A mediados de octubre nos hallamos en Johannesburgo, teniendo previsto saltar el Atlántico para hacer una gira por América del Sur. El subcontinente estaba impaciente, dispuesto a recibirle. Los primeros signos de Vornanismo organizado estaban apareciendo allí: en Brasil y en Argentina se habían celebrado sesiones de oración a las cuales asistieron miles de personas; y habíamos oído decir que se estaban fundando iglesias, aunque los detalles eran fragmentarios y no daban mucha información. Vornan no mostraba ninguna curiosidad hacia aquello. En vez de eso, una tarde vino a verme sin avisar y dijo:
—Deseo descansar durante un tiempo, Leo.
—¿Quieres echar una siesta?
—No, descansar de los viajes. Las multitudes, el ruido, las emociones… ya he tenido suficiente. Ahora quiero silencio y tranquilidad.
—Sería mejor que hablases con Kralick.
—Primero debo hablar contigo. Leo, hace algunas semanas mencionaste a unos amigos tuyos que viven en un sitio tranquilo. Un hombre y una mujer, un antiguo estudiante tuyo, ¿sabes a quiénes me refiero?
Lo sabía. Me envaré. Obedeciendo a un impulso caprichoso le había hablado a Vornan de Jack y Shirley, del placer que me daba acudir a ellos en épocas de crisis interna o fatiga. Al hablarle de eso había tenido la esperanza de sacarle alguna declaración semejante a la mía, algún detalle de sus propias costumbres y relaciones en ese mundo del futuro que tan irreal me parecía aún. Pero no había previsto aquello.
—Sí —dije con voz tensa—. Sé a quiénes te refieres.
—Quizá pudiéramos ir allí juntos, Leo. Tú y yo y esas dos personas, sin los otros, sin los guardias, el ruido, las multitudes. Podríamos desaparecer en silencio. Debo renovar mis energías. Este viaje ha supuesto una gran tensión para mí, ya lo sabes. Y quiero ver a gente de esta era en su vida cotidiana. Lo que he visto hasta el momento ha sido un desfile, una mascarada. Pero limitarse a estar sentado con tranquilidad, hablar… eso me gustaría mucho. ¿Podrías conseguirlo, Leo?
Me cogió desprevenido. El imprevisto calor que había en la petición de Vornan me desarmó y, automáticamente, me descubrí calculando las posibilidades de que pudiéramos aprender mucho sobre Vornan de esa forma. Sí, que Jack, Shirley y yo, tomando cócteles bajo el sol de Arizona, pudiéramos arrancarle al visitante hechos que habían permanecido ocultos durante su enormemente público viaje alrededor del mundo. Era muy consciente de lo que podíamos intentar sacarle; y engañado por el Vornan tan poco exigente de meses recientes, no se me ocurrió tomar en consideración lo que él podría intentar sacar de nosotros.
—Hablaré con mis amigos —prometí—. Y con Kralick. Veré lo que puedo hacer al respecto, Vornan.
DIECISEIS
Al principio Kralick se molestó ante la alteración del itinerario, que había sido cuidadosamente calculado; dijo que América del Sur se quedaría muy decepcionada al enterarse de que la llegada de Vornan iba a ser pospuesta. Pero los aspectos positivos del plan también estaban claros para él. Pensó que podría resultar útil situar a Vornan-19 en un ambiente distinto, lejos de las multitudes y las cámaras. Creo que le dio la bienvenida a una ocasión de escapar durante un tiempo a Vornan. Al final, acabó aprobando la propuesta.
Después llamé a Jack y Shirley.
Sentía ciertas vacilaciones ante la idea de soltarles encima a Vornan, aunque los dos me hubieran suplicado que consiguiera algún tipo de arreglo como éste. Jack anhelaba desesperadamente hablar con Vornan sobre la conversión energética total, aunque yo sabía que no conseguiría descubrir nada. Y Shirley… Shirley me había confesado que sentía una atracción física hacia el hombre del año 2999. Mis vacilaciones se debían a ella. Después me dije que fueran cuales fuesen los sentimientos de Shirley hacia Vornan, eran algo que la misma Shirley debía resolver…, y que si ocurría cualquier cosa entre ella y el visitnate sería tan sólo con el consentimiento y la bendición de Jack, en cuyo caso no tenía por qué sentirme responsable.
Cuando les dije lo que se había propuesto, los dos pensaron que estaba bromeando. Tuve que esforzarme para persuadirles de que realmente podía llevarles a Vornan. Al final decidieron creerme, y les vi intercambiar unas discretas miradas entre ellos. Después Jack dijo:
—¿Cuándo va a ser eso?
—Mañana, si estáis preparados.
—¿Por qué no? —dijo Shirley.
Examiné su rostro buscando alguna señal que traicionara su deseo. Pero no vi nada, aparte del nerviosismo y la excitación normales.
—¿Por qué no? —se mostró de acuerdo Jack—. Pero dime una cosa: ¿se verá invadido el lugar de periodistas y policías? Sería incapaz de aguantar eso.
—No —dije—. El paradero de Vornan será mantenido en secreto para la prensa. No habrá ni un solo hombre de los medios de comunicación a la vista. Y supongo que los caminos de acceso a vuestra casa estarán vigilados, por si acaso; pero nadie de seguridad os molestará. Me aseguraré de que se mantengan bien alejados.
—De acuerdo —dijo Jack—. Entonces, tráele.
Kralick hizo retrasar el viaje a Sudamérica y anunció que Vornan iría a un lugar cuya localización sería mantenida en secreto para pasar unas vacaciones privadas de longitud indeterminada. Dejamos filtrar el dato de que pasaría dichas vacaciones en una villa situada en algún lugar del océano índico. A la mañana siguiente, un aeroplano privado salió de Johannesburgo con destino hacia la isla de Mauricio, rodeado por gran despliegue de preparativos y seguridad. Eso bastó para que la prensa se confundiera y quedase desorientada. Un poco más tarde esa misma mañana Vornan y yo subimos a un pequeño reactor y cruzamos el Atlántico. Cambiamos de avión en Tampa, y nos encontramos en Tucson a primera hora de la tarde. Allí nos estaba esperando un coche. Le dije al chófer del Gobierno que se marchase y yo mismo me encargué de conducir hasta la casa de Jack y Shirley.
Sabía que Kralick había tendido una red de vigilancia en un radio de ochenta kilómetros alrededor de la casa, pero había accedido a no permitir que ninguno de sus hombres se aproximara más, a no ser que yo pidiese ayuda. Nadie nos molestaría.
Era una impecable tarde de finales de otoño, con el cielo límpido y brillante, libre de nubes, y su tensa superficie azul casi vibraba con tanta claridad. Las montañas parecían desacostumbradamente nítidas. Mientras conducía, percibí el ocasional destello dorado de un helicóptero del Gobierno en las alturas. Estaban vigilándonos desde lejos.
Cuando llegamos, Shirley y Jack se encontraban esperándonos delante de la casa. Jack vestía una camisa vieja y unos tejanos algo desteñidos; Shirley llevaba unos pantalones cortos y una camiseta. No les había visto desde la primavera, y sólo había hablado con ellos unas cuantas veces. Me dio la impresión de que las tensiones que había observado en ellos durante la primavera habían seguido erosionándoles durante los meses siguientes. Los dos parecían tensos, nerviosos, encogidos sobre sí mismos, en una forma que no podía ser atribuida totalmente a la llegada de su famoso invitado.
—Éste es Vornan-19 —dije—. Jack Bryant, Shirley.
—Es un gran placer —dijo Vornan gravemente.
No ofreció su mano, pero se inclinó de una forma casi japonesa, primero ante Jack y luego ante Shirley. A esto siguió un incómodo silencio. Nos quedamos inmóviles, mirándonos los unos a los otros bajo el fuerte sol. Shirley y Jack se comportaban casi igual que si nunca hubieran creído en la existencia de Vornan hasta este momento; parecían considerarle como a un personaje de ficción que había sido inesperadamente traído a la existencia por un conjuro. Jack tenía los labios apretados con tal fuerza que le latían las mejillas. Shirley, sin apartar nunca los ojos de Vornan, se mecía hacia atrás y hacia delante sobre los dedos de sus pies descalzos. Vornan, tranquilo y afable, estudió la casa, lo que la rodeaba y a sus ocupantes con una fría curiosidad.