Dentro de este grupo de alborotadores había el duro núcleo de los devotos, los que esperaban hambrientos el inminente Día del Juicio Final, pero estos fanáticos perdían terreno a cada momento. En julio, faltando menos de seis meses para que llegara el día del holocausto designado, a los observadores imparciales les parecía que el credo de los Apocaliptistas sucumbiría a la inercia mucho antes de que llegaran las supuestas últimas semanas de la humanidad. Ahora sabemos que se equivocaban, pues cuando pronuncio estas palabras sólo faltan ocho días para que llegue la hora de la verdad; y los Apocaliptistas siguen acompañándonos en gran número. Esta noche es la víspera de Navidad del año 1999…, el aniversario de la manifestación de Vornan en Roma, ahora me doy cuenta de ello.
Si en julio los Apocaliptistas daban la impresión de estarse esfumando, ese otro culto, el culto sin nombre de la adoración a Vornan, estaba cobrando impulso de forma innegable. Carecía de tesis y de propósito; el objetivo de quienes se adherían a él parecía ser tan sólo acercarse a la figura de Vornan y pregonar a gritos su excitada aprobación de lo que era. La Nueva Revelación era su único texto, un retazo incoherente e inconexo de entrevistas y conferencias de prensa en el que había incrustadas aquí y allá asombrosas joyas que Vornan había dejado caer. Sólo pude dar con dos afirmaciones del Vornanismo: que la vida sobre la Tierra es un accidente causado por el descuido de unos visitantes interestelares, y que el mundo no será destruido el próximo 1º de enero. Supongo que habrá religiones fundadas sobre bases aún más parcas que éstas, pero no se me ocurre ningún ejemplo. Sin embargo, los Vornanitas siguieron congregándose alrededor de la enigmática y carismática figura de su profeta. Sorprendentemente, hubo muchos que le siguieron hasta la Luna, creando multitudes que no habían sido vistas allí desde la apertura del centro comercial en Copérnico unos cuantos años antes. El resto se congregó ante gigantescas pantallas -erigidas en las plazas por avispadas empresas- y observó en masa la transmisión desde la Luna. Y a mi vez, también yo veía ocasionalmente los programas sobre estas reuniones de masas.
Lo que más me inquietaba de este movimiento era su falta de forma clara. Estaba esperando la mano de quien lo moldeara. Si Vornan decidía hacerlo, podría darle a su culto ímpetu y dirección con tan sólo pronunciar unas cuantas afirmaciones ex cathedra. Podía pedir guerras santas, disturbios políticos, que se bailara en las calles, la abstinencia de todo estimulante o el abuso de éstos… y millones de personas le obedecerían. Hasta el momento no había querido hacer uso de ese poder. Quizá sólo ahora empezaba a comprender poco a poco que tal poder estaba a su disposición. Había visto cómo Vornan sumía en el caos una fiesta privada con unos cuantos gestos despreocupados de su mano; ¿qué no podría hacer cuando hubiera aferrado las palancas que controlan el mundo?
La fuerza de su culto era impresionante, y también lo era la velocidad a la que crecía. Su ausencia -debida al viaje a la Luna- no parecía tener la más mínima importancia. Incluso desde lejos ejercía una atracción tan poderosa e irracional como el tirón de la propia Luna sobre nuestros mares. Era todo para todos los hombres, de una forma más precisa de la que puede reflejar esa frase tan gastada; había quienes le amaban por su alegre nihilismo, y otros que le veían como un símbolo de estabilidad en un mundo vacilante. No dudo de que su atractivo básico era el de una deidad: no como Jehová u Odín, una remota y barbuda figura paterna, sino como un Joven Dios dinámico, apuesto y alegre, la encarnación de la primavera y la luz, las fuerzas creadoras y destructoras unidas en una sola síntesis. Era Apolo. Era Baldur. Era Osiris. Pero también era Loki, y los viejos creadores de mitos no habían pensado en esa combinación.
Su visita a la Luna se vio prolongada varias veces. Creo que era intención de Kralick —trabajando en nombre del Gobierno, claro está— el mantener a Vornan lejos de la Tierra tanto tiempo como fuera posible, para que así las peligrosas emociones engendradas por su llegada en el último año del viejo milenio pudieran tener oportunidad de apaciguarse. Se había previsto que estaría allí sólo hasta finales de junio, pero a finales de julio seguía en la Luna. En las pantallas le veíamos fugazmente en los baños de gravedad, o examinando con expresión grave los tanques hidropónicos, o haciendo esquí a reacción, o mezclándose con un selecto grupo de celebridades internacionales en las mesas de juego. Y me fijé en que Aster estaba a su lado con bastante frecuencia: con un extraño aspecto de majestuosidad, su delgado cuerpo ataviado con vestidos sorprendentemente reveladores y asombrosamente poco propios del estilo de Aster. De vez en cuando se veía en el fondo a Helen y Heyman, una pareja mal avenida a la que unía el detestarse mutuamente, y algunas veces distinguí la imponente silueta de Sandy Kralick, con el rostro lúgubre y serio, meditando en la increíble misión que se le había asignado.
A finales de julio se me notificó que Vornan iba a volver, y que se necesitarían nuevamente mis servicios. Se me dio instrucciones para que fuera al espaciopuerto de San Francisco dentro de una semana y esperase el aterrizaje de Vornan. Un día después recibí un ejemplar de un desagradable y delgado panfleto que estoy seguro no mejoró el estado anímico de Sandy Kralick. Era un librito de tapas relucientes encuadernado en rojo para imitar a La Nueva Revelación; su título era La Novísima Revelación y su autor era Morton Fields. El ejemplar que me llegó iba firmado y dedicado por el autor. Antes de que pasara mucho tiempo había millones de ejemplares en circulación, no porque el librito tuviera ningún interés propio, sino porque algunos lo confundieron con su modelo original y porque otros, que coleccionaban cualquier pedazo de papel impreso que tuviera relación con el advenimiento de Vornan-19, lo buscaron codiciosamente.
La Novísima Revelación eran las desagradables memorias en que Fields describía sus experiencias durante la gira con Vornan. Básicamente, era la forma de airear su odio hacia Aster. No la nombraba —supongo que por miedo a las leyes antilibelo—, pero nadie podía dejar de identificarla, dado que sólo había dos mujeres en el comité y Helen McIlwain era mencionada por su nombre. El retrato de Aster que emergía del librito no era uno que correspondiese a la Aster Mikkelsen que yo había conocido; Fields la mostraba como una zorra traicionera, astuta, llena de engaños y, por encima de todo lo demás, totalmente desprovista de moral; un monstruo que había llevado a Lloyd Kolff hasta la tumba con su insaciable apetito sexual y que había cometido con Vornan-19 todas las abominaciones conocidas por el hombre. Entre sus crímenes menores estaba el haber atormentado deliberada y sádicamente al único miembro virtuoso y cuerdo de nuestro grupo… el cual, por supuesto, era Morton Fields. Había escrito:
«Aquella mujer viciosa y llena de caprichos sacaba un extraño placer de afilarse las garras en mí. Yo era su víctima más fácil. Por haber dejado claro desde el principio que me desagradaba, me puso trampas para llevarme a su cama… y cuando la rechacé, eso hizo que aumentara aún más su determinación de añadirme a su colección de cabelleras. Sus provocaciones se volvieron flagrantes y desvergonzadas, hasta que en un instante de debilidad me encontré a punto de ceder ante ellas. Y entonces, por supuesto, me denunció con gran alegría como a un Don Juan, humillándome sin escrúpulos ante los otros y…»