad. Salté sobre ella y acerqué mi rostro al suyo.