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El problema surgió a causa de Aster. Fields seguía persiguiéndola en una especie de misión romántica sin esperanzas, que era tan repugnante para el resto de nosotros como deprimente para él. Aster no le quería: eso estaba totalmente claro, incluso para Fields. Pero la proximidad le hace cosas extrañas al ego de un hombre, y Fields seguía intentándolo. Sobornaba a los empleados de hotel para que le dieran la habitación contigua a la de Aster y buscaba formas de meterse de noche en su dormitorio. Aster estaba disgustada, aunque no tanto como lo estaría de haber sido una auténtica mujer de carne y hueso; en muchos aspectos era tan artificial como sus propios celentéreos y no le daba demasiada importancia a los byronianos jadeos y suspiros de su excesivamente ardiente enamorado.

Como me contó Helen McIlwain, Fields empezó a estar cada vez más visiblemente afectado por este trato. Finalmente, una noche en la que todos los demás nos hallábamos en otro sitio le pidió sin más rodeos a Aster que pasara la noche con él. Ella dijo que no. Entonces Fields le soltó unos cuantos comentarios bastante feroces sobre los defectos que había en la libido de Aster. La acusó a gritos de frigidez, perversidad, malevolencia y varias otras clases de mal comportamiento que podían resumirse en esto: era una perra. En cierto modo, probablemente cuanto dijo sobre Aster era cierto, con un factor limitativo: era una perra sin pretenderlo. No creo que ella hubiera estado intentando provocarle o excitarle. Sencillamente, no había logrado entender el tipo de respuesta que se aguardaba de ella.

Pero esta vez se acordó de que era una mujer, y dejó destrozado a Fields de una forma notablemente femenina. Delante de Fields y de todo el mundo invitó a Vornan a que compartiera su cama con ella esa noche. Dejó totalmente claro que se estaba ofreciendo a Vornan sin ningún tipo de reservas. Me gustaría haber visto aquello. Tal y como lo expresó Helen, Aster tenía por primera vez un aspecto femenino: los ojos brillantes, los labios tensos, el rostro ruborizado y las garras al descubierto. Naturalmente, Vornan hizo lo que le pedía y los dos partieron juntos, Aster tan radiante como una novia en su noche de bodas. Por lo que yo sé, quizá ése fuera el concepto que tenía del asunto.

Fields no pudo seguir aguantando. No puedo culparle; Aster le había castrado de una forma francamente definitiva, y era esperar demasiado que se quedara rondando más tiempo por ahí para recibir otra dosis del mismo tratamiento. Le dijo a Kralick que se marchaba. Naturalmente, Kralick le pidió que se quedara, apelando a su deber patriótico, sus obligaciones para con la ciencia y etcétera…, un montón de abstracciones que yo sé resultan tan vacías para Kralick como para el resto de nosotros. No era más un discurso ritual, y Fields lo ignoró. Esa noche hizo su equipaje y se marchó, con lo que -según Helen- se ahorró el ver a Vornan y Aster emergiendo de los aposentos nupciales a la mañana siguiente con los rostros iluminados por el recuerdo de las delicias compartidas.

Mientras ocurría todo esto, yo me encontraba de nuevo en Irvine. Al igual que cualquier ciudadano corriente, seguí a Vornan por la pantalla cuando me acordaba de conectarla. Mis pocos meses con él parecían ahora todavía menos reales que cuando estaban ocurriendo; tenía que hacer un esfuerzo para convencerme a mí mismo de que no lo había soñado todo. Pero no era ningún sueño. Vornan estaba ahí arriba, en la Luna, llevado de un lado a otro por Kralick, Helen, Heyman y Aster. Kolff estaba muerto. Fields había regresado a Chicago. Me llamó desde allí a mediados de junio; dijo que estaba escribiendo un libro sobre sus experiencias con Vornan y quería repasar unos cuantos detalles conmigo. No dijo nada sobre sus motivos para dimitir.

Olvidé rápidamente a Fields y su libro. También intenté olvidarme de Vornan-19. Volví a mi trabajo, que tanto había descuidado, pero lo hallé insatisfactorio, vacío e incapaz de hacerme bien alguno. Supongo que debía resultar una figura bastante patética: vagaba sin rumbo por el laboratorio, hurgando por entre las cintas de los viejos experimentos, tecleando de vez en cuando algo nuevo en el ordenador y soportando con bostezos las entrevistas con mis estudiantes. El rey Lear entre las partículas elementales: demasiado viejo, demasiado atontado y demasiado cansado para entender mis propias preguntas. Durante ese mes tuve la sensación de que todos aquellos jóvenes me miraban con pena y me seguían la corriente. Me sentía igual que si tuviese ochenta años de edad. Sin embargo, ninguno de ellos fue capaz de hacerme ninguna sugerencia con la que abrirnos paso a través de la barrera que había detenido nuestra investigación. También ellos se encontraban atascados; la diferencia radicaba en que ellos tenían confianza en que bastaba seguir investigando para que diéramos con algo, mientras que yo parecía haber perdido el interés no tan sólo en la búsqueda, sino también en el objetivo.

Naturalmente, todos sentían gran curiosidad hacia mis opiniones sobre la autenticidad de Vornan-19. ¿Había descubierto algo sobre su método para desplazarse en el tiempo? ¿Pensaba que realmente se había desplazado por el tiempo? ¿Qué implicaciones teóricas podían hallarse en el hecho de su visita?

No tenía respuestas. Las preguntas pronto se hicieron tediosas. Y así me pasé un mes sin hacer nada, perdiendo el tiempo, fingiendo que trabajaba. Es posible que hubiese debido dejar nuevamente la Universidad para visitar a Shirley y Jack. Pero mi última visita a ese lugar había sido más bien inquietante, porque reveló abismos y cráteres inesperados en su matrimonio, y me asustaba volver…, pues temía descubrir que hubiese perdido el único lugar de refugio que me quedaba. Tampoco podía seguir huyendo de mi trabajo, por muy deprimente y moribundo que estuviese. Me quedé en California. Visitaba mi laboratorio cada día o cada dos días. Repasé los trabajos de mis estudiantes. Evité las cascadas de gente de los medios de comunicación que deseaban interrogarme sobre Vornan-19. Dormí mucho, algunas veces doce y trece horas de un tirón, con la esperanza de que podría pasar todo este período de dudas y mal humor a base de sueño. Leí novelas, poesía y obras de teatro de una forma obsesiva, en auténticos ataques de lectura. Se puede adivinar mi estado anímico si digo que me abrí paso a través de los Libros Proféticos de Blake en cinco noches consecutivas, sin saltarme ni una sola palabra.

Aquellos delirios llenos de inspiración siguen nublando mi mente incluso ahora, medio año después. También leí todo Proust y gran parte de Dostoievski, y una docena de recopilaciones de las pesadillas que pasaban por ser obras de teatro en la época jacobina. Todo aquello era arte apocalíptico para unos tiempos apocalípticos, pero gran parte de lo que leía se esfumaba tan pronto como había pasado por mi vidriosa retina, dejando tan sólo un residuo: Charlus, Svidrigailov, la duquesa de Malfi, Vindice, la Odette de Swann. Los nebulosos sueños de Blake aún perduran: Enitharmon y Urizén, Los, Ore, el majestuoso Golgonooza:

Pero sangre heridas gritos de pena clarines de guerra, corazones puestos al descubierto por la gran espada, entrañas ocultas en acero labrado desgarradas y tiradas al suelo. ¡Haz venir tus sonrisas de suaves engaños, haz que acudan tus nubes de lágrimas! Oiremos tus suspiros como estridentes trompetas cuando el luto haga renovarse la sangre.

Durante este tiempo febril de soledad y confusión interior le presté muy poca atención a los dos movimientos de masas enfrentados que turbaban al mundo, el que llegaba y el que se marchaba. Los Apocaliptistas no se habían extinguido, ni mucho menos; y sus desfiles, sus alborotos y orgías todavía continuaban, aunque con una especie de cansina tozudez que no resultaba demasiado diferente de los estremecimientos galvánicos que movieron el brazo muerto de Lloyd Kolff. Su tiempo había terminado. De quienes todavía no se habían comprometido con ninguno de los dos bandos, no había ya muchos dispuestos a creer que el Armagedón llegaría el 1º de enero del año 2000…, no con Vornan yendo de un lado a otro como prueba viviente de lo contrario. Yo pensaba que quienes tomaban parte ahora en los levantamientos Apocaliptistas eran aquellos para quienes la orgía y la destrucción se habían convertido en una forma de vida; en sus piruetas y sus gestos ya no había nada teológico.