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—¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí! —grité.

—No estamos en peligro, Leo. Manten la calma.

—Tu máscara está rota. ¿Y si te reconocen?

—Tengo mis defensas. —Se rió—. ¡Esto es delicioso!

No se me ocurrió intentar cogerle de nuevo. En su estado anímico de ahora, extático y despreocupado, me aturdiría una segunda vez, me añadiría a su muralla y quizá no sobreviviera a la experiencia. Por lo tanto me quedé junto a él, impotente, sin moverme. Vi cómo un gran pie bajaba sobre la mano de una chica inconsciente que yacía cerca de mí; cuando el pie siguió avanzando, los dedos rotos se estremecieron convulsivamente, doblándose por las articulaciones de una forma en que no se doblan normalmente las manos humanas. Vornan giró sobre sí mismo en un círculo completo, absorbiendo todo el espectáculo.

—¿Qué les hace creer que el mundo va a terminar? —dijo.

—¿Cómo voy a saberlo? Es algo irracional. Están locos.

—¿Es posible que tanta gente esté loca a la vez?

—Por supuesto.

—¿Y saben el día en que termina el mundo?

—El 1º de enero del año 2000.

—Cuánta precisión. ¿Por qué ese día en particular?

—Es el comienzo de un nuevo siglo —dije—, de un nuevo milenio. La gente espera que entonces sucedan cosas extraordinarias, nadie sabe muy bien cómo.

—Pero el nuevo siglo no empieza hasta el año 2001 —dijo Vornan con la pedantería de un lunático—. Heyman me lo ha explicado. No es correcto afirmar que el siglo empieza cuando…

—Ya sé todo eso. Pero nadie le hace caso. ¡Vornan, maldito seas, no nos quedemos quietos debatiendo problemas del calendario! ¡Quiero salir de aquí!

—Entonces, vete.

—Contigo.

—Estoy disfrutando mucho con esto. ¡Leo, mira ahí!

Miré. Una chica casi desnuda que se había disfrazado de bruja cabalgaba sobre la espalda de un hombre al que le brotaban cuernos de la frente. Sus pechos estaban pintados de un reluciente color negro, y los pezones de naranja. Pero esas grotescas imágenes no tenían ahora ningún efecto sobre mí. Ni tan siquiera confiaba en la barricada improvisada por Vornan. Si las cosas empeoraban…

De repente aparecieron helicópteros de la policía. Ya iba siendo hora, desde luego. Se quedaron flotando por entre los edificios, a unos treinta metros de altura, y el agitarse de sus rotores hizo que una brisa gélida cayera sobre nosotros. Vi cómo los cañones de un gris mate brotaban de los blancos vientres globulares; después llegaron los primeros chorros de espuma antidisturbios. Los Apocaliptistas parecieron darles la bienvenida. Se lanzaron hacia adelante, intentando ocupar posiciones bajo los cañones; algunos de ellos se quitaron las pocas ropas que llevaban y se bañaron en la espuma. Ésta empezó a burbujear, expandiéndose al entrar en contacto con el aire, formando una masa viscosa parecida al jabón que llenaba la calle y hacía casi imposible todo movimiento. Los alborotadores se debatían hacia un lado y hacia otro, agitándose con sacudidas espasmódicas igual que máquinas a las que se les acaba la energía, luchando por abrirse paso a través de las capas de espuma. Su sabor era extrañamente dulzón. Vi a una chica recibir un chorro en la cara y tambalearse, cegada, la boca y las fosas nasales cubiertas por la sustancia. Cayó al pavimento y desapareció totalmente, pues ahora había por lo menos noventa centímetros de espuma alzándose del suelo, fría y pegajosa, cortando nuestras siluetas en el comienzo de los muslos. Vornan se arrodilló y cogió a la chica, haciéndola nuevamente visible, aunque no se habría asfixiado allí donde estaba. Limpió tiernamente la espuma de su rostro y pasó sus manos sobre su carne, húmeda y resbaladiza. Cuando la agarró por los pechos, la chica abrió los ojos y Vornan, en voz baja, le dijo: «Soy Vornan-19». Sus labios fueron hacia los de ella. Cuando la soltó, la chica se apartó a cuatro patas, metiéndose entre la espuma. Horrorizado, vi que Vornan iba sin máscara.

Ahora apenas si podíamos movernos. Los robots de la policía estaban ya en la calle, grandes cúpulas de metal reluciente que zumbaban con toda facilidad a través de la espuma, agarrando a los manifestantes atrapados y reuniéndolos en grupos de diez o doce. Los mecanismos del alcantarillado ya estaban absorbiendo el exceso de espuma. Vornan y yo nos encontrábamos en el límite exterior de la escena; avanzamos lentamente por entre la espuma y llegamos hasta una calle despejada. Nadie pareció fijarse en nosotros.

—Y ahora, ¿querrás ser razonable? —le dije a Vornan—. Aquí está nuestra oportunidad de volver al hotel sin más problemas.

—De momento hemos tenido muy pocos problemas.

—Habrá grandes problemas si Kralick descubre lo que has estado haciendo. Restringirá tu libertad de movimientos, Vornan. Mantendrá un ejército de guardias delante de tu puerta y le pondrá un triple sello.

—Espera —dijo—. Hay algo que quiero hacer. Después podemos irnos.

Volvió a meterse velozmente por entre la turba. Para aquel entonces la espuma ya se había ido aclarando hasta alcanzar una consistencia parecida a la del pan a medio cocer y quienes se encontraban en ella la iban vadeando con cierta dificultad. Vornan volvió pasado un instante. Llevaba consigo a una chica de unos diecisiete años que parecía aturdida y aterrorizada. Su vestido estaba hecho de plástico transparente, pero de él colgaban copos de espuma que le otorgaban una decencia probablemente no deseada.

—Ahora podemos ir al hotel —me dijo. Y a la chica le murmuró—: Soy Vornan-19. El mundo no terminará en el mes de enero. Antes del amanecer te lo demostraré.

CATORCE

No hizo falta que entráramos en el hotel a escondidas. Había un cordón de búsqueda extendido a varias manzanas de distancia alrededor de él; unos instantes después de que escapáramos a la espuma, Vornan-19 hizo funcionar una señal de identificación y algunos de los hombres de Kralick nos recogieron. Kralick estaba en el vestíbulo del hotel, vigilando las pantallas de los detectores y medio enloquecido por la ansiedad. Cuando Vornan fue hacia él, aún tirando de la temblorosa muchacha apocaliptista, pensé que a Kralick le daría un ataque. Vornan se disculpó apaciblemente por cualquier problema que pudiese haber causado y pidió que le llevaran a su habitación. La chica le acompañó. Cuando los dos hubieron desaparecido, tuve una sesión bastante incómoda con Kralick.

—¿Cómo ha salido? —me preguntó.

—No lo sé. Supongo que hizo algo en el sello de su habitación.

Intenté persuadir a Kralick de que había pretendido dar la alarma cuando Vornan abandonó el hotel, pero que me lo habían impedido circunstancias que se hallaban más allá de mi control. Dudo que le convenciera, pero al menos logré hacerle entender que había hecho cuanto pude para impedir que Vornan se mezclara con los Apocaliptistas, y que nada de lo ocurrido era obra mía.

En las semanas siguientes hubo un perceptible reforzamiento de la seguridad. De hecho, Vornan-19 se convirtió en el prisionero -y no meramente el invitado- del gobierno de los Estados Unidos. Durante todo el tiempo Vornan había sido más o menos un prisionero de honor, pues Kralick había sospechado siempre que no era prudente dejarle que se moviera con libertad; pero aparte de sellar su habitación por la noche y apostar centinelas, no se había hecho intento alguno de restringir físicamente su libertad. Sin saberse cómo, había logrado disponer del sello y drogar a sus guardias, pero Kralick evitó una repetición de aquello usando sellos mejores, alarmas automáticas y más guardias.

Funcionó, en el sentido de que Vornan no realizó más expediciones no autorizadas. Pero pienso que eso era más debido a decisión del propio Vornan que no a las mayores precauciones de Kralick. Después de su experiencia con los Apocaliptistas, Vornan pareció calmarse considerablemente: se convirtió en un turista más ortodoxo, mirando esto y aquello, pero guardándose sus comentarios más demoníacos. Yo temía a esta versión contenida de nuestro invitado igual que temería un volcán en calma. Pero, de hecho, no cometió nuevas y ofensivas transgresiones de la buena educación, no irritó a nadie y, en muchos aspectos, se comportó como un modelo de tacto. Me preguntaba qué nos estaba reservando.