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De los motivos de Vornan nada sabíamos. Durante el segundo día en Buenos Aires se mezcló de nuevo con la multitud. Esta vez el gentío era mucho mayor que el día anterior, y rodearon a Vornan en una especie de obstinada insistencia, intentando desesperadamente llegar hasta él y tocarle. Al final tuvimos que sacarle de allí bajando una plataforma desde un helicóptero. Cuando se quitó el escudo para multitudes, estaba pálido y tembloroso. Nunca le había visto afectado por algo anteriormente, pero esta multitud lo había logrado. Contempló el escudo con escepticismo y dijo:

—Posiblemente hay peligros en todo esto. ¿Qué confianza se puede tener en el escudo?

Kralick le aseguró que estaba provisto de circuitos de redundancia que lo volvían a prueba de fallos. Vornan no parecía muy convencido. Nos dio la espalda, intentando recobrar la calma; lo cierto es que resultaba refrescante ver en él un síntoma de miedo. No podía culparle demasiado por temer a esa multitud, incluso con un escudo.

Volamos de Buenos Aires a Río de Janeiro a primera hora del 19 de noviembre. Intenté dormir, pero Kralick vino a mi compartimento y me despertó. Detrás de él se encontraba Vornan. En la mano de Kralick se veía la delgada masa de un escudo para multitudes plegado.

—Póngase esto —dijo.

—¿Para qué?

—Para que pueda aprender cómo usarlo. Lo llevará en Río.

Los restos de sueño se desvanecieron de mi mente.

—Oiga, Sandy, si piensa que voy a exponerme a esas multitudes…

—Por favor —dijo Vornan—. Te quiero a mi lado, Leo.

—Vornan ha estado algo nervioso debido al tamaño de las multitudes durante los últimos días —dijo Kralick—, y no quiere estar solo otra vez entre ellas. Me ha preguntado si podría convencerle para que le acompañara. Sólo le quiere a usted.

—Es cierto, Leo —dijo Vornan—. No puedo confiar en los otros. Contigo a mi lado no tendré miedo.

Era condenadamente persuasivo. Una mirada, una súplica y estuve listo para caminar con él a través de millones de aullantes adoradores. Le dije que haría lo que deseaba, y sus dedos tocaron mi mano y me murmuró su agradecimiento en voz baja, pero conmovedora. Después se fue. En cuanto se hubo ido me di cuenta de que todo aquello era una locura; y cuando Kralick me alargó el escudo para multitudes, meneé la cabeza.

—No puedo —dije—. Hable con Vornan. Dígale que he cambiado de opinión.

—Vamos, Leo… No puede pasarle nada.

—Si no le acompaño, ¿Vornan no irá tampoco por entre la gente?

—Eso es.

—Entonces hemos resuelto nuestro problema —dije—. Me negaré a ponerme el escudo. Vornan no podrá mezclarse con las multitudes. Le desconectaremos de la fuente de su poder. ¿No es lo que deseamos?

—No.

—¿No?

—Queremos que Vornan sea capaz de llegar a la gente. Le aman. Le necesitan. No nos atrevemos a negarles a su héroe.

—Entonces déles a su héroe. Pero no conmigo al lado.

—No empiece de nuevo con eso, Leo. Usted mismo es quien lo ha pedido. Si Vornan no hace una aparición en Río, eso destrozará las relaciones internacionales y sólo Dios sabe cuántas cosas más. No podemos correr el riesgo de frustrar a esa turba ocultándole.

—Entonces, ¿se me arroja a los lobos?

—¡Leo, los escudos son totalmente seguros! Ayúdenos por esta última vez.

La intensidad de la preocupación sentida por Kralick era irresistible, y al final accedí a honrar la promesa que le había hecho a Vornan. Mientras íbamos hacia el este sobre la cada vez más encogida tierra salvaje de la cuenca amazónica, Kralick me enseñó cómo usar el escudo para multitudes. Cuando empezamos nuestro arco de bajada, ya era un experto. Vornan estaba visiblemente contento de que yo hubiera accedido a ir con él. Habló sin contenerse del entusiasmo que notaba estando entre una multitud, y del dominio que tenía la sensación de ejercer sobre aquellos que se apiñaban a su alrededor. Yo le escuché, y hablé muy poco. Le observé con atención, grabando en mi mente la expresión de su rostro y el brillo de su sonrisa, pues tenía la impresión de que su visita a nuestra medieval era pronto podría estar llegando a su final.

La multitud de Río superaba a cuanto hubiéramos visto anteriormente. Vornan tenía que hacer una aparición pública en la playa; rodamos por las calles de la magnífica ciudad, dirigiéndonos hacia el mar, y no había ninguna playa visible: sólo un mar de cabezas delimitando la orilla, una multitud increíblemente densa que se empujaba y se apretaba extendiéndose desde las blancas torres de los edificios situados frente al océano hasta el confín de las olas, e incluso dentro del agua. Fuimos incapaces de penetrar semejante masa, y tuvimos que ir por el aire. Atravesamos la playa en helicóptero. Vornan resplandecía de orgullo.

—Por mí —dijo en voz baja—. Vienen aquí por mí. ¿Dónde está mi máquina de hablar?

Kralick le había proporcionado otro artefacto más: un traductor programado para convertir las palabras de Vornan en un fluido portugués. Mientras flotábamos sobre ese bosque de brazos morenos levantados hacia arriba, Vornan habló y sus palabras retumbaron por el claro aire del verano. No puedo responder de la traducción, pero las palabras que utilizó fueron elocuentes y conmovedoras. Habló del mundo de donde venía, narrando su armonía y serenidad, describiendo su libertad de la contienda y la muerte. Dijo que cada ser humano era único y apreciado en su valor. Comparó aquello con nuestra propia época, desagradable y llena de dificultades. Dijo que una multitud como la que veía bajo él era inconcebible en su tiempo, porque sólo el hambre compartida hace que se junte una multitud, y allí no podía existir ningún hambre tan desgarradora. ¿Por qué escogíamos vivir de esa forma, nos preguntó? ¿Por qué no librarnos de nuestras rigideces y orgullos, por qué no arrojar nuestros dogmas y nuestros ídolos bien lejos, derribando las barreras que encierran cada corazón humano? Que cada hombre amara a su prójimo igual que a un hermano. Que fueran abolidos los falsos anhelos. Que pereciera el deseo de poder. Que una nueva era de benevolencia fuese instaurada.

No eran sentimientos nuevos. Otros profetas los habían ofrecido. Pero hablaba con una sinceridad y un fervor tan monstruosos, que parecía estar acuñando de nuevo cada tópico sentimental. ¿Era éste el Vornan que se había reído del mundo en su cara? ¿Era éste el Vornan que había utilizado a los seres humanos como juguetes y herramientas? ¿Este orador que suplicaba e intentaba convencer con tan brillantes palabras? ¿Este santo? Yo mismo me hallé al borde de las lágrimas mientras le escuchaba. Y el impacto sobre aquellos que estaban en la playa, y los que seguían esto en las redes de noticias planetarias… ¿quién podía calcular eso?

El dominio de Vornan era completo. Su delgada figura, engañosamente parecida a la de un muchacho, ocupaba el centro del escenario mundial. Éramos suyos. Ahora, usando como arma la sinceridad en vez de la burla, había logrado apoderarse de todo.

Acabó de hablar.

—Y ahora, bajemos y caminemos entre ellos, Leo —me dijo.

Nos pusimos los escudos. Yo me encontraba al borde del terror; y el mismo Vornan, al mirar por encima de la escotilla del helicóptero hacia el remolineante manicomio de abajo, pareció flaquear durante un segundo ante la idea del descenso. Pero le esperaban. Gritaban pidiendo su presencia con voces enronquecidas por el amor. Por una vez el magnetismo funcionó en el otro sentido; Vornan fue atraído hacia ellos.

—Ve primero —me dijo—. Por favor.

Con una bravura suicida cogí los asideros y dejé que se me bajara los noventa metros que había hasta la playa. Un claro se abrió para mí. Toqué el suelo y sentí la arena resbalando bajo mis pies. La gente se lanzó hacia mí: un instante después se detuvieron, viendo que no era su profeta. Algunos rebotaron en mi escudo. Me sentí invulnerable, y mi temor se desvaneció al ver cómo el brillo ambarino rechazaba a quienes se aproximaban demasiado.