—Teníamos la intención de fabricar celentéreos —explicó Aster—. Básicamente, eso es lo que tenemos aquí: una anémona gigante capaz de nadar con libertad. Pero los celentéreos no tienen aletas y esta criatura sí, y sabe cómo usarla. No diseñamos esa aleta. Se desarrolló espontáneamente. También existe el fantasma de una estructura corporal segmentada, lo cual es un atributo perteneciente a un phylum más elevado. Metabólicamente, la criatura es capaz de adaptarse a su ambiente en una forma mucho más satisfactoria que la mayoría de los invertebrados; vive en agua dulce o salada, se las arregla dentro de un espectro de temperaturas aproximado de treinta y cinco grados y puede manejar cualquier tipo de comida. Así pues, hemos obtenido un super celentéreo. Nos gustaría ponerle a prueba dentro de condiciones naturales, quizá soltar unos cuantos en un estanque cercano, pero, francamente, nos da miedo dejar libre a esta cosa… —Aster sonrió con cierta preocupación—. También hemos estado probando últimamente con la síntesis de vertebrados, pero tenemos menos que mostrar al respecto. Aquí…
Señaló hacia otro tanque, dentro del cual había una pequeña criatura de color marrón que yacía flácidamente en el fondo, agitándose de vez en cuando en una especie de sacudida. Tenía dos brazos que parecían carecer de huesos y una sola pierna; la pierna que faltaba daba la impresión de no haber existido nunca. Su aspecto me recordó el de una salamandra triste. Pero Aster parecía muy orgullosa de ella, pues poseía un esqueleto bien desarrollado, un sistema nervioso bastante decente, un juego de ojos sorprendentemente bueno y todo el complemento de órganos internos preciso. Sin embargo, no se reproducía. Seguían trabajando en eso. Mientras tanto, cada uno de aquellos vertebrados sintéticos tenía que ser construido célula a célula partiendo del material genético básico, lo cual limitaba en gran manera el alcance del experimento. Pero esto que se había conseguido ya era bastante impresionante.
Ahora Aster se encontraba en su elemento, y nos guió incansablemente de un lugar a otro, recorriendo un pasillo de la gran estancia brillantemente iluminada y yendo luego por el siguiente, pasando junto a tanques gigantescos recubiertos de escarcha y centrífugas de aspecto siniestro que nos dominaban con su tamaño, junto a salas ocupadas por columnas fraccionadoras, entrando en anexos donde agitadores mecánicos se afanaban ruidosamente dentro de cubas de reacción que contenían sombríos fluidos de una ambarina iridiscencia. Miramos por largos telescopios de fibra para espiar el interior de habitaciones selladas en las cuales luz, temperatura, radiación y presión estaban meticulosamente controladas. Vimos ampliaciones de microfotografías de electrones y hologramas que nos mostraron las estructuras internas de misteriosos grupos celulares. Aster iba sazonando generosamente sus comentarios con palabras cargadas de significado simbólico, una jerga de laboratorio que poseía su propio ritmo místico: oímos hablar de tituladores fotométricos, crisoles de platino, pletismógrafos hidráulicos, micrótomos rotatorios, densitómetros, celdas de electroforesis, bolsas de colodión, microscopios infrarrojos, flujómetros, buretas de pistón, cardiotacómetros… un vocabulario incomprensible y maravilloso. Nos reveló con laborioso detalle cómo eran formadas las cadenas proteínicas de la vida y cómo se las obligaba a reproducirse; nos lo fue explicando todo de una forma tan sencilla como hermosa, y para hablarnos de sus logros allí estaban los falsos celentéreos que no paraban de retorcerse y las flácidas pseudo salamandras. En conjunto, todo aquello era maravilloso.
Mientras nos guiaba, Aster intentaba conseguir lo que más le interesaba: los comentarios de Vornan. Sabía que en tiempos de Vornan existía alguna especie de vida no totalmente humana, pues había hablado en términos ambiguos durante una de nuestras primeras reuniones de «servidores», que no poseían la condición de seres humanos completos, porque eran formas de vida genéticamente no humanas, construidas a partir de la «vida inferior». Por lo que había dicho, aquellos servidores no parecían ser creaciones sintéticas, sino más bien alguna especie de seres compuestos construidos a partir del más humilde plasma germinal sacado de criaturas vivientes: hombres-perro, hombres-gato, hombres-ñu, tal vez. Naturalmente, Aster deseaba saber más al respecto y, también naturalmente, no logró enterarse de nada más por boca de Vornan-19. Ahora estaba sondeándole de nuevo, pero sin llegar a ningún sitio. Vornan se mantenía distante y cortés. Hizo unas cuantas preguntas. Quería saber cuándo se podría sintetizar humanos de imitación. Aster puso cara de incertidumbre.
—Cinco, diez, tal vez quince años —dijo.
—Si es que el mundo dura tanto —dijo Vornan, con sarcasmo.
Todos nos reímos, más en una explosión de tensiones que por una muestra real de diversión. Incluso Aster, que nunca había mostrado el más mínimo sentido del humor, exhibió una leve y mecánica sonrisa. Se dio la vuelta y señaló hacia un tanque montado sobre una cápsula de presión.
—Éste es nuestro último proyecto —dijo—. No estoy totalmente segura de en qué etapa se encuentra ahora, dado que como todos saben me he mantenido alejada del laboratorio desde enero. Aquí se puede ver un esfuerzo por sintetizar un embrión de mamífero. Tenemos varios embriones, en estadios distintos de desarrollo. Si os acercáis…
Miré y vi unas cuantas criaturas semejantes a peces, enroscadas dentro de pequeños recintos membranosos. Mi estómago se tensó en una respuesta nerviosa a la visión de aquellas pequeñas criaturas de grandes cabezas, nacidas de una confusión de aminoácidos, madurando hacia nadie podía saber qué clase de madurez. Incluso Vornan pareció impresionado.
Lloyd Kolff gruñó algo en un idioma que no comprendí: tres o cuatro palabras, ásperas, pastosas, guturales. En su voz se notaba un matiz subyacente de angustia. Miré hacia él y le vi con el cuerpo rígido, un brazo cruzando su pecho en un ángulo agudo, el otro extendido en línea recta. Daba la impresión de estar ejecutando algún paso de baile extremadamente complejo, y haberse quedado paralizado a mitad de una pirueta. Su rostro estaba de un azul oscuro, el color de la porcelana Ming; sus ojos ribeteados de rojo estaban muy abiertos y llenos de miedo. Se quedó en tal posición durante un largo momento.
Luego, en lo más hondo de su garganta, emitió un leve ruido que parecía un trino y se derrumbó sobre la superficie de piedra que coronaba una mesa de laboratorio. Su cuerpo se agitó convulsivamente; frascos y quemadores resbalaron y se estrellaron contra el suelo. Sus manazas se agarraron a un pequeño tanque y lo hicieron caer, derramando una docena de pequeños y escurridizos celentéreos sintéticos. Las criaturas aletearon temblorosas a nuestros pies. Lloyd se fue derrumbando lentamente, perdiendo su punto de apoyo en la mesa y aflojándose en varias etapas hasta quedar tendido de espaldas. Sus ojos seguían estando abiertos. Pronunció una sola frase, con una dicción maravillosamente clara: la despedida al mundo de Lloyd Kolff. Quizá estuviera en algún idioma antiguo. Ninguno de nosotros pudo identificarla después, y ni tan siquiera pudimos repetir una sola sílaba de ella. Luego murió.
—¡Mantenimiento vital! —gritó Aster—. ¡Deprisa!
Dos ayudantes de laboratorio vinieron corriendo casi de inmediato con el equipo de mantenimiento vital. Mientras tanto Kralick se había arrodillado junto a Kolff y estaba intentando hacerle la respiración boca a boca. Aster le hizo apartarse, se inclinó con gestos rápidos y eficientes sobre la inmóvil masa de Kolff y le abrió la ropa de un manotazo para revelar el gran pecho cubierto de vello grisáceo. Hizo una seña y uno de sus ayudantes le entregó un par de electrodos. Aster los puso en su sitio y le dio una sacudida al corazón de Kolff. El otro ayudante ya estaba quitándole el protector a una hipodérmica y apoyándola en el brazo de Kolff. Oímos el zumbido del morro ultrasónico subiendo por la gama de frecuencias hasta llegar a su nivel de funcionamiento. El corpachón de Kolff se estremeció al ser afectado simultáneamente por las hormonas y la electricidad; su mano derecha se alzó unos cuantos centímetros, el puño apretado, y volvió a caer.