Fui a mi habitación. Shirley lo tenía todo preparado para mí: sábanas limpias, unas cuantas bobinas junto al lector, una luz en la mesilla de noche, un cuaderno, una pluma y una grabadora por si quería anotar cualquier idea que se me ocurriese. Entonces apareció Jack. Puso en mi mano una lata de cerveza y yo la abrí con el pulgar. Nos guiñamos el ojo con un mutuo deleite.
Esa noche Shirley conjuró una cena mágica y después, mientras el calor huía del desierto en aquel anochecer invernal, nos instalamos en la sala para hablar. Ninguno de los dos dijo nada de mi trabajo, benditos sean. En vez de ello hablamos de los Apocaliptistas, pues los dos se encontraban fascinados por el culto del día final que ahora estaba infectando a tantas mentes.
—Los he estado estudiando muy atentamente —dijo Jack—. ¿Lo has ido siguiendo todo?
—La verdad es que no.
—Al parecer, ocurre cada mil años. A medida que el milenio se acerca a su fin, se difunde la convicción de que el mundo va a terminar. Fue muy grave hacia el año 999. Al principio sólo creían en ello los campesinos, pero después algunos clérigos muy sofisticados empezaron a contagiarse de la fiebre y eso fue decisivo. Hubo orgías de plegaria y también orgías del otro tipo.
—¿Y qué pasó cuando llegó el año 1000? —pregunté—. El mundo sobrevivió y, entonces, ¿qué fue del culto?
Shirley se rió.
—Fue toda una desilusión para ellos. Pero la gente no aprende nunca.
—¿Cómo creen los Apocaliptistas que va a perecer el mundo?
—Por el fuego —dijo Jack.
—¿El azote de Dios?
—Esperan una guerra. Creen que los líderes del mundo ya han dado las órdenes para ello, y que todos los fuegos del infierno quedarán liberados el primer día del nuevo siglo.
—No hemos tenido ninguna guerra, sea del tamaño que sea, en unos cincuenta años —dije—. La última vez que se utilizó un arma atómica a impulsos de la ira fue en el año 1945. ¿No os parece que resulta bastante seguro suponer que a estas alturas ya hemos desarrollado técnicas para evitar el apocalipsis?
—La ley de la catástrofe acumulativa —dijo Jack—. La estática va aumentando hasta que se hace precisa una descarga. Fíjate en todas esas guerras pequeñas: Corea, Vietnam, el Cercano Oriente, Sudáfrica, Indonesia…
—Mongolia y Paraguay —apuntó Shirley por su parte.
—Sí. En promedio, una guerra menor cada siete u ocho años. Cada una creando secuencias de respuestas reflejas que ayudan a motivar la siguiente, porque todo el mundo está impaciente por poner en práctica las lecciones de la última guerra. Eso crea una intensidad cada vez mayor, que debe explotar en la Guerra Final, la cual debe empezar y terminar el 1º de enero del año 2000.
—¿Crees en eso? —pregunté.
—¿Yo? En realidad no —dijo Jack—. Sencillamente, estoy exponiendo la teoría. No detecto ninguna señal de un holocausto inminente en este mundo, aunque admito que cuanto sé al respecto es lo que aparece en las pantallas. Sin embargo, los Apocaliptistas son algo de lo que no es fácil olvidarse. Shirley, pasa esas cintas sobre el disturbio de Chicago, ¿quieres?
Shirley deslizó una cápsula en la rendija. Toda la pared trasera de la habitación floreció llenándose de colores al empezar la grabación del noticiario televisivo. Vi las torres de Lake Shore Drive y el bulevar Michigan; vi extrañas figuras que llenaban la autopista y la playa, haciendo piruetas y saltando junto al lago helado. La mayor parte de ellas iban pintadas con franjas de colores chillones, igual que los participantes de una mascarada. Muchos iban parcialmente desnudos, pero esa no era la desnudez inocente y natural de Jack y Shirley en un día caluroso, sino algo feo, tosco y deliberadamente obsceno, una desafiante exhibición de senos oscilantes y traseros cubiertos de pintura. Era algo calculado para ofender y provocar: las grotescas imágenes de Hyeronimus Bosch liberadas por fin, agitando su desnudez ante el rostro de un mundo al que se consideraba condenado.
Antes no le había prestado atención alguna al movimiento. Ahora me impresionó ver a una muchacha que casi no había entrado aún en la adolescencia lanzarse hacia la cámara, girar en redondo, levantarse la falda de un manotazo, ponerse en cuclillas y orinar en el rostro de otro celebrante que había caído en el estupor. Contemplé la fornicación no disimulada, los grotescos enredos de cuerpos, los complicados emparejamientos que serían descritos con mayor precisión llamándolos triplicamientos o cuadruplicamientos. Una mujer ya vieja e inmensamente gorda cruzó la playa con andares de pato, animando a los jóvenes con sus gritos. Una montaña de muebles desapareció entre las llamas. Los aturdidos policías derramaban espuma sobre la multitud, pero no se acercaban a ella.
—La anarquía anda suelta por el mundo —murmuré—. ¿Cuánto tiempo hace que ocurre esto?
—Desde julio, Leo —dijo Shirley en voz baja—. ¿No lo sabías?
—He estado muy ocupado.
—Hay un claro crescendo —dijo Jack—. Al principio fue un movimiento de chalados en el Medio Oeste, alrededor del 93 o 94…, mil miembros o algo así, convencidos de que más les valdría rezar duro, porque el Día del Apocalipsis se encontraba a menos de una década de distancia. Les entró el virus de hacer prosélitos y empezaron a predicar el Apocalipsis, sólo que esta vez el mensaje se difundió. Y el movimiento se volvió incontrolable. Durante los últimos seis meses, ha empezado a cobrar fuerza la idea de que es una estupidez perder el tiempo en nada que no sea el divertirse, dado que no queda mucho tiempo.
Me estremecí.
—¿Locura universal?
—Algo bastante parecido. En cada continente existe la profunda convicción de que las bombas caerán dentro de un año a contar desde el 1º de enero. Comed, bebed y divertíos. Se está difundiendo. Odio pensar qué punto habrá alcanzado la histeria dentro de un año, en la supuesta última semana del mundo. Puede que nosotros tres vayamos a ser los únicos sobrevivientes, Leo.
Contemplé la pantalla durante unos cuantos segundos más, impresionado.
—Apaga eso —dije al fin.
Shirley se rió.
—¿Cómo es posible que no hayas oído hablar del asunto?
—He estado totalmente fuera de contacto con la realidad.
La pantalla se oscureció, pero los demonios pintados de Chicago seguían saltando obscenamente en mi cerebro. El mundo se está volviendo loco, pensé, y no me he percatado de ello. Shirley y Jack se daban cuenta de cuánto me había afectado esta revelación del apocalipsis Apocaliptista, y cambiaron hábilmente de tema, hablando de las viejas ruinas indias que habían descubierto en el desierto, a unos cuantos kilómetros de distancia. Bastante antes de que llegara la medianoche di muestras de cansancio, y me acompañaron a la cama. Shirley volvió a mi habitación unos pocos minutos después; se había quitado la ropa y su cuerpo desnudo brillaba igual que una vela encendida en el umbral.
—¿Quieres que te traiga alguna cosa, Leo?
—Estoy perfectamente —le dije.
—Feliz Navidad, querido. ¿O también te has olvidado de eso? Mañana es Navidad.
—Feliz Navidad, Shirley.
Le soplé un beso, y ella apagó mi luz. Mientras dormía, Vornan-19 entró en nuestro mundo a casi diez mil kilómetros de distancia, y ya nada volvería a ser exactamente igual para ninguno de nosotros, nunca más.
TRES
La mañana de Navidad desperté bastante tarde. Estaba claro que Jack y Shirley llevaban horas levantados. Notaba un sabor amargo en la boca y no quería estar acompañado, ni tan siquiera por ellos; dado que era mi privilegio, fui a la cocina y programé en silencio mi desayuno. Ellos percibieron mi estado de ánimo y se mantuvieron a distancia. Zumo de naranja y tostadas brotaron por el panel de salida del autochef. Lo devoré todo, pedí café solo y luego metí los platos en el limpiador, conectando el ciclo, y salí de la cocina. Estuve caminando durante tres horas.