Habían decidido no tener niños. Dejaban su desierto no más de dos veces al año para hacer rápidos viajes a Nueva York, San Francisco o Londres, volviendo luego apresuradamente al ambiente que habían escogido. Tenían cuatro o cinco amistades más que les visitaban periódicamente, pero nunca me encontré con ninguna de ellas, y tampoco parecía que fueran tan íntimas como yo. La mayor parte del tiempo Jack y Shirley estaban totalmente solos, y supongo que hallaban su mutua compañía profundamente satisfactoria. Me tenían perplejo. Por fuera podían parecer dos hijos de la naturaleza carentes de complicaciones, que corrían desnudos bajo el calor del desierto sin ser tocados por la aspereza del mundo que habían rechazado; pero la complejidad que subyacía en su renuncia al mundo era mayor de lo que yo podía percibir. Aunque les amaba y sentía que eran parte de mí -y yo de ellos-, se trataba de una ilusión: en última instancia eran seres extraños, sin relación con el mundo porque no pertenecían a él. Habría sido mejor para ellos que hubieran logrado mantener su aislamiento.
Aquella semana de Navidad en que Vornan-19 apareció en el mundo yo había ido a su casa, sintiendo una terrible necesidad de sus personas. Ya no hallaba ninguna recompensa en mi trabajo. Se trataba de la desesperación de la fatiga; durante quince años había vivido al borde del éxito, pues no sólo los abismos tienen bordes sino que también los tienen los acantilados, y yo había estado escalando un acantilado. A medida que trepaba hacia la cima, ésta iba alejándose… hasta que tuve la sensación de que no existía ninguna cima, sino meramente la ilusión de ésta; y que, de todas formas, cuanto había estado haciendo no merecía la dedicación que le había concedido. Esos momentos de duda total me asaltan con frecuencia, y sé bien que son irracionales. Supongo que todo el mundo debe sentir periódicamente el temor de que ha malgastado su vida… salvo, quizá, aquellos que verdaderamente han malgastado sus vidas y a los que, misericordiosamente, les falta la capacidad necesaria para darse cuenta de ello. ¿Qué le ocurre al publicitario que se rompe el alma para llenar el cielo con una reluciente nube giratoria de propaganda? ¿Y al ejecutivo de nivel medio, que invierte su vida en hacer ir y venir de un lado para otro notas e informes cargados de tensión? ¿Y el diseñador de automóviles, el agente de bolsa, el presidente de universidad? ¿Tienen alguna vez su crisis de valores?
La crisis de valores se había apoderado nuevamente de mí. No podía avanzar en mi trabajo, y me volví hacia Jack y Shirley. Poco antes de Navidad cerré mi despacho, hice suspender los envíos por correo y me invité a la casa de Arizona para una estancia indefinida. Mi plan de trabajo no se ajusta a los semestres y vacaciones de la Universidad; trabajo cuando me place, y lo dejo cuando debo hacerlo.
Hacen falta tres horas para ir en coche de Irvine a Tucson. Metí mi coche en el primer módulo de transporte que se dirigía hacia más allá de las montañas, y me dejé llevar hacia el Este a lo largo del reluciente sendero, programado para un viaje breve. El tictaqueante Cerebro de Sierra Nevada hizo el resto, liberándome en su omnisciencia de la ruta con destino a Phoenix en el momento adecuado, pasándome a la ruta de Tucson, frenando mi velocidad de cuatrocientos ochenta kilómetros por hora y dejándome sano y salvo en la terminal, donde fueron reactivados los controles manuales de mi coche.
El clima de diciembre en la Costa había sido frío y lluvioso, pero aquí el sol ardía alegremente y la temperatura se encontraba bastante por encima de los veinticinco grados. Hice una pausa en Tucson para cargar las baterías de mi coche, habiéndole robado a la Edison del sur de California unos cuantos dólares de ingresos al olvidarme de hacerlo antes de partir. Después me interné en el desierto. Seguí la vieja Interestatal 89 durante el primer tramo, desviándome por una carretera comarcal después de quince minutos, y dejando incluso esa modesta arteria muy pronto por un mero capilar que llevaba a su pequeño rincón del deshabitado desierto. La mayor parte de esta región pertenece a los indios papago, razón por la cual ha escapado a la plaga del desarrollo urbano que envuelve a Tucson, y el cómo Shirley y Jack adquirieron el título de propiedad de su pequeño retazo de tierra es algo de lo que no estoy muy seguro. Pero estaban solos, por increíble que eso pueda parecer en vísperas del siglo XXI. Siguen existiendo lugares en los Estados Unidos donde uno puede apartarse de todo, tal y como habían hecho ellos. Los últimos ocho kilómetros que recorrí eran un sendero de tierra y guijarros que sólo podía ser llamado camino haciendo malabarismos semánticos. El tiempo había dejado de existir; igual podría haber estado siguiendo la ruta de uno de mis propios electrones, retrocediendo hacia el amanecer del mundo. Esto era el vacío y tenía el poder de absorber los tormentos de un alma inquieta, igual que una bomba de calor calma la danza de las moléculas.
Llegué a última hora de la tarde. Detrás de mí yacían las cañadas y la tierra reseca. A mi izquierda se alzaban montañas purpúreas manchadas de polvo. Sus estribaciones se iban alejando hacia la frontera mexicana, haciendo que mis ojos viajaran por la áspera llanura pedregosa del desierto, sobre el que la casa de los Bryant era la única intrusión moderna. Un lecho seco por donde no había corrido el agua en siglos circundaba su propiedad. Aparqué mi coche junto a él y caminé hacia la casa.
Vivían en un edificio de veinte años de edad, hecho de cristal y madera de secoya, con dos pisos de altura en la zona habitada y un solano en la parte trasera. Bajo la casa estaba su sistema vitaclass="underline" un reactor Fermi, que daba energía al aire acondicionado, los sistemas del agua, la iluminación y la calefacción. Una vez al mes, un hombre de Gas y Electricidad de Tucson venía hasta aquí para encargarse de la unidad, tal y como requería la ley cada vez que algún usuario se negaba a instalar el tendido de corriente y, en vez de ello, optaba porque se le suministrara un generador aislado. Además, el almacén situado bajo la casa, de unos cuarenta y cinco metros de lado, contenía el suministro de un mes en comida, y el purificador de agua era independiente de las instalaciones de la ciudad. La civilización podía desaparecer del todo, y Shirley y Jack podían no darse cuenta de ello durante semanas.
Shirley estaba en el solano, ocupada con una de sus esculturas sónicas; tejiendo una plumosa estructura de líneas intrincadas y texturas relucientes cuyo suave trino de pájaro tenía un inmenso poder, mientras cruzaba el desierto para llegar hasta mí. Antes de ponerse en pie y correr a mi encuentro, los brazos extendidos y los senos saltando, acabó lo que estaba haciendo. Al abrazarla sentí cómo una parte de mi cansancio se esfumaba.
—¿Dónde está Jack? —pregunté.
—Está escribiendo. Saldrá dentro de poco. Anda, deja que te lleve dentro. ¡Querido, tienes un aspecto terrible!
—Eso me han estado diciendo.
—Ya lo arreglaremos.
Cogió mi maleta y fue rápidamente hacia la casa. El agradable menearse de su desnudo trasero me tranquilizó y me animó, y le dirigí una sonrisa a esas dos firmes mejillas mientras se esfumaban de mi vista. Estaba entre amigos. Había vuelto a casa. En ese instante tuve la sensación de que podría quedarme meses enteros con ellos.