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Y así seguía. El tono gimoteante se mantenía durante todo el libro. Fields no perdonaba a ninguno de nosotros. Helen McIlwain era una pos-adolescente de cabeza hueca y de físico un tanto pasado; Lloyd Kolff era una especie de bebé envejecido que había progresado gracias a la lujuria y la glotonería, y el astuto uso de una mente que sólo contenía versos eróticos; F. Richard Heyman era un tipo tieso y arrogante -no me parece que la definición de Heyman hecha por Fields sea injusta-, y Kralick era despachado como un sicario del Gobierno que intentaba esforzadamente quedar bien con todo el mundo, y que estaba dispuesto a cualquier compromiso con tal de evitar problemas. Fields no se andaba con rodeos en cuanto al papel jugado por el Gobierno en el asunto de Vornan. Decía con toda claridad que el Presidente había ordenado que se aceptaran todas las afirmaciones de Vornan para así deshinchar el movimiento de los Apocaliptistas. Esto era cierto, naturalmente; pero nadie lo había admitido en público antes, y desde luego, nadie con una posición tan alta dentro de los círculos que rodeaban a Vornan como era Fields. Por suerte, enterraba su queja en un pasaje largo y confuso dedicado a los rasgos paranoides de la mente nacional, y sospecho que a la mayor parte de los lectores se les pasó por alto aquel punto en concreto.

En las opiniones de Fields yo era retratado con bastante precisión. Me describía como un tipo distante, superficial, falsamente profundo, una parodia de filosofo que invariablemente retrocedía aterrorizado ante cualquier problema difícil. No me gustan esas acusaciones, pero sospecho que debo confesarme culpable de todas ellas. Fields hacía alusión a mi excesiva promiscuidad, mi falta de compromiso real con cualquier tipo de causa y mi exceso de tolerancia ante los defectos de quienes me rodeaban. Sin embargo, en su párrafo sobre mí no había veneno. A él yo no le había parecido un estúpido ni un villano, sino más bien una figura neutral de poco interés. Así sea.

El desagradable cotilleo de Fields sobre sus compañeros del comité no habría bastado por sí solo para que su libro tuviera demasiada audiencia fuera de los círculos académicos, y no justificaría el que yo hablara aquí en forma tan extensa de él. Pero el núcleo de su ensayo era su «novísima revelación», su análisis de Vornan-19. Aunque confusa, laberíntica, aburrida y redactada en un estilo envarado, esta parte del libro lograba transmitir la suficiente cantidad del carisma de Vornan como para atraer a los lectores. Y de esta forma, el estúpido librito de Fields logró una influencia totalmente desproporcionada a su contenido real.

Sólo consagraba unos cuantos párrafos al problema de si Vornan era auténticamente lo que decía ser. Durante el curso de los últimos seis meses, Fields había mantenido toda una variedad de opiniones contradictorias sobre ese tema, y aquí había logrado amontonar todas esas contradicciones en un breve espacio. En efecto, decía que probablemente Vornan no era un impostor, pero que nos estaría muy bien empleado a todos el que sí lo fuera, y en cualquier caso, aquello no importaba. Lo que importaba no era la verdad absoluta concerniente a Vornan, sino sólo su impacto sobre el año 1999. En esto pienso que Fields tenía razón. Fraude o no, el efecto de Vornan sobre nosotros era innegable, y el poder de su paso a través de nuestro mundo era auténtico, incluso si Vornan como viajero del tiempo quizá no lo fuese.

Así pues, Fields manejaba el problema envolviéndolo en un amasijo de ambigüedades confusas, y pasaba a una interpretación del papel cultural de Vornan entre nosotros. Era muy sencillo, decía Fields. Vornan era un dios. Era deidad y profeta en una sola persona, un omnipotente autopropagandista de sí mismo, ofreciéndose como la personificación de todos los vagos anhelos sin foco concreto, sentidos por un planeta cuya gente había tenido demasiada comodidad, demasiada tensión y demasiado miedo. Era un dios para nuestros tiempos, emitiendo electricidad que podía ser producida por pilas energéticas implantadas quirúrgicamente o podía no serlo; un dios que, al igual que Zeus, se llevaba a los mortales a su cama; un dios que causaba problemas; un dios escurridizo, elusivo y evasivo que se consentía todos los caprichos sin ofrecer nada, y aceptándolo casi todo.

Es preciso comprender que, al resumir los pensamientos de Fields, los estoy comprimiendo mucho y que también estoy desenredándolos, podando las espinas y los zarzales de su excesivo dogmatismo, y dejando sólo la teoría interior con la cual yo mismo estoy totalmente de acuerdo. Desde luego, Fields había captado la esencia de nuestra respuesta a Vornan.

En ninguna parte de La Novísima Revelación afirmaba Fields que Vornan-19 fuese literalmente divino, así como tampoco ofrecía una opinión final respecto a la autenticidad de su afirmación en cuanto a haber venido del futuro. A Fields no le importaba si Vornan era auténtico o no y, desde luego, no pensaba que fuese un ser sobrenatural en ningún aspecto. Lo que realmente estaba diciendo —y lo creo de todo corazón— es que nosotros mismos habíamos hecho un dios de Vornan. Habíamos necesitado una deidad para que estuviera por encima nuestro cuando entráramos en nuestro nuevo milenio, pues los viejos dioses habían abdicado; y Vornan había llegado para colmar nuestra necesidad. Fields estaba analizando a la humanidad, no evaluando a Vornan.

Pero, naturalmente, el grueso de la humanidad es incapaz de absorber distinciones tan sutiles. ¡Aquí había un libro encuadernado de rojo, afirmando que Vornan era un dios! No importaban las vacilaciones y las dudas, no importaban todos los rodeos y oscuridades eruditas. ¡La condición divina de Vornan había sido proclamada oficialmente! Y de «es un dios» a «es Dios» hay un trayecto muy corto. La Novísima Revelación se convirtió en un texto sagrado. ¿Acaso no decía con palabras bien claras, palabras impresas, que Vornan era divino? ¿Podían ignorarse tales palabras?

El proceso mágico siguió todas las expectativas naturales. El pequeño panfleto rojo fue traducido a todos los idiomas de la humanidad, pues servía de justificación sagrada a la locura de la adoración de Vornan. Los fieles tenían un talismán más que llevar encima. Y Morton Fields se convirtió en el San Pablo del nuevo credo, el agente de prensa del profeta. Aunque nunca volvió a ver a Vornan y nunca tomó parte activa en el movimiento que había ayudado a crear involuntariamente, a través de su pequeño y repugnante libro, Fields ya se ha convertido en una presencia invisible de gran significado dentro del movimiento que ahora barre el mundo. Sospecho que acabará siendo puesto en un lugar de altura dentro del santoral en cuanto se hayan escrito las nuevas hagiografías.

Leyendo mi ejemplar del libro de Fields a principios de agosto, antes de que hubiera sido editado, no logré suponer el impacto que tendría. Lo leí rápidamente con esa fría fascinación que se siente al levantar una roca de la playa para dejar al descubierto las viscosas criaturas blancas que se agitan bajo ella, y luego lo dejé a un lado, divertido y repelido, y lo olvidé todo sobre él hasta que su importancia se hizo manifiesta.

Cuando llegó el momento, fui a San Francisco para recibir a Vornan a su regreso del espacio. En el espaciopuerto había las precauciones y subterfugios habituales. Mientras que una multitud rugiente agitaba La Nueva Revelación bajo un cielo grisáceo cubierto de niebla, Vornan avanzó por un pasillo subterráneo hasta una zona de recepción situada en los límites del espaciopuerto.

Me dio un cálido apretón de manos.

—Leo, tendrías que haber venido —dijo—. Fue una auténtica delicia. Yo afirmaría que ese complejo de la Luna es el triunfo de tu era… ¿Qué has estado haciendo?