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Esa noche fue entrevistado por la televisión venezolana. La red de noticias preparó un canal de traducción simultánea, pues Vornan no conocía el castellano.

— ¿Qué mensaje tiene para el pueblo de Venezuela? -le preguntaron.

—El mundo es puro, bello y maravilloso —replicó Vornan solemnemente—. La vida es sagrada. Podéis crear un paraíso durante vuestras vidas.

Me quedé asombrado. Esas palabras piadosas no encajaban con nuestro travieso amigo, a no ser que todo esto fuera señal de alguna nueva maldad que estaba preparando.

Las multitudes eran todavía mayores en Bogotá. Gritos estridentes despertaban ecos en el tenue aire de la meseta. Vornan habló de nuevo y una vez más pronunció un sermón lleno de lugares comunes. Kralick estaba preocupado.

—Se está calentando para algo —me dijo—. Antes nunca había hablado así. Está haciendo un auténtico esfuerzo por llegar directamente a ellos, en vez de permitir que sean ellos quienes acudan a él.

—Pues entonces, suspenda la gira —sugerí.

—No puedo. Nos hemos comprometido.

—Prohíbale que haga discursos.

—¿Cómo? —me preguntó, y a eso no había ninguna respuesta.

El mismo Vornan parecía fascinado por el tamaño de las multitudes que acudían a verle. No se trataba de simples grupos de amantes de las curiosidades; eran hordas gigantescas enteradas de que un extraño dios caminaba por la Tierra, y anhelaban una fugaz visión de él. Estaba claro que ahora sentía su poder sobre ellos, y que estaba empezando a ejercerlo. Sin embargo, me di cuenta de que ya no se exponía físicamente a las masas. Parecía temer que le hicieran daño y se mantenía apartado, limitándose a los balcones y los coches cubiertos.

—Te están pidiendo a gritos que bajes y camines entre ellos —le dije, mientras nos enfrentábamos a una rugiente multitud en Lima—. ¿No puedes oírlo, Vornan?

—Desearía poder hacerlo —dijo.

—No hay nada que te lo impida.

—Sí. Sí. Son tantos… Se produciría una estampida.

—Ponte un escudo para multitudes —sugirió Helen McIlwain.

Vornan giró en redondo.

—Por favor, ¿qué es eso?

—Los políticos los llevan. Un escudo para multitudes es una esfera de fuerza electrónica que rodea a su portador. Está diseñado especialmente para proteger a las figuras públicas entre el gentío. Si alguien se acerca demasiado, el escudo administra una leve sacudida. Estarías perfectamente a salvo, Vornan.

—¿Es cierto eso? —le preguntó a Kralick—. ¿Puede conseguirme uno de esos escudos?

—Creo que puede arreglarse —dijo Kralick.

Al día siguiente, en Buenos Aires, la Embajada Norteamericana nos entregó un escudo. Lo había usado por última vez el Presidente durante su viaje por Latinoamérica. Un funcionario de la Embajada le explicó su funcionamiento, colocándose los electrodos y poniendo la mochila energética en su pecho.

—Intenten acercarse a mí —dijo, haciéndonos una seña—. Formen un grupo a mi alrededor.

Nos acercamos a él. Un suave resplandor ambarino le envolvía. Avanzamos y de repente empezamos a topar con una barrera impenetrable. No había nada doloroso en la sensación, pero resultaba totalmente efectiva en su particular y sutil manera; nos vimos arrojados hacia atrás y era imposible aproximarse a más de un metro de quien lo llevaba. Vornan parecía encantado.

—Deje que lo pruebe —dijo.

El hombre de la Embajada se lo puso y le instruyó en su uso. Vornan se rió e invitó:

— Ahora, venid todos hacia mí. Empujad y esforzaos. ¡Más! ¡Más! —pero no había forma de tocarle. Complacido, Vornan dijo—: Bien. Ahora puedo caminar por entre mi gente.

Después hablé con Kralick en un rincón:

—¿Por qué ha permitido que le den esa cosa?

—Porque la ha pedido.

—Podría haberle dicho que no funcionan bien o algo parecido, Sandy. ¿No existe ninguna posibilidad de que el escudo falle en un momento crítico?

—Normalmente no —dijo Kralick. Cogió el escudo, lo desplegó y abrió el panel situado en la parte trasera de la mochila energética—. Sólo hay un punto débil en el circuito y está aquí, en ese módulo integrado. La verdad es que resulta imposible verlo. Tiene tendencia a sobrecargarse bajo ciertas circunstancias y sufre un proceso degenerativo, causando un fallo del escudo. Pero, Leo, hay un circuito de redundancia que se conecta automáticamente y empieza a funcionar en un par de microsegundos. En realidad sólo hay una forma de que un escudo pueda fallar, y es cuando lo han saboteado deliberadamente. Por ejemplo, si alguien manipula el circuito de apoyo y después el módulo principal se sobrecarga. Pero no se me ocurre que nadie pudiera hacer algo semejante.

—Salvo quizá Vornan.

—Bueno, sí. Vornan es capaz de cualquier cosa. Pero no me parece probable que desee juguetear con su propio escudo. A todos los efectos prácticos, se encuentra totalmente a salvo llevando el escudo.

—Bien —dije—. Entonces, ¿no tiene miedo de lo que ocurrirá ahora que puede caminar por entre las multitudes y desplegar realmente su carisma?

—Sí —dijo Kralick.

Buenos Aires fue la escena de la mayor emoción colectiva causada por Vornan que habíamos presenciado hasta ahora. Ésta era la ciudad donde había surgido un falso Vornan, y la presencia del auténtico electrizó a los argentinos. La ancha Avenida 9 de Julio, delimitada por árboles, estaba repleta de una punta a otra, con tan sólo el obelisco de su centro puntuando la masa de carne. El desfile de Vornan avanzó por entre esta turba caótica y convulsa. El visitante llevaba su escudo para multitudes; los demás no íbamos tan protegidos, y nos acurrucábamos nerviosamente dentro de nuestros vehículos acorazados. De vez en cuando Vornan salía del suyo y caminaba por entre el gentío. El escudo funcionaba —nadie podía acercarse a él—, pero el simple hecho de que estuviera entre ellos hacía que la multitud entrara en éxtasis. Se empujaban unos a otros para acercarse a él, llegando hasta el límite extremo de la barrera electrónica y pegándose a ella, mientras que Vornan, resplandeciente, sonreía y hacía reverencias.

—Nos estamos convirtiendo en cómplices de toda esta locura —le dije a Kralick—. Nunca debimos permitir que ocurriera.

Kralick me dirigió una tensa sonrisa y me dijo que me calmase. Pero yo era incapaz de hacerlo. Esa noche Vornan permitió de nuevo que le entrevistaran, y lo que dijo entraba descaradamente en lo utópico. El mundo necesitaba desesperadamente una reforma; demasiado poder se había concentrado en un número excesivamente reducido de manos; era inminente una era de riqueza universal, pero sería precisa la cooperación de las masas ilustradas para que llegara.

—Hemos nacido de la basura —dijo—, pero tenemos la capacidad de convertirnos en dioses. Sé que puede hacerse. En mi tiempo no existe la enfermedad, no hay pobreza ni sufrimiento. La misma muerte ha sido abolida. Pero, ¿debe esperar la humanidad mil años para gozar de estos beneficios? Debéis actuar ahora. Ahora.

Parecía una llamada a la revolución.

De momento, Vornan no había expuesto ningún programa preciso. Lo único que hacía era lanzar llamamientos muy generales, pidiendo una transformación de nuestra sociedad. Pero incluso aquello se encontraba mucho más allá de las observaciones sarcásticas, oblicuas y burlonas que había acostumbrado hacer en los primeros meses de su estancia. Era como si su capacidad para causar problemas se hubiera visto muy ampliada; ahora se daba cuenta de que podía cometer diabluras infinitamente mayores hablando con las turbas en la calle y no divirtiéndose con individuos aislados. Kralick parecía ser tan consciente de eso como él; yo no comprendía la razón de que permitiese seguir con la gira y el porqué se ocupaba de que Vornan tuviera acceso a los canales de comunicación. Parecía incapaz de parar el curso de los acontecimientos, incapaz de interrumpir la revolución que él mismo había ayudado a fabricar.